En los parques y los lugares arbolados de los alrededores, veía a veces algún gato, casi siempre subido a una rama, quizá para cazar pájaros o porque temía a los perros.
En el curso de sus paseos por las lomas, Ish nunca había encontrado un perro, pero un día lo sorprendió una algarabía de chillidos y ladridos. Se subió a una altura y vio, en un viejo campo de golf, unos ocho o diez perros que perseguían a media docena de vacas. Se llevó los prismáticos a los ojos y notó que los perros, aunque de razas distintas, eran todos de alta estatura. La jauría estaba formada por un danés, un ovejero escocés, un dálmata y varios mestizos, todos de patas largas y robustos. Se habían unido indudablemente para la caza y no parecía aquél su primer ataque. Trataban de aislar un ternero. Pero las vacas contraatacaban vigorosamente, con cornadas y coces. Al fin alcanzaron a refugiarse entre unos espesos matorrales, a orillas del campo de golf, y los asaltantes se batieron en retirada.
El espectáculo había terminado. Ish llamó a Princesa y se dirigió hacia el auto, que había dejado a algo más de un kilómetro. De pronto, los ladridos de la jauría estallaron de nuevo. Se acercaban cada vez más e Ish comprendió que le seguían la pista.
Sintió pánico. Echó a correr. Pero eso era incitarlos. Se tranquilizó, y recogió algunas piedras y una rama caída que podría servirle como lanza. Luego siguió caminando hacia el coche. Los ladridos se oían más cerca. De pronto los perros callaron e Ish comprendió que lo habían visto. Esperaba que un resto de miedo ancestral les impidiese atacar a un hombre, pero se preguntó de pronto qué le habría ocurrido al viejo y a los otros que había encontrado en aquellos parajes. Y he aquí que uno de los perros, un horroroso mestizo negro, saltó a la carretera, ante él. Se detuvo a unos cincuenta metros, se sentó sobre los cuartos traseros y lo miró. Ish levantó el brazo como si fuese a tirarle una piedra. El perro dio un salto, se lanzó hacia el borde de la carretera y desapareció entre unos matorrales. La maleza se movía como si los perros estuviesen preparándose para saltar sobre él. Princesa, como siempre, mostraba una exasperante indecisión. Con la cola entre las patas se apretaba contra su amo, o de pronto corría a derecha e izquierda y ladraba como desafiando al mundo entero.
El auto estaba a la vista. Ish se acercó con un paso regular, sin malgastar sus piedras, y echando de cuando en cuando una ojeada por encima del hombro. Princesa le avisaría, en caso de ataque por la espalda. De pronto el danés se lanzó por una brecha, entre los matorrales. Era un perro magnífico, pesado como un hombre. Aullando, Princesa se precipitó hacia él en un reto suicida. El danés le salió al encuentro y a la vez el ovejero escocés apareció a la derecha. Pero Princesa se escabulló con la agilidad de una liebre. Los dos perrazos chocaron uno contra otro, y rodaron por el suelo, gruñendo. Princesa regresó a frotarse contra las piernas de Ish. Apareció entonces el dálmata. Cruzó la carretera y se detuvo, mostrando una lengua roja. Ish no se apresuró ni aminoró la marcha. El recién venido era de aspecto menos feroz que sus compañeros, e Ish estaba decidido a hacerle frente. Un hermoso collar con una placa de metal le rodeaba aún el cuello pelado. No sin inquietud, Ish advirtió que a pesar de su flacura y sus salientes costillas, el animal no había perdido su vigor. Evidentemente, a los perros no les faltaba comida: conejos, terneros, o cualquier carroña. Esperaba que no se devoraran aún entre ellos, y que ignorasen el gusto del hombre.
Cuando llegó a unos seis metros del dálmata, Ish, sin detenerse, alzó el brazo en un ademán de amenaza. El perro metió la cola entre las patas y huyó. El auto estaba muy cerca e Ish suspiró, aliviado.
