—Bueno, vamos, Princesa —dijo con un tono irónico—. En marcha.
Y advirtió en seguida que al fin había dado un nombre a la perra. Era un buen nombre; su vulgaridad evocaba la serena existencia de otros tiempos. La perra sería la Princesa, una bestia que esperaría siempre los más atentos cuidados; y como recompensa lo ayudaría a pensar en otra cosa que sus propias desgracias.
Sin embargo, pensándolo bien, no viajaría más esa noche. Orgulloso de su reconquistada libertad, le complacía exponerse a nuevos peligros. Sacó del auto el saco de dormir y lo instaló al precario abrigo de un mezquite. Princesa se echó a su lado y se durmió en seguida profundamente, fatigada por la caza.
Ish despertó en medio de la noche, pero no sintió ningún miedo. Después de tantas pruebas había alcanzado al fin un puerto de paz. Princesa gemía en sueños y agitaba las patas como si cazase aún el conejo. Al fin se tranquilizó. Ish se durmió también.
Cuando despertó de nuevo, el alba coloreaba de un amarillo limón las lomas desérticas. Hacía frío, y Princesa se había recostado contra el saco de dormir. Ish se incorporó, y vio la salida del sol.
Esto es el desierto, la soledad que empezó con los primeros días del mundo. Más tarde aparecieron los hombres. Acamparon a orillas de los arroyos, y dejaron aquí y allá unos bloques de piedra, y sus caminos atravesaron las apretadas filas de mezquites, pero uno no podía asegurar realmente que hubiesen estado allí. Más tarde aún, pusieron vías de ferrocarril, tendieron líneas eléctricas y trazaron largas y rectas carreteras. Sin embargo, en la inmensidad del desierto, el espacio conquistado se veía apenas, y a diez metros de las vías o el asfalto reinaba aún la naturaleza salvaje. Luego, la raza humana se extinguió dejando atrás su obra.
No hay tiempo en el desierto. Mil años son un día. La arena vuela, los vientos desplazan los guijarros; pero los cambios son imperceptibles. De cuando en cuando, quizás una vez por siglo, el cielo deja escapar una tromba de agua, y el agua bulle en los cauces de los falsos arroyos, y los cantos rodados se entrechocan en la corriente. Diez siglos más, y quizá las grietas de la tierra se abran otra vez y vuelva a surgir la lava.
Con la misma lentitud con que cedió a los hombres, el desierto borrará las huellas humanas. Pasarán los años y se verán aún los bloques de piedra en la arena, y la larga carretera se extenderá hasta las lomas acuchilladas del horizonte. Los rieles estarán en su sitio, con un poco de herrumbre. Tal es el desierto, la soledad; da lentamente, quita lentamente.
La aguja del velocímetro quedó un rato en los ciento diez. Ish disfrutó de su libertad, sin pensar en accidentes. Más tarde, aminoró un poco la marcha y miró alrededor con nuevo interés. Su ojo experimentado de geógrafo intentó reconstruir el drama de la desaparición del hombre. Allí nada había cambiado.
En Needles, el indicador de gasolina señalaba casi el cero. No había electricidad, y las bombas no funcionaban. Después de algunas búsquedas, Ish descubrió un depósito de gasolina en un barrio apartado, y llenó el depósito. Luego volvió al camino.
Cruzó el río Colorado, entró en Arizona, y la carretera subió entre rocosos y afilados desfiladeros. Una media docena de bueyes y dos vacas con sus terneros pastaban en una cañada. Ish detuvo el auto y los animales alzaron perezosamente la cabeza. Aquellas bestias del desierto, cuando no se acercaban a la ruta, pasaban meses sin ver a un hombre. Los vaqueros venían a juntarlas sólo dos veces por año. La desaparición de la especie humana pasaría aquí casi inadvertida; los rebaños se reproducirían quizá más rápidamente. Después de algún tiempo, las praderas devastadas no podrían alimentar a todos, y pronto el lobo aullaría en las hondonadas y limitaría el número de los rebaños. Al fin, sin embargo, Ish no lo dudaba, vacunos y lobos llegarían a un acuerdo inconsciente, y el rebaño, libre de amos, crecería y engordaría como antes.
Más lejos, cerca de la villa minera de Oatman, Ish vio dos burros. No podía saber si en los días de la catástrofe estaban ya en los alrededores del pueblo, o eran burros salvajes. De todos modos, parecían contentos con su suerte. Descendió del coche e intentó acercarse, pero los animales escaparon manteniéndose a distancia. Ish permitió entonces que Princesa dejara el auto y arremetiera contra los extraños animales. El macho, con las orejas bajas y mostrando los dientes, la enfrentó alzando las patas. Princesa dio media vuelta y corrió a buscar la protección de su amo. El burro, pensó Ish, podría medirse favorablemente con un lobo, y hasta el puma podía lamentar el ataque.
Atravesó la cumbre de Oatman, y del otro lado se encontró por vez primera con el camino parcialmente bloqueado. Hacía uno o dos días una violenta tormenta debía de haber devastado la región. Torrentes de agua habían descendido sin duda por la pendiente arrastrando arena al camino. Ish bajó a examinar los daños. En tiempos normales, una cuadrilla de peones camineros hubieran sacado rápidamente los detritus, abriendo las zanjas de desagüe y poniendo todo en orden. Ahora una capa de arena cubría la carretera. Más abajo, el agua había roto el asfalto en los bordes. Pasarían unos años y el asfalto se agrietaría, y la arena y los pedruscos formarían una barrera infranqueable. El obstáculo era por ahora poco serio, e Ish pasó sin dificultades.
Basta que se rompa un eslabón, y toda una carretera es inservible, pensó Ish, preguntándose durante cuánto tiempo sería posible pasar. Aquella noche durmió otra vez en cama, en el mejor hotel de Kingman.
Los vacunos, los caballos, los asnos han vivido libremente miles de siglos errando por bosques, estepas y desiertos. Luego el hombre conquistó el poder y empleó para sus propios fines a vacunos, caballos y asnos. Ahora, acabado el reino del hombre, los animales recuperaban la libertad.
Encerradas en los establos, las vacas, torturadas por la sed, mugieron un tiempo y al fin callaron. Los caballos murieron en las cuadras, lentamente.
Los asnos recorren ahora los desiertos, como en los viejos días. Huelen el viento del este, trotan por los lechos de los lagos secos, suben las lomas pedregosas y se alimentan de espinos, acompañados por los borregos de largos cuernos.
Pero los Hereford de cara blanca encontraron cómo subsistir en las praderas, y aun en las granjas el ganado rompió los cercados y recobró la libertad, uniéndose a caballos y asnos…
Los caballos prefirieron la extensión ilimitada de las llanuras. Comen el pasto verde de la primavera, y el pasto seco del otoño, y en invierno buscan bajo la nieve algunas briznas marchitas, acompañados por rebaños de cuernos afilados.
Las vacas buscan las tierras más verdes y los bosques. Ocultan en los matorrales a los recién nacidos, hasta que éstos pueden seguir a las madres. Los bisontes son sus compañeros y sus rivales. Entre los machos estallan sangrientas peleas. Vencen los más fuertes, y los bisontes recuperan sus antiguos dominios. Entonces el ganado se refugia en las profundidades de los bosques.
En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero después de asaltar un almacén pudo prepararse un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cincel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el combustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona los había momificado.