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Entre una lluvia y otra, el tiempo era siempre caluroso, e Ish se bañaba desnudo en arroyos y ríos. Como el agua corriente tenía ya mal sabor, bebía de pozos y fuentes, aunque en los grandes ríos, pensaba, las aguas correrían limpias y libres de desperdicios y residuos.

Acostumbrado ya a estudiar ciudades, podía saber en seguida, con alguna certeza, si estaban deshabitadas, o si podría encontrar a uno o dos sobrevivientes. Muy a menudo los bares y almacenes de bebidas habían sido saqueados. Las otras casas, en general, permanecían intactas. De cuando en cuando, sin embargo, algún banco mostraba señales de haber sido asaltado. Alguien había seguido confiando en el dinero. Por las calles erraban a veces cerdos o perros, menos frecuentemente algún gato.

Aun en esas regiones antaño populosas, los cadáveres eran relativamente escasos, y el hedor no era tan nauseabundo como él había temido. Casi todas las granjas y aldeas habían sido abandonadas. Los últimos habitantes se habían ido a las ciudades en busca de cuidados médicos, cuando no habían huido a las montañas con la esperanza de escapar a la epidemia. En los barrios de las ciudades importantes, unos grandes montones de tierra señalaban los lugares donde habían trabajado las excavadoras hasta el último día. Al fin, como podía esperarse, muchos cuerpos habían quedado sin sepultura, pero esto había ocurrido principalmente en los alrededores de los hospitales. Ish, prevenido por el olfato, evitaba esas zonas o pasaba velozmente.

Los sobrevivientes, en general, vivían solos, más raramente en parejas. No dejaban sus antiguas casas. A veces parecía que deseaban retener a Ish, pero nunca se ofrecían a acompañarlo. Ish no había encontrado aún el compañero ideal. Si era necesario, pensaba, podía volver.

El campo cambiaba más rápidamente que las ciudades, aunque esos cambios fueran al principio apenas visibles. Las malezas lo invadían todo. En esta región el desastre había ocurrido antes de la cosecha, y de las cargadas espigas caía ya una lluvia de granos de trigo. Las vacas y los caballos erraban libremente; las empalizadas empezaban a caer. Aquí y allá se veía algún campo de trigo intacto, con sus cercas sólidas, pero más a menudo los animales habían logrado abrir alguna brecha.

Una mañana Ish atravesó el río Delaware y se internó en Nueva Jersey. En las primeras horas de la tarde entraría en Nueva York.

4

Llegó a Pulaski Skyway alrededor del mediodía. A los quince años había pasado por allí con sus padres. El torrente del tránsito lo había aterrorizado entonces; los camiones y coches pasaban rugiendo en todas direcciones, y en seguida desaparecían rápidamente hundiéndose en los túneles. Recordó que su padre miraba ansiosamente las señales luminosas y que su madre, nerviosa y asustada, daba continuos consejos. Ahora Princesa dormía plácidamente a su lado, y ningún coche le cerraba el camino.

Vio a lo lejos las altas torres de los rascacielos, de un gris perla contra el cielo nublado. Había llovido recientemente y el tiempo era fresco.

La aparición de los rascacielos lo emocionó de un modo curioso. Entendía ahora por qué había ido a Nueva York. La ciudad era para él el centro del mundo. Lo que había ocurrido en Nueva York debía de ser muestra de lo que había ocurrido en otros sitios.

Cuando llegó al cruce de Jersey City, se detuvo en medio de la carretera a estudiar las señales. Detrás de él no hubo un repentino chirriar de frenos, ni bocinazos, ni insultos de conductores furiosos, ni voces de policías en los altavoces.

Por lo menos, pensó Ish, la vida es más tranquila.

Muy alto en el cielo, un pájaro, quizás una gaviota, graznó dos veces. El motor ronroneaba con un zumbido de abeja.

En el último momento, Ish temió entrar en uno de los túneles. Si las aguas los habían invadido, quizá no pudiera salir. Dio media vuelta, cruzó el puente George Washington y llegó a Manhattan.

