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La desaparición casi completa de la raza humana, catástrofe sin precedentes en la historia del mundo, no alteró las relaciones de la tierra y el sol, la extensión y la distribución de océanos y continentes, los períodos de lluvia y buen tiempo. Así, la primera tormenta de otoño, que partió de las islas Aleutianas para batir la costa de California, fue como muchas otras. La humedad apagó los incendios de los bosques; la lluvia lavó el humo y el polvo del aire. Llegó el viento del noroeste, fresco y de una cristalina pureza. La temperatura descendió rápidamente.

Ish se agitó en sueños y despertó, lentamente. Tenía frío. La otra incógnita de la ecuación ha cambiado, pensó, y se cubrió con una manta. Oh, hija de reyes, murmuró soñadoramente, tus pechos son… Y se durmió otra vez.

A la mañana la casa estaba helada. Se puso un chaleco de lana mientras preparaba el desayuno. Pensó en encender la chimenea, pero el frío parecía haberlo reanimado y decidió que ese día no se quedaría en la casa.

Después del desayuno salió al porche y admiró la escena. Lavado por la lluvia, el cielo era más limpio. El viento había amainado. A varios kilómetros de distancia, los pilones rojos del Golden Gate, sobre el fondo del cielo azul, casi parecían al alcance de la mano. Ish se volvió hacia el norte para mirar el pico de Tamalpais y se sobresaltó. Entre la montaña y él, a orillas de la bahía, se alzaba una delgada cinta de humo. Quizás aquella columna se había elevado cien veces sin que él pudiera verla en la atmósfera de humo y brumas. Ahora era una señal.

Sí, el fuego podía ser espontáneo. Anteriormente, otras columnas de humo habían atraído inútilmente a Ish. Sin embargo, el diluvio de los días pasados tenía que haber apagado los incendios.

De todos modos, este humo no estaba a más de tres kilómetros, e Ish pensó en meterse en seguida en el coche e ir a investigar. En el peor de los casos, sólo perdería unos minutos, y el tiempo sobraba. Pero un recuerdo lo detuvo. Había intentado ya acercarse a otros hombres y siempre había fracasado. Sintió uno de aquellos accesos de salvajismo, tan frecuentes en otra época, cuando la perspectiva de un baile lo hacía transpirar. Buscó algún pretexto. Así hacía antes: alegaba un trabajo urgente o se enfrascaba en un libro en vez de ir al baile.

¿Robinsón Crusoe deseaba realmente dejar la isla desierta donde era monarca absoluto? La pregunta no era nueva. Y aunque Robinsón amara la sociedad humana, ¿por qué él, Ish, debería parecérsele? Quizá él amaba su isla. Quizá temía los lazos humanos.

Casi con miedo, como si huyera de una tentación, llamó a Princesa, subió al coche, y salió en dirección opuesta.

Durante horas erró sin rumbo por las montañas. Los efectos de la lluvia eran ya evidentes. No se podía saber con claridad dónde terminaba la carretera y donde empezaban los campos. Los vientos del otoño habían hecho caer las hojas. En el cemento se veían algunas ramas muertas. El agua había arrastrado barro. A lo lejos, oyó, o creyó oír, los ladridos de una jauría. Pero los perros no aparecieron, y en las primeras horas de la tarde volvió a la casa. Del lado de las montañas, ningún humo rayaba el cielo. Sintió cierto alivio, pero también una gran decepción.

La otra incógnita de la ecuación había cambiado, y él había respondido huyendo. El hilo de humo reaparecería quizá a la mañana siguiente, pero no era seguro. O quizá aquel ser humano, quien quiera que fuese, había pasado simplemente por la ciudad, y no volvería.

En las primeras horas del crepúsculo miró otra vez y vio una luz débil, pero inconfundible. No vaciló. Llamó a Princesa, saltó al coche, y fue hacia la señal.

