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– ¡Oh, mi pobre Jaso, con qué angustia me miras! No te mereces una madre como yo. Una buena madre no se comportaría así en el día del cumpleaños de su hijo. ¡Ah, mi pobre Jaso, nunca volverás a tener siete años! -dice Ama. Se levanta de su banco, da la vuelta a la mesa, viene hasta mí y me ahoga con su abrazo-. ¿Por qué ha querido Dios que precisamente hoy se me caiga el mundo encima con mi presentimiento?

– No puedo partirla, ama -dice Fabi.

Estando así, en brazos de Ama, no veo su cara, sólo siento el tibio calor de su cuerpo.

– Martxel, ¿por qué no ayudas a tu hermana? Nada te costaría partirle una eskarra de vez en cuando -dice Ama.

– Que coma quisquillas, que son blandas -dice Martxel.

– ¡El Gordo se las ha comido todas! -dice Fabi, llorando.

– ¡Que alguien me dé un real para dárselo a estos chicos, como se lo prometí! -dice Santiago.

– ¡Qué vergüenza! Ni delante de los niños que vienen de visita se contiene, y se empapuza con lo que ellos mismos han pescado… -dice la vieja Idurre.

Fabi llora y Zenón se levanta, entra en el caserío y sale y pone algo en la mano de Santiago.

– Toma, pequeña -dice Santiago, dando un real a Fabi.

– ¿Por qué a ella, si Andrea y yo hemos pescado casi todas las quisquillas? -dice Martxel.

– Sé considerado con tu hermana. ¿No ves que está llorando? -dice Ama.

– Yo también puedo llorar si quiero -dice Martxel.

– ¿Qué pensaría Andrea de ti? ¿Te has parado a pensarlo? -dice Ama. Ya no me abraza. Mira a Andrea-. ¡Dios mío, qué carita tan preciosa de vasca tiene esta chiquilla!

Fabi no deja de llorar ni con el real de Santiago en su mano. Con el esfuerzo de estirar el brazo, a Santiago se le escapa un pedo. Yo nunca había oído el pedo de un mayor. Si los pedos de los mayores meten tanto ruido como el de Santiago, me explico que los vigilen tanto.

– ¡Qué barbaridad! Es como tener un txarri en casa -dice la vieja Idurre.

Fabi deja de llorar y empieza a reír, y Martxel, Andrea, Juan y yo también reímos. Santiago nos mira a los pequeños con una chispa roja en sus ojillos hundidos en la carne, y mete su carota en su plato de berza con patatas humeantes. La vieja Idurre nos ha servido a todos y ha puesto un talo a cada uno. Ama me besa en la cabeza.

– Come, Jaso. Al Señor le agrada que nos acerquemos a las comidas humildes. Te honras, hijo mío, comiendo en tu cumpleaños berzas de Altubena. El regreso a los orígenes nos purifica. -Ama regresa a su banco. Coge la cuchara y se pone a comer-. ¡Qué bien cocina usted, Idurre! ¡Y qué buen talo!

– Cada vez que pienso que la recibimos con berza, señora marquesa… -dice la vieja Idurre.

– Yo se lo pedí -dice Ama.

– ¿Por qué no comemos berza en casa todos los días? -digo.

– ¿Lo oyen ustedes? Sé cómo educar a mis hijos. Todo lo de esta casa procede de las raíces… Fíjense en Martxel, que no hace más que mirar a Andrea. ¿Puedes decirnos por qué la miras tanto, Martxel? -dice Ama.

A Martxel se le ponen rojas las orejas. Santiago acaba su plato de berza con patatas y pide por señas que le sirvan otro, y la vieja Idurre se lo llena hasta arriba y Santiago lo vuelve a vaciar y a pedir más, y la vieja Idurre, que seguía a sus espaldas con el puchero en las manos, le llena con el cazo un tercer plato, y Santiago suspira de gusto y se lo come, mientras su ama le dice: «Despacio, despacio…», y cuando Santiago pide el cuarto, la vieja Idurre se santigua con el mismo cazo y mira a Ama.

– ¿Ya te preocupas si queda para los demás? -dice la vieja Idurre.

Santiago levanta la cabeza y parece vernos por primera vez.

– Da gusto verle comer -dice Ama.

– Cualquier día lo llevamos a la feria y cobramos la entrada -dice la vieja Idurre, volcándole el puchero en el plato.

– Miren, hasta mi Fabi se ha animado y ha comido toda su berza -dice Ama.

Bixenta empieza a recoger los platos y Ama se levanta para ayudarla.

– No, siéntese, que usted es la invitada -dice Bixenta.