Abrió la portezuela, hizo subir a Princesa y, reprimiendo una última ola de pánico, la siguió con dignidad. Cerró la portezuela y se sintió fuera de peligro. La mano se le crispó sobre el mango del martillo que yacía a sus pies.
El hermoso danés se había echado al borde de la carretera. Los otros habían desaparecido. Ahora, a salvo, Ish examinó la situación más imparcialmente, Los perros no le habían hecho ningún mal; ni siquiera lo habían amenazado. Se le habían aparecido como fieras sedientas de sangre, pero ahora le inspiraban piedad. Quizá los había atraído el recuerdo nostálgico de suculentas comidas, la leña que crepitaba en la chimenea, las caricias y palabras cariñosas. Y se puso en marcha deseando sinceramente que trituraran un conejo, o tumbaran algún ternero.
A la mañana siguiente, el drama se transformó en comedia. Princesa, evidentemente, requería un compañero. Como Ish no quería cachorros, la encerró en el sótano.
Pero, a pesar de todo, ignoraba las verdaderas intenciones de la jauría. Perecer entre los dientes de los perros le parecía la menos envidiable de las suertes. Desde entonces no se aventuró otra vez en las montañas sin un revólver en el cinturón o una carabina.
Dos días después, una invasión de hormigas le hizo olvidar el peligro de los perros. Ya había tenido algunas dificultades con aquellos bichos; pero ahora aparecían por todos lados e invadían la casa. La lucha no era nueva. Ish recordaba el grito consternado de su madre cuando una columna negra atravesaba la cocina, la irritación de su padre, las discusiones sobre cómo destruirlas. Las hormigas venían ahora con ejércitos cien veces más poderosos, y sin encontrarse con molestas amas de casa dispuestas siempre a combatirlas y aun llevar la guerra a los mismos nidos. En algunos meses se habían multiplicado increíblemente. La comida, sin duda, no les faltaba.
Salían de todas partes. Ish deploraba que los límites de sus conocimientos entomológicos no le permitieran desvelar el misterio de este crecimiento. A pesar de sus búsquedas, nunca supo si las hormigas tenían en alguna parte su metrópoli, o si se multiplicaban un poco en todas partes.
Nada escapaba a sus exploraciones. Ish se convirtió muy pronto en una furibunda y escrupulosa ama de casa, pues la más minúscula partícula de comida o aun una mosca muerta atraía inmediatamente una columna de tres centímetros de ancho. Se paseaban como pulgas por el pelaje de Princesa, pero no la picaban. Las descubrió en sus propias ropas. Una madrugada despertó con una horrible pesadilla y descubrió un cortejo de hormigas que le cruzaba la cara. No pudo saber qué las había atraído.
Pero la casa era sólo una tierra extranjera, abierta a sus incursiones. Las fortalezas de los hormigueros se alzaban afuera, en todas partes. Si Ish daba vuelta un terrón, miles de hormigas surgían de galerías subterráneas. Era posible que acabasen con todos los otros insectos, al quitarles los medios de subsistencia. Trajo de una droguería formol y DDT y convirtió la casa en una isla fortificada. Las invasoras no se arredraron. Muchas morían sin duda en el campo de batalla, pero algunos millones más o menos no era una gran diferencia. Intentó calcular cuántas hormigas habría en el barrio y llegó a unas increíbles cifras astronómicas. ¿No tenían enemigos naturales? ¿Seguirían multiplicándose? Desaparecido el hombre, ¿heredarían la tierra?
No. Al fin y al cabo eran las mismas atareadas hormiguitas que habían puesto a prueba a las pacientes amas de casa californianas. Hizo algunas investigaciones y descubrió que la plaga no se extendía mucho más allá de los límites ciudadanos. Como los perros, los gatos, las ratas, estas hormigas eran también animales domésticos, que dependían del hombre. Este pensamiento lo animó. Si sólo le hubiera preocupado su comodidad, se habría ido, pero prefería, aun a costa de ciertos inconvenientes, observar qué ocurría.
Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descubrió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el festín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jardín. Dio vuelta un terrón y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Aquí y allá encontró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podido contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas habían desaparecido como por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, habría podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterarse.