—Me llamo Abrams —respondió el hombre—. Milt Abrams.
Ish acertó apenas a mascullar su propio nombre. Casi lo había olvidado. Hechas las presentaciones, Milt Abrams lo hizo entrar en la casa y lo llevó a unas agradables habitaciones del segundo piso. Una rubia de unos cuarenta años, bien vestida, casi elegante, estaba sentada junto a una mesa de cóctel, con una coctelera al alcance de la mano.
—Le presento a la señora… —empezó a decir Abrams, e Ish comprendió en seguida el porqué del titubeo. La catástrofe debería haber dejado con vida a muy pocas parejas, y desde entonces no había habido oportunidad para ceremonias matrimoniales. Milt Abrams tenía bastantes prejuicios como para que eso lo turbara.
La mujer dedicó a Ish una sonrisa que desconcertó aún más a Milt.
—Llámeme Ann —dijo—. ¿Quiere tomar algo? ¡Martinis calientes, no puedo ofrecerle otra cosa! ¡Ni pizca de hielo en toda Nueva York!
A su modo, la mujer era tan típicamente neoyorquina como Milt.
—Se lo repito continuamente —dijo Milt—: No bebas eso. El martini caliente es un veneno…
—Pasar todo el verano en Nueva York sin una pizca de hielo… —se quejó Ann.
Parecía no obstante que a pesar de su desagrado había consumido ya varios martinis calientes.
—Le ofreceré algo mejor —declaró Milt. Abrió un armario y exhibió un estante con botellas de amontillado, coñac Napoleón, y selectos licores—. Estos no necesitan hielo —comentó.
Milt era, evidentemente, un buen catador. A la hora de la cena abrió una botella de Chateau-Margaux.
El Chateau-Margaux exigía algo más que carne en conserva. Pero el vino corría liberalmente, e Ish se hundió en una ligera y feliz embriaguez. Ann parecía a aquellas horas bastante mareada.
La velada pasó agradablemente. Los tres jugaron al bridge, a la luz de unas velas. Bebieron licores. Escucharon discos en un fonógrafo portátil que no necesitaba de energía eléctrica. Cambiaron las frases comunes de tres personas reunidas en una mesa de juego:
—Ese disco chirría.
—No he hecho aún una baza…
—Tomaría otra copa…
La comedia estaba bien interpretada. Nadie insinuaba que detrás de los vidrios no hubiese un mundo; se jugaba a las cartas a la luz de las velas porque era más divertido; no había recuerdos ni alusiones inconvenientes. Ish comprendió que así era mejor. La gente normal, y Milt y Ann eran ciertamente normales, no se interesaba mucho en el lejano pasado o el lejano futuro. Vivía sobre todo en el presente.
Pero algunas observaciones fortuitas en las pausas del juego informaron suficientemente a Ish. Milt había sido propietario de una pequeña joyería. Ann había estado casada con un tal Harry, y había tenido bastante dinero como para veranear a orillas del Maine. Sólo había trabajado una vez: vendiendo perfumes en una tienda de lujo, en Navidad. Ahora compartían una morada que en otro tiempo hubiera sido demasiado suntuosa para los recursos de Milt. La electricidad había faltado bruscamente, pues las dinamos de Nueva York eran de vapor, pero el servicio de agua corriente seguía funcionando y no había problemas sanitarios.
La pareja vivía en Riverside como unos náufragos en una isla desierta. Pacíficos habitantes de Nueva York, no habían tenido nunca un auto y no sabían conducir. Un automóvil era para ellos un enigma. Con la desaparición de los transportes públicos sólo podían contar con sus propias piernas, y no habían sido nunca aficionados a las largas caminatas. El límite este era para ellos Broadway, con tiendas donde abundaban los comestibles y los vinos finos. Al oeste corría el río. Un radio de cinco kilómetros bastaba para sus paseos. Ése era todo su mundo.
En ese estrecho dominio no había, creían, otros seres vivos. Del resto de la ciudad sabían tanto como Ish. La orilla izquierda estaba tan lejos como Filadelfia. Brooklyn era una región tan fabulosa como Arabia.
