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En las ciudades y pueblos ya no había gas, pero Ish había encontrado un calentador de querosén de dos picos. Los días de buen tiempo acampaba en los bosques y encendía una hoguera. Las conservas eran aún su principal alimento, aunque en los campos cosechaba espigas de maíz y, cuando podía, legumbres y frutas.

Le hubiese gustado comer unos huevos, pero las gallinas habían desaparecido completamente, y lo mismo los patos. Comadrejas, gatos y ratas habían exterminado sin duda a aquellas volátiles, que no podían vivir sin protección. Una vez, sin embargo, Ish oyó la ronca llamada de una pintada, y en dos ocasiones vio unas ocas que nadaban en las acequias. Mató una, pero descubrió que era un animal demasiado viejo y duro para una marmita de campamento. Los pavos no faltaban en los bosques, y de cuando en cuando cazaba alguno. Con un perro de caza hubiese podido conseguir, quizás, algunas perdices y faisanes. Princesa se lanzaba a menudo tras el rastro de innumerables conejos, pero nunca traía ninguno. Ish terminó por preguntarse si esos conejos, siempre invisibles, no serían imaginarios.

En los campos abundaba el ganado, pero las labores de carnicero le desagradaban y el tiempo caluroso no invitaba además a comer carne. De vez en cuando se veían unas ovejas. Cuando el camino cruzaba algún terreno pantanoso, debía cuidarse de los cerdos tendidos a la sombra en el fresco cemento. Algunos perros famélicos erraban aún por las ciudades. No se veían muchos gatos pero de noche estallaban a veces coros de maullidos; habían vuelto a sus hábitos nocturnos.

Evitando las grandes ciudades, Ish corría hacia el oeste —Indiana, Illinois, Iowa— y atravesaba campos de trigo, y pueblos soleados y desiertos de día, y oscuros y desiertos de noche. La naturaleza salvaje seguía apoderándose del mundo: aquí, entre las hierbas de una acera asomaba un retoño de álamo; allí, un hilo telefónico cruzaba el camino; más allá, unas huellas de barro revelaban que un coatí había abrevado en la fuente de una plaza, al pie de una estatua a un soldado de la guerra civil.

Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupaban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish mentalmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había habido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existencia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza, no es más que un cadáver animado.

La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas revelaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían sido numerosos.

Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sorprendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.

A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas. Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el tiempo todo volvería a la normalidad.

En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha espontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un espeso manto.

El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las llanuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el verano y la pesca era excelente.

Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de artemisa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, hacia el paso de Donner.

Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incendios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.

Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía pasar sin peligro. Pero tras una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto —parecía que habían transcurrido años— cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, incapaz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.

Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.

Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los árboles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión del fuego. Había tenido suerte.

Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lomas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo menos en aquella región.

Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.

A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir, era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, podía tomar la carretera del desierto.

Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradicción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día tendido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de la tarde.

Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas luces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían detenido casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.

Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se encontraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.

La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente Golden Gate se habían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.

Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una avenida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido refugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.