Marchaba lentamente. La ventana iluminada parecía mirar a su porche. Los árboles la habían ocultado, hasta que cayeron las hojas. Pero cuando Ish se alejó unos metros, la luz desapareció. Erró media hora a la aventura; al fin volvió a verla, descendió lentamente la calle y pasó ante la casa. Las persianas estaban bajas, pero algunos rayos de luz llegaban a iluminar la acera. Parecía la luz de una lámpara de petróleo.

Ish paró el motor en el otro lado de la calle y esperó. No apareció nadie. Titubeó un minuto. Luego, en un repentino impulso, abrió la portezuela y bajó del coche. Pero Princesa se le adelantó y corrió hacia la casa ladrando furiosamente. Su olfato le revelaba quizás una presencia desconocida. Con un juramento, Ish la siguió. Esta vez la perra lo obligaba a actuar. Se detuvo un segundo, pensando que no llevaba armas. Las normas de cortesía recomendaban no presentarse en casa ajena empuñando un revólver. Recogió impulsivamente el viejo martillo y cruzó la calle. Detrás de la persiana se perfilaba una sombra.

Pisaba la acera, cuando la puerta se abrió unos centímetros y el haz de una linterna cayó sobre él. Ish, enceguecido, se detuvo y esperó. Princesa, muda de miedo, se batió en retirada. Ish tuvo la desagradable impresión de que le apuntaban con un revólver. Y aquella luz, que no lo dejaba ver. Se había apresurado. La llegada de un desconocido en medio de la noche siempre asusta a la gente. Felizmente se había afeitado aquella mañana y llevaba un traje bastante limpio.

El silencio no terminaba nunca. Ish esperaba la pregunta, inevitable, pero un poco ridícula: «¿Quién es?», o la orden: «¡Arriba las manos!» Se sorprendió realmente cuando oyó una voz de mujer que decía solamente:

—¡Qué hermoso perro!

La voz era suave y modulada. Ish se sintió invadido por una cálida ternura.

La linterna eléctrica bajó al fin e iluminó la acera. Princesa correteó por el charco de luz, moviendo alegremente la cola. La puerta de la casa se abrió de par en par, y recortada contra la vaga luz del vestíbulo, Ish vio la silueta de una mujer arrodillada que acariciaba a la perra. Dio un paso adelante, llevando en la mano el ridículo martillo.

Princesa, excitada, dio un salto y se metió en la casa. La mujer se incorporó con un grito que era también una risa y se lanzó en su persecución. ¡Dios mío, tiene un gato!, pensó Ish, acercándose.

Pero cuando entró, Princesa corría simplemente alrededor de la mesa, olfateando las sillas, y la mujer protegía una lámpara de petróleo de los saltos del animal.

Era una mujer alta, morena, de unos treinta años. Observaba las cabriolas de Princesa y en su risa vibraba el eco del paraíso perdido. De pronto, algo se quebró en el corazón de Ish, y rió alegremente.

Cuando la mujer volvió a hablar, no hizo preguntas ni dio órdenes:

—Es magnífico ver a alguien —dijo.

Ish no encontró nada mejor que excusarse por el martillo, que aún tenía en la mano.

—Perdón por la herramienta —dijo, y la dejó en el piso, con el mango hacia arriba.

—No se preocupe, lo entiendo muy bien —dijo ella—. He conocido eso. Hay que llevar algo. La moneda de la suerte o la pata de conejo, ¿recuerda? No hemos cambiado mucho.

Ish temblaba ahora. Se sentía sin fuerzas. Tenía la impresión casi física de otras barreras que se derrumbaban: esas indispensables barreras defensivas que había elevado en meses de soledad y desesperanza. Dominado por el deseo irresistible de un contacto humano, hizo el viejo ademán convencional y tendió la mano derecha. La mujer se la apretó, y advirtiendo que Ish temblaba, lo llevó hacia una silla y casi lo obligó a sentarse. Luego le palmeó ligeramente la espalda.

—Le prepararé algo de cenar —dijo.

Ish no protestó, a pesar de que había cenado antes de salir. El propósito de la invitación tan serena no era calmar una exigencia corporal. La comida en común era un símbolo: sentarse a la misma mesa, compartir el pan y la sal, el primer lazo que unía a los seres humanos.