De cuando en cuando escuchaban unos autos que cruzaban la avenida, y alguna vez veían alguno. Pero no se acercaban. La soledad y el desamparo los inclinaban a la desconfianza, y temían a los posibles malhechores.
—Pero al fin la soledad empezaba a pesarme —explicó Milt, no sin cierta turbación—. Y usted no corría. Vi que iba solo, me pareció simpático, y además la matrícula de su coche decía que no era de Nueva York.
Ish abrió la boca para ofrecerle el revólver, y se contuvo. Las armas de fuego podían resolver dificultades, pero también crearlas. Milt, probablemente, no había disparado un arma en su vida. En cuanto a Ann, era una de esas mujeres nerviosas que con un revólver en la mano pueden ser tan peligrosas para los amigos como para los enemigos.
Sin cine, ni radio, ni el espectáculo de una ciudad animada, Milt y Ann no parecían sin embargo muy aburridos. Jugaban interminablemente a las cartas por sumas astronómicas, y Ann debía ahora a Milt varios millones de dólares. Ponían discos durante horas, jazz, folklore, música de baile, en el ronco fonógrafo. Leían innumerables novelas policiales que sacaban de las bibliotecas circulantes de Broadway y que dejaban en cualquier lugar de la casa. Y, advirtió Ish, se atraían físicamente.
Pero, aunque no se aburrían, tampoco sentían el placer de vivir. Era una existencia sin sentido. Iban de un lado a otro como estupidizados. Habían perdido toda esperanza. Nueva York, su mundo, había muerto, y no lo verían vivo otra vez. No mostraron ningún interés cuando Ish quiso hablarles del resto del país. Si Roma perece, perece el mundo.
A la mañana siguiente, Ann se desayunó con otro martini y lamentó nuevamente la falta de hielo. Ella y Milt le pidieron a Ish que no se fuera en seguida; hasta le suplicaron que se quedara para siempre. En algún lugar de Nueva York encontraría sin duda una muchacha que los acompañaría a jugar al bridge. Ish no había encontrado desde la catástrofe gentes más simpáticas. Sin embargo, no tenía ningún deseo de compartir su destino… ni siquiera con una compañera para jugar al bridge y otras cosas. No. Había decidido volver al Oeste.
Pero cuando se puso en marcha, y la pareja lo despidió desde la puerta, sintió deseos de quedarse un tiempo. Milt y Ann le inspiraban a la vez simpatía y piedad. No quería pensar qué sería de ellos cuando llegara el invierno y la nieve cubriera las hondonadas, entre los edificios, y el viento del norte aullara en el desfiladero de Broadway. No habría calefacción central el próximo invierno en Nueva York. Pero habría en cambio muchísimo hielo, y Ann podría enfriar sus martinis.
Ish dudaba que la pareja soportase los rigores invernales, aunque transformara los muebles en leña. Estaban a merced de cualquier accidente, o de una pulmonía. Eran como los perros de aguas o los pequineses que en otro tiempo habían ambulado por las calles, pero al extremo de una cadena. Los ciudadanos Milt y Ann no sobrevivirían a la ciudad. Pagarían el precio que la naturaleza exige siempre a los organismos demasiado especializados. Milt y Ann —el joyero y la vendedora de perfumes— eran incapaces de adaptarse a nuevas condiciones de existencia. En cambio, aquellos negros de Arkansas habían redescubierto casi sin esfuerzo la vida primitiva.
La avenida describía una curva, e Ish sintió que aunque volviera la cabeza ya no los vería. Se le humedecieron los ojos. Adiós, Milt y Ann.
5
El regreso al Oeste —al hogar, pensaba Ish— fue un verdadero viaje de placer. Un hombre y su perro en auto. Los días se deslizaron sin incidentes notables.
En los campos de Pennsylvania el trigo era castaño dorado, y las espigas le llegaban a Ish al hombro. Cuando vio la barrera de peaje apretó con todas sus fuerzas el acelerador y corrió por las curvas a ciento veinte y ciento treinta kilómetros por hora, ebrio de velocidad, sin pensar en el peligro. Entró así en Ohio.