Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar la bocina. Dobló por una calle lateral, y dio una vuelta al pueblo, llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo, y una rata que husmeaba en un umbral.
Ish se dirigió entonces a una casa de las afueras que (le había parecido) era la mejor de la ciudad. Saltó del coche, con el martillo en la mano. Esta vez no vaciló un instante. Golpeó tres veces con fuerza, y la puerta cedió. Tal como suponía, había en el vestíbulo un gran aparato de radio. Inspeccionó rápidamente la planta baja y el piso de arriba. No encontró a nadie, y regresó al vestíbulo. La electricidad todavía funcionaba. Esperó unos instantes y luego buscó cuidadosamente. Sólo oyó unos débiles ruidos parásitos. Probó la onda corta, pero sin éxito. Metódicamente, exploró todas las longitudes. Desde luego, pensó, si alguna estación funciona aún, no transmitirá probablemente las veinticuatro horas del día.
Dejó la radio en una longitud que correspondía —o había correspondido— a una potente emisora. Luego se echó en el sofá.
A pesar de aquellos horrores, sentía la curiosidad desinteresada de un espectador, como si asistiese al último acto de una tragedia. Seguía siendo lo que era, o había sido —el tiempo de verbo no importaba—: un intelectual, un sabio incipiente, más inclinado a observar los acontecimientos que a participar en ellos.
Así ocurrió que llegase a contemplar la catástrofe —con una satisfacción irónica, aunque momentánea— como la demostración de un aforismo, enunciado un día por su profesor de economía política: «El desastre temido no llega nunca, la teja cae donde menos se espera». Se había temido una guerra destructora, la pesadilla de ciudades arrasadas, hecatombes de hombres y animales, tierras estériles. Pero, en realidad, sólo la humanidad había sido suprimida, y casi con limpieza, con un mínimo de trastornos. Los sobrevivientes, si los había, serían los reyes de la tierra.
Se instaló cómodamente en el sofá. La noche era cálida. Agotado físicamente por la enfermedad y tantas emociones, no tardó en dormirse.
Allá arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus largas y tranquilas órbitas. No tienen ojos, y no ven. Sin embargo, el hombre había imaginado alguna vez que miraban la tierra.
Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?
Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la atmósfera, pesadas humaredas surgen aún de los volcanes y los bosques incendiados. Visto desde la luna, el planeta tendrá esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más oscuro.
Se despertó en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de la mordedura era ahora una pequeña molestia local. Sentía la cabeza despejada, y comprendió que la otra enfermedad, si había habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió algo. La explicación era evidente: había padecido aquella enfermedad, combatiéndola con el veneno que tenía en la sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello, por lo menos, explicaba que siguiese vivo.
Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil, y los fragmentos aislados del rompecabezas comenzaron a ordenarse. Los hombres que había visto en la cabaña… eran sólo unos pobres fugitivos, que huían de la peste. El coche que había subido por la carretera, en medio de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente los Johnson. El excitado ovejero había intentado comunicarle los sucesos de la central.
Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no le perturbaba demasiado. Había vivido solo durante un tiempo. No había asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus semejantes. A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo) que fuese el último hombre sobre la tierra. Según el periódico, la población había disminuido en un tercio. El silencio que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se habían dispersado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el fin del mundo, y la muerte del hombre, tenía que descubrir si el mundo ya no existía, y si el hombre había muerto. Ante todo, evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus padres vivían aún. Así, con un plan definido para el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre a sus decisiones, aun temporales.
Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.
Exploró la cocina. La nevera aún funcionaba. En la despensa había algunos alimentos, aunque no tantos como podía esperarse. Las provisiones, aparentemente habían escaseado en los últimos días. Aun así, había media docena de huevos, una libra de manteca, un poco de jamón, algunas lechugas y unas pocas sobras. En un armarito encontró una lata de jugo de pomelo, y, en un cajón, un pan duro de unos cinco días atrás; la fecha, sin duda, en que la ciudad había sido abandonada.
Estas provisiones, y un fuego al aire libre, le hubiesen bastado para prepararse una buena comida, pero abrió las llaves de la cocina eléctrica y advirtió que las planchas se calentaban. Se preparó un copioso desayuno, y transformó el pan en unas tostadas aceptables. Cuando volvía de las montañas, siempre sentía necesidad de comer legumbres frescas, y al acostumbrado desayuno de huevos, jamón y café, añadió una abundante ensalada de lechuga.
Volvió al sofá. En una mesita había una caja de laca roja; la abrió y extrajo un cigarrillo. Hasta ahora, reflexionó, la vida material no ofrece problemas.
El cigarrillo estaba bastante fresco. Con un buen desayuno y un buen cigarrillo, el humor de Ish cambió sensiblemente. En realidad, había apartado todas las inquietudes, dejándolas para más tarde, si descubría que estaban justificadas.
Cuando acabó de fumar, pensó que no valía la pena lavar los platos; pero, como era naturalmente cuidadoso, comprobó si había cerrado la nevera y las llaves de la cocina. Luego recogió el martillo, que le había sido tan útil, y salió por la puerta destrozada. Se metió en el coche y partió hacia la casa paterna.
A casi un kilómetro de la ciudad, pasó delante del cementerio, y le asombró que el día anterior no hubiese pensado en él. Sin bajar del coche, advirtió una nueva y larga hilera de tumbas, y una excavadora junto a un montón de tierra. Las gentes que habían abandonado Hutsonville, pensó, no eran quizá muy numerosas.
Más allá del cementerio, la carretera atravesaba un terreno llano. Ante aquel espacio desierto, Ish se sintió otra vez deprimido. Hubiera deseado oír, por lo menos, el traqueteo de un camión cuesta arriba; pero no hubo tal camión.