Ish no pudo ocultar su desconcierto. Ahora todo se explicaba: la tez morena, la limpidez de los ojos negros, la blancura de los dientes, la sonoridad de la voz, la flexibilidad del carácter.
—Sí —susurró ella—, al principio no parecía importante. No eres el primer hombre que ama a una mulata. Pero la raza de mi madre nunca tuvo mucha suerte en la tierra. No quisiera que los niños que deben repoblar la tierra lleven esa maldición. Aunque siento, sobre todo, que no he sido leal contigo.
Ish ya no la oía; las convenciones del mundo civilizado parecían ahora una farsa desopilante. No pudo dominarse y se echó a reír, y entonces ella se rió con él, abrazándolo.
—Querida —dijo Ish al fin—, todo ha acabado. Nueva York es un desierto, y ya no hay gobierno en Washington. Senadores, jueces y presidentes no son más que polvo. Los que perseguían a judíos y negros se pudren con ellos. Somos sólo dos pobres náufragos, que viven de los restos de la civilización e ignoran si no serán presa de las hormigas, las ratas u otras bestias. Quizá dentro de mil años la gente pueda ofrecerse el lujo de preocuparse y molestarse otra vez por esas cosas. Pero lo dudo. Por ahora, sólo somos dos, o quizá tres.
Ish besó a Em, que seguía llorando en silencio. Y comprendió que esta vez, por lo menos, había sido más perspicaz, y más fuerte, que ella.
8
Al día siguiente fue a la universidad y detuvo el coche frente a la biblioteca. No había estado allí desde el Gran Desastre, y se había contentado con los libros de la biblioteca municipal. El edificio estaba intacto. Los arbustos y árboles de alrededor no habían crecido apreciablemente en aquellos meses. Los tubos de desagüe parecían estar en perfecto estado, pues no se veía una mancha en los blancos muros de granito. Ish, sin embargo, tuvo una impresión general de suciedad, desorden y abandono.
No deseaba abrir un agujero en un vidrio por donde entrarían los animales y la lluvia. Pero debió resignarse. Dio unos leves martillazos y logró abrir una brecha pequeña que le permitió pasar la mano y alcanzar el pestillo de la ventana. Más tarde taparía la abertura con unas maderas, y el edificio quedaría protegido otra vez de las ratas y la lluvia.
Sus estudios lo habían llevado cientos de veces a esta biblioteca. Entró ahora sintiendo a la vez miedo y respeto. Allí se almacenaba la sabiduría, que había creado la civilización, y que podía reconstruirla. Futuro padre, el porvenir se le presentaba bajo una luz nueva. Su hijo no sería educado como un parásito; no viviría de las ruinas de un mundo muerto. No, no sería necesario. Todo estaba aquí. Todo el saber humano.
Había venido a buscar unos libros de obstetricia, pero se contentó con examinar algunos estantes de la gran sala de lectura, y se fue. La obstetricia podía esperar.
Volvió a la casa como hipnotizado. ¡Los libros! Todos los conocimientos científicos estaban en esos libros, y sin embargo, los libros no bastaban. Ante todo se necesitaban hombres capaces de leer y utilizarlos. Y era necesario también salvar otras cosas. Las semillas, por ejemplo. Ish se prometió vigilar la preservación de las principales plantas del país.
Comprendió de pronto que la civilización no dependía sólo del hombre, sino de todos los parientes, amigos y compañeros que lo escoltaban. Como san Francisco, que había saludado en el sol a un hermano, ¿por qué no diría él «Oh, mi hermano el trigo», «Oh, mi hermana la avena»? Ish sonrió. Sí, esta letanía podía prolongarse indefinidamente: «Oh, abuela la rueda; oh, primo el compás; oh, amigo el teorema de Newton». Todos los descubrimientos de la ciencia y la filosofía podían personificarse y transformarse en aliados del hombre, aunque esas invocaciones fuesen un poco ridículas.
Pisó a fondo el acelerador, animado por un entusiasmo juvenil; quería comunicar en seguida sus pensamientos a Em. Em trataba, sin mucho éxito, de que Princesa aprendiese a cobrar una pieza.
—¡La civilización! —dijo Em—. Oh, los aviones que vuelan más y más alto y más rápido.
—Sí. Pero también el arte. La música, la literatura, la cultura.