Tendida entre los brazos de sus ríos, la ciudad resistiría muchos años. El tiempo no ataca fácilmente la piedra, el ladrillo, el cemento, el asfalto, el vidrio. El agua deja manchas negras, el moho las verdea, en las grietas asoman unas briznas; pero sólo en la superficie. El viento destroza un vidrio, o se lleva unas tejas. Una pared se inclina, con los cimientos carcomidos por las lluvias. Unos años más tarde, cae, y los ladrillos cubren la calle. Las heladas hacen su trabajo, en marzo, y con el deshielo la piedra se descascara. El desgaste es lento. Las aguas de las lluvias corren por los desagües a las cloacas, y si las cloacas se atascan, corren por las calles hasta los ríos. La nieve se amontona en los sitios bajos y las esquinas; nadie la barre. En la primavera se funde y desaparece también en las alcantarillas. Lo mismo que en el desierto, un año es como una hora nocturna; un siglo, como un día.

En verdad, la ciudad se parece mucho al desierto. Por el suelo, revestido de cemento y asfalto, las aguas de la lluvia se dividen para alcanzar los ríos. Aquí y allá crece alguna hierba; pero no hay árboles, o vides, o altas gramíneas. Los árboles de las avenidas mueren faltos de cuidados. Los ciervos y conejos evitan las calles desiertas. Hasta las ratas se van. Sólo las criaturas aladas encuentran allí refugio. Los pájaros anidan en las altas cornisas; a la mañana y a la noche los murciélagos salen y entran por las ventanas rotas. Sí, la ciudad resistirá mucho, muchísimo tiempo.

Ish dobló por Broadway, con la intención de llegar a Battery. Pero en la calle 170 un letrero decía CALLE CERRADA, y una flecha apuntaba hacia el este. Nada le impedía pasar, pero esta vez obedeció. Entró en la avenida Ámsterdam, y luego siguió hacia el sur. El olor le indicó que el Centro Médico debía de haber sido uno de los últimos puntos de concentración, y que la señal desviaba el tránsito.

La avenida Ámsterdam estaba desierta. En algún lugar de aquella vasta acumulación de cemento, ladrillos, argamasa, yeso, debía de haber alguien con vida. La catástrofe había sido casi universal, y en el superpoblado Manhattan había hecho seguramente más estragos que en ninguna otra parte. Y lo que él llamaba el golpe de gracia debía de haberse sentido más en una población urbana. Por otra parte, había visto que en todas las ciudades se había salvado alguien, y lo mismo debía de haber ocurrido entre los millones de Manhattan. Pero no se molestó en tocar la bocina. Un individuo aislado no le interesaba.

Siguió cruzando calles sin advertir ningún signo de vida. Las nubes se habían dispersado, y el sol brillaba en el cenit, pero parecía como si fuesen las tres de la madrugada. En otro tiempo, aun a esa hora hubiera encontrado a alguien: un policía que hacía su ronda o algún taxi nocturno. Pasó ante un desierto campo de deportes.

Había en las calles algunos coches estacionados. Recordó que su padre le había mostrado Wall Street en la quietud de una mañana de domingo. El silencio era ahora aún más abrumador.

Cerca del estadio Lewisohn, dos perros flacos olfateaban la puerta de un garaje. Más allá, dos palomas alzaron vuelo. Eso fue todo.

Siguió adelante, pasó ante el edificio de ladrillos rojos de la Universidad de Columbia y se detuvo frente a la alta catedral. No había sido terminada y así seguiría hasta el fin de los días. Bajó del coche, empujó la puerta y entró. Horrorizado, pensó un instante que en la nave principal encontraría los cadáveres de miles de fieles, que seguramente se habían reunido allí para pasar en oración sus últimas horas. Pero sus temores eran infundados. Se paseó por las naves laterales y entró en las capillas del ábside donde ingleses, franceses, italianos y otros habitantes de aquella ciudad políglota y bullente venían a visitar a sus santos. El sol atravesaba los vitrales. El recuerdo que guardaba de una lejana visita anterior era bastante fiel. Sintió deseos de arrodillarse ante un altar. No hay ateos en los cráteres de los obuses, recordó. Y ahora el mundo entero era un inmenso cráter. Pero lo que había ocurrido no parecía demostrar que a Dios le interesara mucho la humanidad, o sus individuos.