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Su nivel social, suponía Ish, debía de haber sido inferior al suyo. Pero ahora los viejos prejuicios eran verdaderamente ridículos. Aquellas viejas tonterías ya no contaban. Y los días se sucedían apaciblemente.

Una mañana Ish fue a buscar provisiones. Subió al auto y apoyó el pulgar sobre el botón de arranque. Se oyó un leve ruidito metálico, y nada más. Probó otra vez, sin resultado.

Ningún melodioso ronroneo, ningún golpecito tranquilizador indicó que los fríos cilindros se pusieran a funcionar. Sintió pánico. Apretó el botón varias veces y sólo obtuvo el mismo ruido. La batería se ha agotado, pensó.

Bajó del coche, destapó el motor y contempló con desesperación el complicado orden de cables y piezas. Era demasiado para él. Descorazonado, regresó a la casa.

—El coche no marcha —dijo—. Se agotó la batería o algo similar.

Había hablado en un tono tan lúgubre que cuando Em estalló en una carcajada no podía dar crédito sus oídos.

—No nos esperan en ninguna parte —dijo ella—. Viéndote, uno creería que todo está perdido.

Ish también se rió. La contrariedad, compartida, le pareció de pronto sin importancia. Era cómodo tener un coche para recorrer las tiendas y transportar los paquetes. Pero podían vivir sin él. Em tenía razón: nadie los apuraba.

Había imaginado una jornada exasperante, con largas horas pasadas en elegir un coche nuevo o reparar el antiguo. Pero la búsqueda fue como un juego, aunque encontraron lo que necesitaban sólo al concluir la mañana. La mayor parte de los coches no tenían llaves. Ish hubiese podido servirse de algún alambre, pero le pareció que no sería muy cómodo. En otros no funcionaban las baterías. Al fin encontraron en una loma un coche casi completo. La carga de la batería era demasiado débil para poner en marcha el motor, pero los faros llegaban a encenderse, e Ish pensó que la corriente haría funcionar las bujías.

Lo empujaron loma abajo y al cabo de un rato los cilindros golpearon y chisporrotearon. Ish y Em rieron alegremente. Al fin circuló la gasolina, se calentó el motor, y se puso en marcha. Descendieron por la avenida desierta a noventa kilómetros por hora. Em se inclinó hacia Ish para besarlo. Y de pronto Ish sintió, asombrado, que nunca había sido más feliz en su vida.

El auto no era tan bueno como la camioneta, pero permitía ampliar el área de exploraciones. Buscaron en la guía telefónica la dirección de los comercios de baterías. Al fin forzaron la entrada de un depósito y encontraron docenas de baterías y reservas de ácido. Aunque poco sabían de mecánica, se arriesgaron a verter el ácido en una batería apropiada y luego la pusieron en la camioneta. Las primeras pruebas fueron un éxito.

El motor ronroneaba suavemente, tan pronto como Ish apoyaba el pie en el acelerador. Ish se dijo alegremente que había resuelto dos problemas. Ante todo había aprendido a reparar un automóvil. Y, lo que era más importante, había comprobado que no necesitaba un coche para vivir feliz y sin miedo.

Al día siguiente la nueva batería había dejado de funcionar. Estaba en mal estado, o habían cometido algún error al instalarla. Esta vez, sin embargo, no sintió pánico, y no se apresuró. Dos días después, decidió solucionar el problema. Lo ayudó la suerte, o puso más cuidado, pero al fin las baterías funcionaron satisfactoriamente.

Vestidos de lacas bruñidas y cromo brillante, las piezas del motor dispuestas en un orden milimétrico, los conmutadores exactos como cronómetros, habían sido el orgullo de una civilización, y su símbolo.

Y ahora están encerrados ignominiosamente en los garajes, abandonados en los parques de estacionamiento o junto a las aceras. El viento los cubre de hojas muertas y polvo. Y la lluvia transforma este polvo y estas hojas en un barro donde caen otros polvos y otras hojas. Los parabrisas son cristales opacos.