– Mis hijos y yo nos sentimos de Altubena tanto como ustedes mismos -dice Ama, cargando con platos hacia la cocina.

Vuelven las dos y la vieja Idurre con los mismos platos, ya limpios, y dos grandes fuentes de arroz con leche y canela.

– ¡Aquí llega la gracia del Señor! -dice Santiago.

Ama se sienta. «¿Qué te pasa, Ama?» -En los últimos años, he comprado varios caseríos, sin que nada haya cambiado para sus dueños, que siguen viviendo bajo el mismo techo de siempre. Nada cambiará en Euskeria mientras los verdaderos vascos no abandonen la tierra donde los puso el Señor. ¿A qué manos pasará Altubena en el futuro? -dice Ama.

Me levanto y voy hasta Zenón y le agarro de la manga y empiezo a darle tirones.

– ¿Por qué no quiere vender Altubena a Ama? ¿Por qué no quiere vender Altubena a Ama?

Ama dice:

– Aún no ha venido Aita, Jaso, aunque no sé de qué me asombro. Pero no permitiré que estropee también el cumpleaños de mi hijo. No permitiré que te hiera. Ese hombre ni siquiera respeta…

– Calma, Cristina, calma, ya vendrá -dice el padre Eulogio.

La casa huele a aceite frito y a chocolate. He enseñado a Juan, a Andrea y a Anselmo mi regalo de cumpleaños: un lauburu de plata, de un palmo de alto, con mi nombre grabado en el centro. A media tarde, Ama envió a un criado a Torretxea en busca de Anselmo y regresó con él. Y envió a otro criado a Altubena en busca de Roque, pero el criado regresó solo y dijo que Roque no quería venir. «No se atreve a presentarse ante mí», dijo entonces Ama. «Sabe que le echaría en cara el trabajar en esa horrible fábrica… Aunque, pensándolo mejor, quizá se crea ya un hombre por ganar un sucio jornal, y no quiera rebajarse a merendar chocolate con churros con los mismos niños con los que jugaba hasta hace bien poco. No hay duda de que es la primera señal de su perversión.» Y aitxitxe dijo: «¡Tonterías! Se siente un hombre porque ya tiene catorce años». Y el padre Eulogio dijo: «Es un buen muchacho, Cristina». Y Ama dijo: «Sólo falta que ustedes se pongan también de parte de los renegados».

Los sirvientes, con los uniformes recién estrenados, ellos con polainas rojas, han sacado al jardín la mesa de las celebraciones campestres, y las criadas la cubren con un gran mantel empuntillado, y con servilletas, platos, tazas, cubiertos, floreros y grandes candelabros.

– ¿Y las sillas? -dice Ama, vigilándolo todo de cerca-. ¿Para cuándo dejan las sillas? ¿Dónde nos vamos a sentar?… ¡Ah, usted! Traiga del salón la gran silla de las juntas y póngala a la cabecera, para que Jaso presida la mesa como un viejo jauntxo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿No le parece una hermosa idea, padre?

– ¡Honor al pequeño príncipe de la casa! -dice el padre Eulogio.

Es a la Chica a quien Ama se lo ha ordenado. Cuando la Chica se presentó en casa, hace dos años, Ama le preguntó cómo se llamaba, y ella le contestó que la niña que le acompañaba se llamaba Madia – ¿o Magda?-, pero que ella no se llamaba de ninguna manera. «¡Todo el mundo tiene un nombre!», dijo Ama. «¿Acaso no está bautizada? ¡Sería espantoso! Si no quiere decir su nombre, porque lo tiene feo, le ponemos ahora mismo uno cualquiera, uno bonito.» Pero la Chica le miró y no dijo nada. «¡Ea!», dijo Ama, «¿qué le parece el de Uda? Es un hermoso nombre, muy fácil de pronunciar: Uda, venga; Uda, traiga; Uda, coja… Pues se queda con Uda. Y si no está usted bautizada, pues mañana mismo vamos a la iglesia a que el padre Eulogio la bautice con el nombre de Uda.» Pero la Chica le siguió mirando sin decir nada. «Pues, bueno, Uda, tráigame la sombrilla», dijo entonces Ama. La Chica no se movió. «¿No me ha oído, Uda?», dijo Ama. «Que me traiga la sombrilla. Está en mi dormitorio, en el segundo piso.» La Chica ni dejaba de mirarle fijamente a los ojos ni abría la boca. Y entonces Ama dijo: «¡Usted gana! No la llamaré de ningún modo. Pero lo que no puede evitar es que nosotros, la familia, la distingamos con alguna palabra. Esto no nos lo puede negar». Y así empezamos a llamarla la Chica.