En un almacén desayunó un poco de queso y unos bizcochos mientras elegía en los estantes algunas provisiones. Los víveres abundarían en todas las ciudades. Pero convenía llevar unas reservas en el coche. Otras tiendas le proporcionaron un saco de dormir, un hacha, una pala, un impermeable, cigarrillos, una botellita de coñac. Recordando las aventuras de la víspera, entró en una armería y eligió un fusil liviano, una carabina de repetición, una pistola automática que podía llevar fácilmente en el bolsillo, y un cuchillo de caza.
Ya en la camioneta, y listo para partir, vio al perro. Había visto muchos perros en los últimos días, apartándolos siempre de su mente. Ofrecían un patético espectáculo, y aparentemente no les gustaba lo que ocurría. A veces parecían famélicos, o demasiado bien alimentados. Algunos se encogían, asustados, otros mostraban los dientes, muy seguros de sí mismos. Éste era un pequeño perro de caza, blanco y parduzco, de orejas largas y caídas. Un sabueso, probablemente, aunque sabía muy poco de razas caninas. Sentado prudentemente a unos tres metros de distancia, el perro miró a Ish, movió la cola, y lloriqueó débilmente.
—¡Fuera! —gritó Ish, sintiendo como si levantara un muro contra lazos de afecto que sólo podían terminar con la muerte—. ¡Fuera! —repitió. Pero el perro avanzó unos pasos, se tendió en la acera con el hocico entre las patas, y fijó en Ish unos ojos suplicantes. Las largas orejas caídas le daban una expresión de infinita tristeza, como si Ish le partiera el corazón. De pronto, sin querer, Ish sonrió, y pensó que era su primera sonrisa sin ironía desde el día de la serpiente.
Se dominó, pero el perro, que había visto en seguida su cambio de humor, se le restregaba ya contra las piernas. Ish lo miró y el animal se escurrió, con un temor fingido o real, describió un círculo interrumpido por dos saltos de costado, se dejó caer otra vez con la cabeza entre las patas, y lanzó un corto ladrido ansioso que terminó en un gemido. Ish sonrió de nuevo, esta vez abiertamente, y el perro comprendió sin duda que había ganado la partida. Echó a correr otra vez, cambiando rápidamente de dirección, como si persiguiera un conejo. Al fin se arrojó osadamente a los pies de Ish, y alargó la cabeza como esperando una caricia y diciendo: «¿No estuve bien?» Ish comprendió y le puso la mano en la cabeza y le acarició el lustroso pelaje. El perro lanzó un pequeño gruñido de satisfacción, y movió con tanta fuerza la cola, que se le estremecieron las orejas. Puso los claros ojos en blanco. Era la imagen misma de la adoración. Unas arruguitas le cruzaban la frente. Un caso de amor a primera vista. Parecía que el perro dijera: «No hay otro hombre en el mundo para mí».
Ish confesó su derrota. Se agachó y acarició francamente al nuevo amigo. Bueno, pensó, quiéralo o no, tengo un perro. Es decir, el perro me tiene a mí.
Abrió la puerta de la camioneta y el perro saltó y se instaló en el asiento como si estuviese en su casa.
En un almacén, Ish encontró una caja de galletas para perro. Le dio una. El perro la aceptó sin demostrar cariño o agradecimiento. El hombre tenía el deber de alimentarlo, y toda muestra de gratitud era por lo tanto superflua. Ish notó entonces por primera vez que en realidad el animal no era un perro sino una perra. Bien, pensó, he hecho una verdadera conquista.
Volvió a su casa y recogió algunas cosas: trajes, un par de anteojos de campaña, libros. Se preguntó si necesitaría algo más. El viaje podía llevarlo a la otra orilla del continente. Al fin se encogió de hombros.
En la cartera tenía diecinueve dólares, en billetes de cinco y de uno. Era más que suficiente. Pensó en tirar la cartera, pero al fin la guardó. Estaba tan acostumbrado a llevarla en el bolsillo que sin ella se sentiría incómodo. El dinero no molestaba.
Sin muchas esperanzas, escribió una nota y la dejó bien a la vista en la sala. Si sus padres regresaban, sabrían que podían esperarlo, o dejarle un mensaje.
De pie junto al auto, echó una mirada de despedida a la avenida San Lupo. La calle estaba desierta. Las casas y los árboles no habían cambiado, pero notó otra vez en el césped y los jardines la falta de riego y cuidados. A pesar de las nieblas nocturnas, el seco verano californiano marchitaba las plantas.
Era media tarde. Pero Ish decidió partir en seguida. Deseaba alejarse y pasar la noche en otra ciudad.
Las plantas y flores que el hombre había cuidado mueren como los gatos y los perros. Tréboles y hierbas inclinan la cabeza, y los dientes de león amarillean. Las ásteres, que aman el agua, se marchitan en los macizos. Florecen las cizañas. La savia se consume en los tallos de las camelias; no habrá capullos la primavera próxima. En las enredaderas y los rosales las hojas se retuercen luchando contra la sequía. Las calabazas silvestres extienden sus brazos sobre jardines y terrazas. Como los bárbaros que en otro tiempo, desaparecidos los ejércitos romanos, invadieron las delicadas provincias, así las malezas silvestres avanzan y destruyen las plantas regaladas que había mimado el hombre.
Un zumbido firme y regular subía del motor. La mañana del segundo día Ish manejó con exagerada prudencia, temiendo siempre que se le reventara un neumático, que se le descompusieran los frenos, o que alguna vaca se le cruzara en el camino. Con los ojos fijos en el velocímetro, trataba de no superar los sesenta kilómetros por hora.
Pero el motor era poderoso, y la aguja subía a cada instante a los setenta y los ochenta.
La velocidad lo fue sacando poco a poco de aquella depresión. El mero cambio era ya un alivio; la huida, un solaz. Pero Ish sabía que escapaba sobre todo, por un tiempo, a la necesidad de decidir. Inclinado sobre el volante, viendo cómo se alzaba a cada momento el telón de un nuevo decorado, no hacía planes para el futuro, no pensaba cómo iba a vivir, ni si iba a vivir. Sólo le preocupaba cómo doblar la próxima curva.
La perra estaba echada en el asiento. De cuando en cuando ponía la cabeza en las rodillas de su nuevo amo; en general dormía apaciblemente, y su presencia era también un alivio.
El espejo retrovisor no mostraba nunca un auto. Ish, por costumbre, lo miraba a menudo, y veía las imágenes de la carabina y el fusil, el saco de dormir y las latas de conserva en el asiento de atrás. Era como un marino en alta mar, con su barca llena de provisiones, preparada para cualquier emergencia; y sentía, también, esa profunda desesperación del náufrago, la desolación de la inmensidad.
Siguió la carretera 99, que cruzaba el valle de San Joaquín. No se apresuraba, pero la velocidad media era excelente. No había camiones que lo obligasen a aminorar la marcha, y no era necesario detenerse obedeciendo a las luces del tránsito —aunque la mayoría funcionaba aún—, ni disminuir la velocidad en las ciudades. En realidad, y a pesar de sus temores, debía reconocer que la carretera 99 era ahora más segura que antes, con su tránsito denso y alocado.
No vio ningún hombre. Si buscara en las ciudades y pueblos, quizá pudiera descubrir a alguien; pero ¿para qué? Podía encontrar a algún individuo aislado en cualquier momento. Quería comprobar ahora si no había alguna ciudad con vida.
La amplia llanura se extendía hasta el horizonte: viñedos, huertas, campos de melones, sembrados de algodón. El ojo experimentado de un campesino habría podido descubrir quizá los efectos de la desaparición del hombre, pero para Ish no había ningún cambio.
En Bakesfield dejó la carretera 99 y tomó el tortuoso camino que llevaba al paso de Tehachapi. Los campos se transformaron en laderas cubiertas de robles, y luego en pinares parecidos a parques. La soledad pesaba menos en estos sitios, que habían estado casi siempre deshabitados. Ish llegó al extremo del desfiladero. El desierto asomaba en el horizonte. Sintió miedo, otra vez. Aunque el sol estaba todavía muy alto, se detuvo en el pueblo de Mojave y empezó a prepararse.