Ish llegó al puente que franqueaba el caudaloso río de aguas pardas. Un camión atascado bloqueaba la carretera de Memphis.
Sintiéndose como un niño que desafía alguna prohibición paterna, Ish cruzó a la izquierda de las vías del ferrocarril, y se lanzó a toda velocidad hacia Tennessee por el camino que lleva a Arkansas.
Nadie lo detuvo. Memphis parecía tan desierta como las otras ciudades, pero el viento del sur traía un vaho fétido desde los que habían sido los populosos barrios de Seale Street. Ish decidió olvidar las ciudades sureñas y volvió otra vez al campo.
No había ido muy lejos cuando al viento sucedió una lluvia. Ish tenía poca prisa y se detuvo en un hotel, al extremo de un pueblo. No se molestó en averiguar el nombre. En la cocina había gas, y se preparó una cena con los huevos. Era un verdadero festín, y sin embargo no se sintió satisfecho. Se preguntó si estaría comiendo lo necesario. Quizá debería proveerse de vitaminas en alguna farmacia.
Más tarde desató a Princesa y la perra desapareció bajo la lluvia con un largo ladrido, como si hubiese encontrado un rastro. Pensó fastidiado que quizá tendría que esperar una hora a la señorita. Pero Princesa volvió casi en seguida, oliendo espantosamente a zorrillo. Ish la encerró en el garaje y la perra se quedó allí, ladrando y quejándose amargamente.
Ish se acostó con la impresión de que le faltaba algo. Quizá la conmoción había sido mayor de lo que había creído. Pensó también que podía pesarle la soledad, o que el instinto sexual estaba haciendo de las suyas.
Una emoción violenta, sabía, tiene a veces curiosos efectos. Recordó la historia de un hombre que había visto cómo su mujer moría en un accidente, y que había quedado impotente durante meses.
Pensó en los negros que había visto por la mañana. La mujer, ya cerca de los cuarenta, muy adelantada en el embarazo, y que sin duda nunca había sido una belleza, no podía haber despertado en él ninguna inquietud. No, aquellas gentes lo habían perturbado por la seguridad de que parecían gozar, gracias al contacto con la tierra. Princesa ladró en ese momento en el garaje. Ish le lanzó una maldición y se echó a dormir.
Por la mañana seguía descontento e inquieto. La tormenta no había cesado del todo, pero ya no llovía. Decidió hacer un paseo a pie por la carretera. Antes de partir, miró dentro de la camioneta y vio el rifle en el asiento. Hasta ahora apenas lo había tocado. Sin saber muy bien por qué, se lo puso bajo el brazo, y echó a andar.
Princesa lo siguió unos pocos metros, luego descubrió un nuevo rastro y, a pesar de la experiencia de la noche anterior, desapareció de prisa entre las lomas ladrando animadamente.
—Buena suerte —le gritó su amo.
En cuanto a él mismo, sólo deseaba estirar las piernas o encontrar un árbol con fruta madura. De pronto vio una vaca y un ternero. El espectáculo no tenía nada de notable. En todos los campos de Tennessee podía ver algo parecido. Lo excepcional era que ahora llevaba el rifle bajo el brazo. Comprendió entonces qué había estado rumiando, de algún modo.
Apoyó el rifle sobre un poste de la cerca y apuntó cuidadosamente a la testuz del ternero. La distancia era suficientemente corta. Oprimió el gatillo y el rifle retrocedió golpeándolo. Cuando el estruendo se apagó Ish oyó que el ternero lanzaba un largo y ronco gemido. Estaba todavía en pie, con las patas separadas, pero se tambaleaba y un hilo de sangre le brotaba del hocico. Al fin se derrumbó.
La vaca, asustada por la detonación, había corrido unos cuantos metros. Ahora miraba, indecisa. Ish ignoraba si lo atacaría en defensa del ternero. Apuntó otra vez y la alcanzó con una bala detrás del cuello. La vaca cayó e Ish la remató con otros dos tiros.
