Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y sin embargo… Sintió una sorda melancolía.
Las amarillentas hojas secas, pensó. Era una línea que había oído en un teatro, no recordaba en qué obra. En otro tiempo, en el pasado…
Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero no era posible descubrir qué le interesaba tanto.
Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tantas pruebas.
La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola, la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llamita al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.
Esa generación no conocerá padres, esposas, hijos o amigos. Será como en épocas fabulosas, cuando los dioses, para poblar la tierra, recurrían a las piedras o los dientes del dragón, y eran todos extraños, de rostro extraño, y nadie conocía el rostro de sus semejantes.
A la mañana siguiente decidió ordenar su vida. La comida, como ya lo había comprobado, no era un problema. Examinó las tiendas del barrio. Las ratas habían destrozado cajas y roído alimentos que cubrían los pisos de baldosas. De pronto, vio en un escaparate cajones de frutas de brillantes colores y legumbres apetitosas y frescas que parecían recién cosechadas. Incrédulo, acercó la cara al vidrio polvoriento. En seguida, primero irritado y luego divertido, descubrió que aquellas naranjas, manzanas, tomates y peras relucientes eran frutos de cartón con que el comerciante había decorado en otro tiempo su vitrina.
Un poco más allá encontró una tienda que, aparentemente, los ratones no habían podido asaltar. Abrió con cuidado una ventana y entró.
El pan no era ya comestible, y los gusanos pululaban en cajas de bizcochos herméticamente cerradas. Pero la fruta seca y todos los alimentos guardados en recipientes de vidrio o latón estaban intactos. Mientras sacaba unos frascos de aceitunas, oyó el zumbido de un motor eléctrico. Abrió la nevera y encontró manteca perfectamente conservada, carne fresca, vegetales congelados. Salió con su botín y cerró cuidadosamente la ventana para evitar, por lo menos, una invasión de ratas.
De regreso a su casa examinó nuevamente la situación. La vida material, y por mucho tiempo, no presentaría dificultades. En las tiendas abundaban los alimentos y las ropas, no había más que servirse. El agua salía aún de los grifos. Ya no había gas, y con otro clima hubiese tenido que conseguir algún combustible. Pero el calentador de querosén le bastaba para cocinar. Encendería la chimenea en invierno, y si eso no bastaba podía recurrir a toda una batería de calentadores. Se sintió tan orgulloso de no necesitar ayuda, que temió transformarse en ermitaño, como el viejo que había encontrado hacía un tiempo.
En aquellos días, cuando el aire mismo transmitía la muerte, y la civilización vivía sus últimos instantes, los hombres encargados del suministro del agua se miraron y dijeron: «Podemos enfermar y morir, pero la gente seguirá necesitando agua». Recordaron entonces los planes que se habían trazado en otra época, cuando se vivía con el temor de los bombardeos. Abrieron válvulas y canales. El agua que bajaba de las montañas serpenteó en los largos sifones, entró en las tuberías subterráneas, y al fin en los depósitos, presta a salir por todos los grifos. «Ahora —dijeron los hombres—, podemos desaparecer, pues el agua correrá hasta que el óxido roa las tuberías, y eso no ocurrirá en vida de nuestros hijos.» Luego murieron. Pero como hombres de honor, que cumplieron hasta el fin su tarea.
El agua seguía, pues, brindando sus beneficios, y nadie sufría sed. Corría aún en abundancia cuando los últimos sobrevivientes erraban tristemente por las calles.
Al principio, Ish temía morirse de aburrimiento, Pero pronto encontró en qué ocuparse. La fiebre de actividad que había mostrado en el viaje al Este había desaparecido. Dormía mucho. Se pasaba largas horas sentado, con los ojos abiertos, sumido en una profunda apatía. Pero cuando salía de estos estados, sentía miedo, y se lanzaba a la acción con renovado ardor.
Por fortuna, el cuidado de la vida material, aunque poco complicado, le absorbía gran parte del tiempo.
Comía en la casa, y pronto comprendió que si dejaba amontonar los platos las hormigas le aumentaban el trabajo. Por la misma razón llevaba lejos los desperdicios. Alimentaba a Princesa, y cuando la perra olía mal, la bañaba.
Un día, para sacudir la modorra, fue a la biblioteca pública, hizo saltar la cerradura de un martillazo, después de ambular un poco salió, sonriendo, con Robinsón Crusoe y Los Robinsones suizos bajo el brazo.
Pero estos libros no le interesaron mucho. Las preocupaciones religiosas de Crusoe le parecieron aburridas y tontas. En cuanto a la familia suiza —ya había tenido esa impresión en la infancia—, el barco náufrago era una especie de saco sin fondo que servía todas las necesidades. A falta de radio, tenía el fonógrafo y los discos de sus padres. Al cabo de un tiempo encontró en una tienda de música un aparato mejor. Era pesado, pero logró subirlo al coche y lo instaló en el vestíbulo de su casa. Se llevó también gran cantidad de discos. Se regaló además un hermoso acordeón. Con ayuda de un manual, logró sacar algunos sonidos patéticos que Princesa saludaba con terribles aullidos. Reunió también algunos materiales de pintura, aunque nunca los utilizó.
Pero le interesaba, sobre todo, observar lo que ocurría en un mundo liberado del yugo del hombre. Recorría en auto la ciudad y el campo vecino. A veces, se paseaba por las lomas con sus prismáticos de larga distancia. Princesa lo abandonaba de pronto para lanzarse en persecución de su eterno conejo invisible.
Un día salió a buscar al anciano que amontonaba tantos objetos heteróclitos. No sin trabajo, encontró la casa: un desordenado nido de ratas. Pero el viejo no estaba allí, y nada indicaba que viviera aún. Ish, descorazonado por tantas decepcionantes tentativas, no buscó otros compañeros.
El aspecto de las calles cambiaba lentamente. La sequía de verano seguía aún, pero los vientos traían polvo, hojas muertas, detritus y los amontonaba aquí y allá. No había en la ciudad muchos animales, perros, gatos o ratas. En algunos barrios, sin embargo, sobre todo en los muelles, pululaban los perros, pero pertenecían todos a la misma raza: terriers o mestizos de terrier, pequeños y activos. Habían abandonado ya sus viejos hábitos e iniciado una nueva vida. Siguiendo quizás el ejemplo de las ratas, asaltaban y asolaban las tiendas. Las ratas roían las cajas de cartón, y luego entraban los perros y se comían las galletas. Pero se alimentaban también de ratas. Así se explicaba su número en las zonas donde siempre habían abundado los roedores, aun antes de la catástrofe. Los perros habían perseguido o matado a los gatos, y a costa sin duda de algunos arañazos habían logrado satisfacer su hambre.
Esos perros divertían a Ish. Se paseaban con la despreocupación tradicional de los terriers, y hasta con un aire fanfarrón. Aunque sucios y flacos, parecían vigorosos y seguros de sí mismos, como si pensaran haber solucionado el problema de la comida. Eran sin duda los ejemplares más independientes de la especie, los que nunca se habían preocupado mucho de los hombres. Ish no les interesaba y se mantenían a distancia sin buscarlo ni rehuirlo. Un día Princesa se peleó a dentelladas con una perra, y desde entonces, en aquellos barrios, Ish la tenía siempre atada o la encerraba en el coche.