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Basta de melodrama, se dijo. A tientas entró en la casa y buscó en el armario donde su madre guardaba las velas. Encontró una sola y la puso en el candelero. La llama era pequeña, pero recta y clara. Ish se dejó caer débilmente en el sillón.

6

La desaparición de las luces trastornó a Ish. Aun en pleno día creía ver unas sombras que acechaban en los rincones. Volvía la Edad de las Tinieblas.

Almacenó fósforos, linternas, velas, casi contra su voluntad, pero sintiéndose curiosamente protegido.

Aunque no tardó en descubrir que la luz no era el producto eléctrico más importante. La nevera era ahora inútil, y la carne fresca, la manteca y las legumbres se transformaban en una masa putrefacta y maloliente.

Luego cambió la estación. Ish había perdido la cuenta de las semanas y los meses, pero su ojo ejercitado de geógrafo sabía descifrar los mensajes de la naturaleza. Era sin duda octubre; la primera lluvia confirmó sus presunciones. No se trataba de una tormenta pasajera. Fina y continua, la lluvia parecía eternizarse.

No salió en ese tiempo y trató de distraerse en la casa. Tocaba el acordeón, leía libros que hasta entonces no se había atrevido a mirar por falta de tiempo. De cuando en cuando se asomaba a la ventana y miraba la lluvia y las nubes bajas que parecían rozar los techos.

Una mañana salió a ver qué ocurría, qué nuevos episodios se habían añadido al drama. Al principio no advirtió nada nuevo. Luego vio en la avenida que las hojas muertas habían tapado una alcantarilla. El agua bullía en la calle e invadía las aceras; cruzaba la selva de hierbas que había sido el jardín de los Hart, entraba en la casa por debajo de la puerta y empapaba sin duda pisos y alfombras. Un poco más abajo, el río invadía la rosaleda y se perdía en una alcantarilla de la otra calle. Los destrozos no eran muy grandes, pero éste era sólo un ejemplo de lo que ocurría en miles de otros sitios.

Los hombres habían construido carreteras, alcantarillas, diques y otros obstáculos para oponerse al curso natural de las aguas. Estos trabajos necesitaban de cuidados constantes. Dos minutos le hubieran bastado a Ish para sacar la hojarasca y desatascar la alcantarilla, pero no le parecía necesario. Zanjas, alcantarillas y diques habían sido construidos para uso del hombre. El hombre había desaparecido y ya no tenían utilidad. Que el agua siguiese su curso y cruzara la rosaleda. Empapadas de agua y barro las alfombras de los Hart desaparecerían muy pronto. Tanto peor. Afligirse sería seguir viviendo en el mundo del pasado.

Ish volvía a su casa cuando tropezó con una cabra que comía tranquilamente el seto del señor Osmer, en otro tiempo tan cuidado. Divertido y curioso, se preguntó de dónde vendría la intrusa. Nadie había tenido animales semejantes en aquel barrio. La cabra, quizá también divertida e intrigada, dejó de comer y miró a Ish. Los hombres eran ahora bichos raros. Después de haberlo examinado sin temor ni respeto, la cabra juzgó que los suculentos brotes del seto eran más interesantes que aquel bípedo.

Princesa, que volvía de una de sus expediciones, apareció de pronto y se lanzó hacia la desconocida con frenéticos ladridos. La cabra bajó la cabeza y la amenazó con los cuernos. Princesa no era un animal combativo y saltando hacia un costado corrió hacia su protector. La cabra dio una dentellada al seto.

Algunos minutos más tarde Ish la vio pasearse por la acera como si toda la avenida San Lupo le perteneciese. ¿Y por qué no?, pensó. Quizás así es. El mundo cambia de amos.

Cuando la lluvia lo retenía en la casa, la mente de Ish se volvía hacia la religión, como el día en que había visitado la catedral. Hojeaba frecuentemente la voluminosa Biblia que su padre había cubierto de anotaciones. Los Evangelios lo decepcionaron, probablemente porque trataban de los problemas del hombre en la sociedad. «Dad al César…» Era una orden superflua, pues no había ni siquiera un inspector de tributos que representara al César.

