Para atravesar aquellos trescientos kilómetros de desierto, aun en la vieja época, el automovilista debía llevar su provisión de agua. En algunos lugares, si el coche sufría una avería había que caminar todo un día para encontrar un puesto caminero. Ish, que sólo podía contar consigo mismo, debía multiplicar las precauciones.
Encontró una ferretería. La puerta maciza estaba cerrada con dos vueltas de llave. Ish rompió un escaparate con el martillo y entró. Tomó tres grandes cantimploras y las llenó en un grifo de donde salía aún un débil hilo de agua. De un almacén sacó una garrafa con cinco litros de vino tinto.
Todo esto no le pareció, sin embargo, suficiente. Los peligros del desierto lo obsesionaban. Sin saber muy bien qué quería, retrocedió por la calle principal hasta que se encontró con una motocicleta. Era negra y blanca, como las de los guardias de tránsito. A pesar de sentirse asustado y desanimado, sintió ciertos escrúpulos. Robarle la motocicleta a un policía era algo demasiado insólito.
Al fin, después de algunos titubeos, saltó del coche y probó la motocicleta, dando algunas vueltas por la calle.
Bajo el pesado calor de las últimas horas de la tarde, trabajó una hora preparando unas tablas. Quería subir la motocicleta al portaequipajes. No sería sólo un marino en su barca; tendría también una chalupa en caso de naufragio. Sin embargo, sus temores crecían constantemente y se sorprendió varias veces echando una ojeada por encima del hombro.
El sol se puso. Agotado, Ish se preparó una cena fría y comió sin apetito. Pensó hasta en los peligros de una indigestión. Luego fue a buscar una lata de comida para perros. La perra aceptó impasible el regalo, y se acomodó otra vez en el asiento delantero. Ish buscó entonces el mejor hotel del pueblo, y se instaló en un cuarto seguido por la perra. Apenas salía agua de los grifos. Parecía que en aquel pueblo el suministro de agua no era automático, como en las ciudades. Se lavó lo mejor que pudo, y se acostó. La perra se acurrucó en el piso.
Pero Ish, aterrorizado casi, no podía dormir. La perra gemía en sueños sobresaltándolo. El miedo se le hizo casi intolerable. Se levantó para asegurarse de que había cerrado bien la puerta, sin saber exactamente qué temía o contra qué enemigo quería protegerse. Pensó en ir a buscar un somnífero a una farmacia, pero la idea de un sueño demasiado profundo lo asustó. El recuerdo del señor Barlow, por otra parte, le impedía recurrir al coñac. Se durmió al fin, con un sueño agitado.
Despertó con la cabeza pesada. Hacía mucho calor, y dudó en atravesar el desierto. Se le ocurrió que podría retroceder hacia el sur, hasta Los Ángeles. No era mala idea echar una ojeada por allí. Pero estos argumentos, lo sabía muy bien, eran simples pretextos. Conservaba aún bastante amor propio para no volverse atrás mientras no hubiera un impedimento serio; pero decidió, de todos modos, no meterse en el desierto antes de la caída del sol. Era, se dijo, una precaución elemental. Aun en tiempos normales se acostumbraba cruzar el desierto de noche, para evitar el calor.
Pasó el día en Mojave, nervioso, inquieto, preguntándose qué otras precauciones podría tomar. Al fin, cuando el sol bajó sobre las montañas del oeste, emprendió la marcha, con la perra a su lado.
No había recorrido dos kilómetros cuando sintió que el desierto lo envolvía. Con los últimos rayos del sol, los árboles de Judea proyectaban largas y extrañas sombras. Al fin el crepúsculo lo anegó todo. Ish encendió los faros, que iluminaron el camino solitario, siempre solitario. A veces buscaba en el retrovisor el reflejo de unas luces gemelas que indicaran que se acercaba otro coche. La oscuridad fue pronto total, y se sintió aún más angustiado. A pesar de que el motor ronroneaba regularmente, pensó en todos los accidentes posibles: el estallido de un neumático, el motor recalentado, una interrupción en el paso de la gasolina. Redujo la velocidad. Ni siquiera podía confiar en la motocicleta. Algunas horas más tarde —marchaba ahora muy lentamente— llegó a un puesto del desierto donde anteriormente uno podía proveerse de gasolina, neumáticos o bebidas. La casa estaba a oscuras. Ish pasó de largo. Los rayos blancos de los faros recortaban claramente la carretera. El motor rugía suavemente. ¿Qué sería de él si se detenía?
Estaban ya en pleno corazón del desierto, cuando la perra empezó a gruñir y a agitarse.
—Cállate —dijo Ish, pero el animal siguió con sus gemidos y sacudidas—. Oh, bueno —continuó él, y detuvo el coche, sin molestarse en salir a un costado del camino.
Ish descendió y la perra salió detrás de él. Describió rápidamente varios círculos, y levantando de pronto la cabeza lanzó un ladrido, demasiado sonoro para un animal tan pequeño, y echó a correr.
—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó Ish. Pero la perra no le prestó atención. Sus ladridos se perdieron a lo lejos.
Siguió un profundo silencio. Ish se sobresaltó al notar de pronto que había cesado también otro ruido: el ronroneo del motor. Se metió apresuradamente en el coche y apretó el arranque. El motor ronroneó otra vez. Ish suspiró. El corazón le golpeaba el pecho. Sintió de pronto como si lo miraran miles de ojos invisibles. Apagó los faros y se quedó allí, sentado en la oscuridad.
A lo lejos, muy débilmente, se oyeron otra vez los ladridos. El sonido subía y bajaba, como si la perra diese vueltas persiguiendo una presa. Ish pensó en seguir viaje y dejarla allí. Después de todo, era ella quien lo había buscado. Y si ahora lo olvidaba para correr detrás del primer conejo, él no podía sentirse responsable. Puso en marcha el coche, pero se detuvo a los pocos metros. Era abandonarla cruelmente. El animal, sin agua, encontraría una muerte horrible. En cierto modo, tenía ya ciertas obligaciones con la perra, aunque ella lo utilizase. Ish se sintió deprimido y solo, y se estremeció.
Al cabo de un rato, un cuarto de hora quizás, advirtió que la perra había vuelto sin hacer ruido. Se había echado en el suelo y jadeaba con la lengua afuera. Ish se sintió furioso. Pensó en los vagos peligros a que podían exponerlo aquellas tonterías. Dejarla morir de sed en el desierto hubiera sido cruel, pero podía librarse de ella rápidamente y sin hacerla sufrir. Bajó del auto con el fusil en la mano.
Vio entonces a la perra, echada a sus pies, con la cabeza entre las patas, jadeando aún. No se levantó para recibirlo, pero Ish alcanzó a ver que lo miraba. Después de una buena caza de conejos, volvía junto a su amo, el hombre que había adoptado y que cumplía tan bien sus funciones sirviéndole sabrosas conservas y llevándola a lugares donde había auténticos conejos. Ish cedió de pronto y se echó a reír.
Con la risa, algo se rompió en su interior. Sintió como si se hubiera desembarazado de un terrible peso. Después de todo, pensó, ¿qué temo? Nada puede ocurrirme peor que la muerte. Y en esto casi todos se me han adelantado. ¿Por qué asustarse? Es la suerte común.
Se sintió increíblemente aliviado. Dio algunos pasos por la carretera para que su cuerpo se asociara a la alegría de su alma.
No se contentó con dejar caer un fardo que en cualquier momento podía sentir otra vez sobre los hombros. Pronunció, podría decirse, su Declaración de Independencia. Avanzó audazmente hacia el destino, le abofeteó la cara y le desafió a que respondiese al golpe. Juró que si vivía, viviría libre de todo temor. ¿No había escapado a un desastre casi universal?
En dos zancadas llegó a la parte trasera del auto, deshizo los nudos y dejó caer la motocicleta. Al diablo con aquellas excesivas precauciones. Quizás el destino sólo atacaba a los demasiado prudentes. Desde ahora aceptaría su suerte, y, por lo menos, disfrutaría de la vida hasta el último día. ¿No vivía acaso un simple aplazamiento?