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Bajó por la nave principal, se detuvo en la puerta, y contempló el hermoso interior. Sintió que se le cerraba la garganta. Este era, pues, el fin de las luchas y aspiraciones del hombre… Salió a la calle desierta y se metió otra vez en el coche.

En la avenida de la catedral dobló hacia el este y desdeñando las señales de tránsito entró en el Central Park y tomó el East Drive. En aquel día de verano las gentes habrían ido quizás al parque como en otros tiempos. Pero no vio a nadie. Recordó las ardillas. Los perros y gatos hambrientos habían acabado con ellas. Un bisonte pacía en un claro del parque; mas allá se veía un caballo. Ish pasó ante el museo Metropolitano y el obelisco de Cleopatra, ahora doblemente huérfano. Llegó a la estación de Sherman, tomó la Quinta Avenida y recordó el estribillo de un salmo: «¿De qué te sirven ahora tus victorias?».

Isla en el interior de otra isla, el rectángulo verde del parque no morirá. Su suelo descubierto recibe los beneficios de las lluvias y el sol. El primer año crece la hierba; las semillas caen de árboles y matorrales, y los pájaros traen otras. Dos o tres años más y brotarán árboles nuevos. Veinte años más y el parque se habrá transformado en monte salvaje, donde cada árbol trata de crecer por encima de sus compañeros, para alcanzar la luz. Las vigorosas especies indígenas, los fresnos y arces, han ahogado las delicadas plantas exóticas cuidadas por el hombre. El camino de herradura se ha borrado; una espesa alfombra de hojas muertas cubre los senderos. Cien años más y el monte será un bosque espeso donde no habrá otra huella humana que el arco de piedra que cruza el arroyo. Los gamos corren entre los árboles, el gato salvaje salta sobre el conejo, y las cabezas de las percas asoman en el lago.

En los altos escaparates de las casas de modas, los maniquíes posaban aún con sus alegres vestidos y sus joyas brillantes. Ish miraba el desierto de la Quinta Avenida, silenciosa como una calle aldeana una mañana de domingo. Alguien había roto el escaparate de una joyería. Espero que el hombre haya encontrado sabrosos los diamantes, pobre diablo, pensó Ish. Aunque quizá se había sentido atraído por la belleza de las piedras, como el niño que recoge guijarros en la playa. Quizá los zafiros y rubíes lo habían ayudado a morir.

Sin embargo, en la Quinta Avenida reinaba en general el orden. Ish pensó que la muerte había sido misericordiosa, y la Quinta Avenida era un hermoso cadáver.

En Rockefeller Center, asustadas por el ruido del motor, alzaron vuelo algunas palomas. A la altura de la calle 42 se detuvo en mitad de la avenida y bajó dejando a Princesa en el auto.

La acera de la calle 42 parecía ridículamente ancha. Entró en la estación Grand Central y se detuvo a contemplar la inmensidad de la sala de espera.

—¡Oooh! —gritó y con una alegría infantil escuchó el eco que bajaba de la alta bóveda y llenaba la sala desierta.

De vuelta en la calle, una puerta giratoria atrajo su atención. La empujó distraídamente, y se encontró en el amplio vestíbulo de un hotel con butacas y sofás adosados a los muros.

Durante un instante tuvo la idea de acercarse al escritorio y entablar una imaginaria conversación con el empleado. Había telegrafiado desde… bueno, Kansas City sería un buen lugar… para reservar una habitación. Sí, y su reserva había sido confirmada. ¿Qué eran ahora esas excusas? Pero estas fantasías se desvanecieron rápidamente. Tantos cuartos vacíos, y el empleado quién sabe dónde. La broma, decididamente, no era muy divertida.

En ese momento, advirtió algo. Sobre butacas, sillones, ceniceros y el piso de baldosas había una capa de polvo gris.

Poco experto en tareas domésticas, no se había fijado antes en el polvo. O quizás había más polvo allí que en otras partes. De un modo o de otro, el polvo sería desde entonces parte de su vida.

Volvió al coche, lo puso en marcha, cruzó la calle 42 y continuó hacia el sur. En los escalones de la Biblioteca se había tendido un gato gris, con las patas estiradas, como imitando los leones de piedra.

Más allá entró en Broadway y no se detuvo hasta llegar a Wall Street. Bajó con Princesa, y la perra se interesó en un rastro que corría a lo largo de la acera. ¡Wall Street! Se paseó por la calle desierta. Mirando con atención, descubrió que aquí y allí brotaban unas hierbas entre las grietas del arroyo. Recordó que según la tradición familiar, uno de sus antepasados, un colono holandés, había tenido una granja en aquellos parajes. Su padre solía decir en los tiempos difíciles: «Lástima que no nos quedamos en la isla de Manhattan». Ahora, Ish podía recuperar los dominios ancestrales. Nadie se los disputaría. Aquel desierto de cemento armado, acero y asfalto no era muy atractivo. Cambiaría con gusto la granja de Wall Street por diez acres en el valle de Napa, o aun un rinconcito en Central Park.

Regresó al coche, y recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de la Battery. Allá abajo golpeaba el océano cerrándole el camino.

Quizá en Europa, América del Sur, algunas islas, había grupos de sobrevivientes. Pero él no podía saberlo. En aquella misma costa, hacía trescientos años, había desembarcado su antepasado holandés. Y bien, ahora él cerraba el círculo.

La estatua de la Libertad se alzaba hacia el cielo. Libertad, pensó irónicamente Ish. Me sobra ahora. La dama de la antorcha no había exigido tanto.

Un gran trasatlántico había encallado en la playa, cerca de la isla del Gobernador, empujado sin duda por la marea. Ahora que las aguas se habían retirado, era una masa enorme curiosamente inclinada. Había dejado Europa, con el germen de la enfermedad misteriosa en los flancos, y cargado de pasajeros y tripulantes muertos o moribundos había intentado desesperadamente llegar a puerto, un puerto que no enviaba señales. Ningún remolcador había salido a su encuentro. Quizá no había habido bastantes marineros para echar el ancla, y el capitán, agonizante, con los ojos nublados, había dirigido el barco hacia los bancos de arena. El trasatlántico seguiría allí un tiempo. Las olas cubrirían de limo el casco, y un siglo más tarde, casi invisible, sería una islita coronada de árboles.

Ish dio media vuelta, cruzó la orilla sur, recibió en pleno rostro el hedor que venía del hospital Bellevue, encontró el mismo aire pestilente en los alrededores de la estación Pennsylvania y al fin tomó la Undécima Avenida, hacia el norte. En la Riverside advirtió que el sol se ponía detrás de las chimeneas apagadas de Jersey. Se preguntaba dónde pasaría la noche, cuando oyó una voz que llamaba:

—¡Eh, aquí!

Princesa estalló en furiosos ladridos. Ish frenó y miró hacia atrás. Un hombre salía de un edificio. Ish descendió yendo a su encuentro. Princesa se quedó adentro, ladrando.

El hombre avanzaba con la mano extendida. Era una figura convencional, de la cabeza a los pies. Bien afeitado, con traje de verano y la chaqueta puesta. Ni joven ni viejo, de vientre un poco abultado. Sonreía amablemente. Ish casi esperaba oír la fórmula ritual del comerciante: «¿Qué desea, señor?».