«Vended vuestros bienes y repartid el dinero entre los pobres… Haz a otros lo que deseas te hagan a ti… Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Todos esos preceptos sólo podían aplicarse a multitudes. En ese mundo reducido a su más simple expresión, un fariseo o un saduceo hubiesen podido cumplir aún los ritos de una religión formalista; pero, basada en la caridad, la doctrina cristiana carecía ahora de sentido.

Retrocedió al Antiguo Testamento, comenzó por el Eclesiastés, y lo encontró más actual. El viejo, el predicador, Cohelet lo llamaban en una nota al pie de página, tenía el arte de pintar con crudeza y realismo la lucha del hombre contra el universo. A veces, sus palabras se aplicaban exactamente a Ish. «Y que el árbol caiga hacia el sur o el norte, allí quedará.» Ish recordó aquel tronco de Oklahoma que cerraba la carretera 66. Más adelante leyó: «Más vale vivir acompañado que solo, pues si uno cae, el otro puede levantar al compañero, pero desgraciado de aquel que cae y está solo». E Ish recordó su terror cuando se sintió solo, sin nadie que pudiera ayudarlo en caso de accidente. Leyó sin descanso, maravillado ante aquella comprensión realista, y aun clarividente, de las leyes del universo. Hasta encontró esta frase: «Muerde la serpiente cuando no está encantada».

Llegó al final del primer capítulo y sus ojos se posaron en unos versículos del Cantar de los cantares, que es de Salomón. «Que él me bese con besos de su boca, pues mejores son sus amores que el vino», leyó.

Se agitó nerviosamente. En el curso de aquellos largos meses, se había sentido así en muy raras ocasiones. Comprendía ahora, otra vez, que el desastre lo había afectado más de lo que imaginaba. Así, en las antiguas leyendas de encantamientos, un rey miraba pasar el cortejo de la vida sin poder unirse a él. Otros hombres habían buscado una solución al problema. Aun aquellos que habían buscado la muerte en el alcohol habían participado de algún modo de la vida. Pero él, el observador, había rechazado la vida.

¿Y qué era la vida? Millones de hombres se habían hecho la misma pregunta. Cohelet, el predicador, no había sido el primero. Y todos habían encontrado una respuesta diferente. Salvo aquellos para quienes la pregunta no tenía respuesta.

Él, por ejemplo, Isherwood Williams, era una rara fusión de deseos y reacciones, realidades y quimeras. Afuera se extendía la vasta ciudad desierta, donde la lluvia golpeaba las largas avenidas solitarias, ya en las sombras del crepúsculo. Y entre los dos, el hombre y el mundo, había un raro e invisible vínculo. Cambiaba uno, y cambiaba el otro.

Era aquélla una vasta ecuación de varios términos y dos grandes incógnitas. De un lado estaba Ish, llamémosle X, y del otro Y, el mundo y sus pertenencias. Y las dos incógnitas buscaban un equilibrio que sólo se alcanzaba en la muerte. Éste era probablemente el pensamiento del desilusionado Cohelet cuando escribía: «Los vivos saben que morirán, pero los muertos nada saben». Mas de este lado de la muerte el equilibrio era siempre inestable. Si X cambiaba, si alguna glándula afectaba su humor, si Ish se sentía conmovido, o simplemente se aburría, hacía un gesto; y ese gesto modificaba la ecuación, aunque fuera ligeramente, estableciendo un provisorio equilibrio. Si, al contrario, cambiaba el mundo, si una catástrofe destruía la raza humana, o más simplemente, si la lluvia dejaba de caer, Ish, es decir X, se transformaba también, y nuevos actos ordenaban un nuevo y precario equilibrio. ¿Quién podía decir cuál de las incógnitas se imponía a la otra?

Casi inconscientemente dejó el sillón, y comprendió que ese movimiento traducía su inquietud. El equilibrio de la ecuación se había roto, y él se había levantado para restablecerlo. Pero su estado de ánimo cambiaba también el mundo. Princesa, arrancada de su sueño, dio un salto y corrió por la sala. Ish oyó que la lluvia golpeaba con más fuerza los vidrios. Alzó los ojos al cielo. Así se le presentaba el mundo, obligándolo a actuar. Fue a la cocina a preparar la cena.