Ish pensó en dar un rodeo por el campo, pero las lluvias recientes habían ablandado la tierra. El mapa indicaba que a quince kilómetros había un camino que lo devolvería a la ruta principal. Dio media vuelta y partió.
Pero después de recorrer quince kilómetros comprendió que no necesitaba volver a la carretera 66. El camino lateral lo llevaba directamente al este, y esta dirección era tan buena como cualquier otra. Ese árbol caído, pensó, ha cambiado quizás el curso futuro de la historia humana. Quién sabe qué podría hacer yo en Chicago. Ahora ocurrirá algo distinto.
Cruzó, pues, Oklahoma hacia el este. Los campos estaban desiertos. Las lomas onduladas, con verdes robles achaparrados, eran las de siempre. En las llanuras se sucedían los sembrados de trigo y algodón. El cereal estaba alto, y las espigas asomaban sobre los matorrales. Pero el algodón se marchitaba rápidamente.
El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada. Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupara su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores para protegerse del sol.
Aquella misma tarde entró en Arkansas, y le pareció notar un cambio. El tiempo era cálido y húmedo. La vegetación lo invadía todo, carreteras y edificios. Las hiedras y rosales trepadores tapaban las ventanas y colgaban ya de los techos y porches. Las casas más pequeñas parecían retroceder y esconderse en los bosques. Las cercas desaparecían también. La carretera se confundía con el campo. La hierba y las malezas asomaban en las grietas minúsculas del cemento. Los largos brazos de algunas trepadoras llegaban hasta la línea blanca que dividía la ruta, y se unían a los que venían del otro lado.
Los duraznos estaban maduros, e Ish animó un poco su menú de conservas con una incursión a una huerta. Unos cerdos que comían la fruta caída escaparon al verlo. Aquella noche durmió en North Little Rock.
Algunos cerdos mueren en sus resguardadas porquerizas, y las crías gruñen reclamando alimento. Pero otros se pasean libremente. No necesitan al hombre. Los días calurosos buscan el barro a orillas de los ríos, y se instalan allí, satisfechos. Los días frescos se internan en los bosques de robles y se alimentan de bellotas. Las futuras generaciones tendrán patas más ágiles, un cuerpo más delgado y colmillos más largos. La furia de los machos espantará al lobo y al oso. Como el hombre, los puercos comen carne, tubérculos, nueces, frutas. Vivirán.
A la mañana siguiente, en las afueras de una aldea, Ish saltó casi en el asiento. El espectáculo era sorprendente: un jardín sin malezas, bien regado y cuidado. Detuvo el coche, descendió, y se encontró por primera vez con lo que podría llamarse, generosamente, un grupo social. Era una familia de negros: un hombre, una mujer de mediana edad y un niño. La abultada cintura de la mujer prometía la llegada de un cuarto ciudadano.
Eran gente tímida. El chico se mantenía aparte, curioso, pero asustado, rascándose la cabeza. La mujer guardaba silencio y no hablaba sino cuando se le preguntaba algo. El hombre se había sacado el sombrero de paja y estrujaba nerviosamente el ala gastada y rota. Unas gotas de transpiración, debidas al calor o el nerviosismo, le corrían por la frente negra y brillante.
Ish comprendía apenas el oscuro dialecto, que la turbación hacía aún más ininteligible. Dedujo, sin embargo, que no había por allí otros sobrevivientes. En realidad, sabían muy poco, pues después del desastre no habían hecho más que cortos paseos a pie, sin alejarse del lugar. No eran una familia, sino una asociación fortuita de tres sobrevivientes, tres seres humanos que escapando a la ley de probabilidades se habían salvado en un mismo villorrio.
Ish comprendió pronto que estaban aún afectados por la catástrofe, y que conservaban los arraigados hábitos de su existencia anterior. Apenas se atrevían a hablar en presencia de un blanco, y no alzaban nunca los ojos.
A pesar de la evidente mala disposición de aquella gente, Ish examinó el lugar. Aunque habían podido elegir entre todas las casas de la aldea, se habían contentado con la cabaña donde vivía la mujer antes del desastre. Ish vio desde la puerta la cama y las sillas desvencijadas, la cocina de hierro, la mesa con un mantel de hule y las moscas que zumbaban sobre unos comestibles. El exterior tenía mejor aspecto. El jardín era casi exuberante, había un buen campo de trigo, y cultivaban también algodón. Ish se preguntó qué diablos pensarían hacer con aquel algodón. Aparentemente, habían continuado con las viejas tareas, obteniendo así una sensación de seguridad.
Tenían también pollos y algunos cerdos en un corral. Se turbaron tanto cuando Ish miró los cerdos, que era evidente que los habían sacado de alguna porqueriza ajena. Ahora el hombre blanco los obligaría a devolver los animales.
Ish pidió unos huevos frescos, y les dio un dólar por una docena. Al cabo de un cuarto de hora, agotados todos los temas de conversación, volvió a su auto, con gran alivio de sus huéspedes.
Se quedó un momento ante el volante, sumergido en sus pensamientos. Si me quedara aquí, reflexionó, podría ser un verdadero rey. No les haría mucha gracia, pero con la colaboración de los viejos hábitos acabarían por resignarse. Cultivarían mis legumbres, cuidarían mis gallinas, y hasta tendríamos una o dos vacas. Harían, en fin, todo el trabajo. Yo sería verdaderamente un rey, aunque en pequeña escala.
Pero la idea se le borró en seguida, y se puso en marcha pensando que los tres negros habían solucionado mejor que él el problema de la nueva vida. Como un necrófago, él vivía de los despojos de la civilización. Ellos, por lo menos, llevaban una existencia estable y creadora, pegados a la tierra, y satisfacían sus necesidades con el propio trabajo.
De las seiscientas mil especies de insectos, sólo unas pocas docenas advirtieron la desaparición del hombre, y de éstas las únicas condenadas realmente a la extinción fueron las tres especies de parásitos humanos. Tan antigua, si no honorable, era esta asociación que se la había citado para apoyar la teoría del origen único del hombre. Los antropólogos, en efecto, han señalado que aun en las tribus más aisladas el hombre tiene siempre los mismos parásitos, concluyéndose así que estos insectos nos fueron legados por nuestros antepasados, los primeros hombres-monos.
Desde tiempos muy remotos, a través de miles y miles de siglos, estos parásitos se adaptaron cuidadosamente a su universo: el cuerpo del hombre. Formaban tres tribus que tenían como respectivos dominios la cabeza, los vestidos y las partes sexuales. De este modo, a pesar de sus diferencias de raza, observaron los términos tácitos de una alianza tripartita, dando a su anfitrión un ejemplo que él hubiera debido seguir. Pero esa perfecta adaptación al ser humano les quitó la posibilidad de explotar a otro huésped.
La caída del hombre provocó su ruina. Cuando sintieron que el universo se enfriaba, buscaron otro; no lo encontraron y murieron. Billones de criaturas tuvieron así un triste fin.
Pocos lamentos acompañaron el funeral del Homo Sapiens. El Canis familiaris, como individuo, lanzó quizás algunos tristes aullidos; pero como representante de una especie alimentada con azotes y puntapiés, volvió a unirse alegremente a sus hermanos salvajes. Que el Homo Sapiens se consuele sin embargo, pues hubo tres que lo lloraron sinceramente.