—Ah, sí. Las novelas policiales y esas orquestas de jazz que me lastiman los oídos.
Ella bromeaba, indudablemente, pero Ish se sentía un poco decepcionado.
—A propósito de civilización —dijo Em—, estamos perdiendo la cuenta del tiempo. Ya no sabemos en qué mes estamos. Sería necesario fijar las fechas, si no no podremos festejar el cumpleaños del pequeño.
He aquí la diferencia, pensó Ish. La diferencia entre el hombre y la mujer. A Em sólo le interesa lo inmediato. El porvenir de la civilización le parece menos importante que una fecha de nacimiento. Se sintió otra vez muy superior a ella.
—No he leído un solo libro de obstetricia —dijo—. Lo siento. Pero no hay prisa, ¿verdad?
—Oh, no. Y quizás es inútil. En los viejos tiempos, ¿recuerdas?, había nacimientos en los taxis y los ascensores. Cuando quieren salir, nada los detiene.
Más tarde, hubo de confesarse que la sugerencia de Em tenía su importancia. Sí, era indispensable medir el paso del tiempo. Al fin y al cabo, el tiempo, la historia, la tradición y la civilización eran una sola cosa. Perder la continuidad del tiempo, era perder algo irreemplazable. Quizá ya se había perdido, si otros sobrevivientes no habían sido más cuidadosos. Los siete días de la semana, con su día de descanso, eran una valiosa tradición. Existía desde hacía por lo menos cinco mil años, y nadie sabía si no se remontaba a épocas anteriores. ¿Podría situar alguna vez exactamente el domingo?
Encontrar el primer día del año no sería difícil. Conocía bastante astronomía, y si descubría el día del solsticio y lo relacionaba con el calendario del año anterior, llegaría quizás a establecer la fecha y el día de la semana.
Era tiempo de abocarse al problema. De acuerdo con las condiciones atmosféricas, y el tiempo que había pasado desde la catástrofe, imaginaba que estarían a mediados de diciembre. Observando las puestas de sol podría descubrir el día del solsticio.
Al día siguiente se procuró un anteojo meridiano, y aunque no sabía muy bien cómo emplearlo, lo instaló en el porche de cara al oeste. Oscureció los lentes con hollín, para protegerse los ojos de la luz, y sus primeras observaciones le mostraron que el sol desaparecía detrás de las montañas de San Francisco, al Sur del Golden Gate. Creía recordar que el extremo meridional del tránsito no estaba muy lejos. Inmovilizó el anteojo y registró el ángulo de la puesta.
A la mañana siguiente el sol declinó un poco más al Sur. Luego su sistema, como ocurre con todos los sistemas, se hizo añicos. Una violenta tempestad vino del océano, e Ish debió interrumpir sus observaciones toda una semana. Cuando el cielo se aclaró, el sol se ponía ya al norte.
—Bueno —declaró Ish—, el error no puede ser muy grande. Si añadimos un día a la hora de la última puesta, estaremos muy cerca del solsticio. Y si le añadimos diez días habremos entrado en el nuevo año.
—¿No es estúpido? —preguntó Em.
—¿Por qué?
—¿No debería comenzar el año cuando el sol se dirige otra vez hacia el norte? ¿No se pensó eso en un principio, y luego hubo una confusión y se perdieron diez días?
—Sí, creo que ocurrió algo parecido.
—Y bien, ¿por qué no hacer coincidir nuestro nuevo año con eso que tú llamas… el solsticio? Sería más simple.
—Sí, pero uno no puede tomarse libertades con el calendario. Es muy antiguo. No vamos a cambiarlo ahora.
—¿No lo cambió un tal Julio? Hubo algunas dificultades, creo recordar, pero los cambios se hicieron.
—Sí, tienes razón. Podríamos reformarlo, si quisiéramos. Me siento, realmente, un hombre importante.
Luego, dejando que la imaginación se desbordara, decidieron que en la loma donde vivían había todo un calendario. Los meses, las semanas y los días no tenían mucha importancia, pues el sol describía ante ellos todo su arco. Para fechar los acontecimientos sólo tenían que observar si el sol se ponía en medio del Golden Gate, si alcanzaba la primera cima del norte, o los otros puntos de la montaña. ¿Para qué dividir el tiempo en meses?