Fue al coche a buscar el cuchillo de caza y aprovechó para cargar el rifle. Estaba asombrado. Hasta entonces apenas había usado un arma. Ahora declaraba la guerra a la naturaleza y temía que le aplicaran la ley del talión. Sin embargo, cuando llegó al sitio donde yacían la vaca y el ternero, no encontró ninguna resistencia. Descubrió, consternado, que el ternero respiraba aún. Aunque la operación le repugnaba, lo degolló. La caza nunca le había gustado, y nunca había faenado un animal. Aquello fue, pues, una lamentable carnicería. Cubierto de sangre, logró separar el hígado, y advirtió que no tenía en qué llevárselo. Dejó la masa sanguinolenta en las entrañas del ternero y fue a buscar un recipiente. Cuando volvió, un cuervo picoteaba los ojos de la bestia.
Al fin llegó con el hígado a la cocina, pero había perdido el apetito. Se lavó lo mejor que pudo, y ambuló sin rumbo por el hotel, pues llovía otra vez. Princesa ladró en la puerta. El chaparrón le había quitado el olor a zorrillo. Ish la dejó pasar. La perra estaba mojada, embarrada, cubierta de arañazos. Se tendió en el piso y se limpió con la lengua. Ish se echó en una cama. Las emociones lo habían agotado, pero sin embargo ya no sentía aquella inquietud. Afuera arreciaba la lluvia. Al cabo de una hora, por primera vez desde el desastre, Ish sentía algo nuevo: se aburría.
Descubrió en el cuarto una revista vieja, de seis meses atrás, y leyó una historia donde una pareja de jóvenes enamorados afrontaba uno de los problemas de los tiempos modernos: la escasez de vivienda. Un relato sobre la construcción de las pirámides no hubiera parecido más envejecido. Leyó otros cuentos, pero la publicidad le parecía mucho más divertida. Examinó diez anuncios; ninguno tenía actualidad. No estaban dirigidos a individuos aislados, sino a miembros de un grupo. El mal aliento, por ejemplo, era perjudicial no porque fuera síntoma de una caries o trastornos digestivos, sino porque el atacado del mal sería rechazado por las muchachas en los bailes y ninguna querría casarse con él.
No obstante, el periódico tuvo la virtud de distraerlo. Al mediodía sintió hambre, y cuando miró el hígado, ahora en una cacerola, advirtió que el recuerdo del ternero ensangrentado no era ya una obsesión. Frió una lonja, y comió ávidamente. Tenía simplemente necesidad de carne fresca, concluyó. Princesa participó del festín.
Después de comer, se sintió satisfecho y aliviado. Matar un ternero no era una heroica hazaña, y no podía decirse que ahora se ganaba la comida. Sin embargo, era mejor que abrir una lata de conservas, y más real. Había dejado de dedicarse al pillaje, aprovechando el ejemplo de los negros. Entendía ahora la paradoja de que un acto destructor puede equivaler a un acto creador.
Una cerca es un hecho y a la vez un símbolo. Entre los rebaños y los cereales, la cerca se eleva como un hecho; pero entre el centeno y el maíz, es sólo un símbolo, pues el centeno y el maíz no se devoran entre ellos. Las cercas dividían la tierra. De este lado de la cerca estaban las cosechas, y del otro, el camino. Y más allá del camino, otra cerca, y luego un huerto, y la casa detrás de una nueva cerca, y al fin el corral, también con su cerca. Destruidas las cercas —hechos y símbolos—, ya no existen separaciones, divisiones, ni cambios bruscos; todo es una llanura de ondulaciones imprecisas y colores indistintos donde las plantas y las flores se confunden como al principio de los tiempos.
Ish perdió otra vez la noción del tiempo. No viajaba mucho por día, pues llovía frecuentemente, y las carreteras no eran tan rectas y lisas como en el Oeste. Había perdido además el gusto por la velocidad. Se dirigió hacia el noroeste, por entre las lomas de Kentucky, atravesó Ohio, y entró en Pennsylvania.
Ish se alimentaba ahora de maíz verde que cortaba en los campos invadidos por las malezas, y de bayas maduras y frutas que arrancaba de árboles y arbustos. De cuando en cuando encontraba, en alguna huerta, unas plantas de lechuga que los gusanos habían respetado, o zanahorias que no se molestaba en cocinar. Una vez mató un lechón y dos perdices. Otro día, con Princesa encerrada en el coche, pasó dos horas persiguiendo a unos pavos que escapaban cuando estaban a tiro. Al fin, logró acercarse y mató un macho. Unas semanas atrás, el pavo era aún sin duda huésped de un gallinero; pero ahora, acostumbrado a protegerse de los zorros, se había convertido en un verdadero y sagaz habitante de los bosques.