En el interior, los cambios son más lentos. Las superficies aceitadas resisten a la herrumbre. Las bobinas, los conmutadores, los carburadores y las bujías se mantienen en buen estado.

En las baterías, noche y día, operan lentas reacciones químicas, descomponiendo y neutralizando. Pasan algunos meses y los acumuladores mueren. Pero, separados, los acumuladores y ácidos no se alteran, y poner el ácido y adaptar el nuevo acumulador no es tarea difícil. Los acumuladores no son, pues, el punto débil.

El punto débil son sobre todo los neumáticos. El caucho se descompone lentamente. Los neumáticos viven un año, cinco años, pero llevan en sí el principio de la muerte. Las cámaras se desinflan, y los neumáticos, aplastados por el peso del coche, son pronto inútiles. El caucho se altera aún bajo techo. Los neumáticos almacenados durarán diez, veinte años, quizá más aún. Pero entonces ya no habrá rutas, y los hombres no sabrán conducir un automóvil, y hasta habrán perdido el deseo de hacerlo.

La cabeza de Em reposaba sobre el brazo plegado de Ish, y él le miraba los límpidos ojos negros. Estaban acostados en el diván de la sala. El rostro de Em parecía aún más oscuro a la luz del crepúsculo.

Un problema, pensaba Ish, estaba aún sin solución. Y ella lo había sacado a la luz.

—Sería maravilloso.

—No estoy tan seguro.

—Oh, sí.

—No me gusta.

—¿Por mí?

—Sí, sería peligroso. Sólo cuentas conmigo y yo no te serviría de mucho.

—Pero puedes leer todos los libros.

—Los libros —repitió Ish con una breve risa—. La comadrona práctica, Patología del parto. No, no me gustaría, aunque tú pienses de otro modo.

—También podrías buscar los libros y leerlos. Sería útil. Y yo en verdad no necesitaría mucha ayuda. Pasé por eso dos veces, ya sabes. No fue nada terrible.

—Quizá. Pero sería diferente sin médicos y hospitales. ¿Por qué piensas tanto en eso?

—Es una ley biológica, supongo. Algo natural.

—¿Crees que es necesario perpetuar la vida, que es nuestro deber asegurar el porvenir?

Em calló. Ish adivinó que ella reflexionaba, y que la reflexión no era una de sus virtudes. Sus decisiones nacían espontáneamente, de lo más profundo de su ser.

—No sé —dijo ella al fin—, no sé si es necesario que la vida continúe. ¿Por qué debería continuar? No, es puro egoísmo. Quiero un hijo, eso es todo. Oh, me es difícil explicártelo. Quiero un beso, también. —Ish la besó—. Me gustaría saber hablar —continuó ella—. Me gustaría poder expresar lo que pienso.

Alargó un brazo hacia la mesa y sacó un fósforo de la caja. Fumaba más que él, e Ish supuso que tomaría también un cigarrillo. Pero se engañó. Era un fósforo grande de cocina. Em lo hizo girar entre el pulgar y el índice, sin hablar. Luego lo frotó contra la caja.

Se alzó una llama, que se debilitó en seguida y corrió por la madera del fósforo. De pronto, Em sopló y lo apagó.

Ish comprendió vagamente que Em, a falta de palabras, había intentado —quizás inconscientemente— expresar algo que no sabía decir. Y creyó haber adivinado. El fósforo no vivía en la caja, sino sólo cuando ardía… y no podía arder siempre. Lo mismo era para los hombres y las mujeres. Vivir era consumir la vida.

Recordó entonces su terror de los primeros días y el momento en que había vencido ese terror, cuando había sacado la motocicleta del coche, dejándola caer al borde del camino. Recordó con qué exaltación había desafiado a la muerte y las potencias tenebrosas.