En un campo, algunos novillos y caballos movían la cola espantando los insectos, como en cualquier mañana de verano. Más lejos, las aspas de un molino giraban lentamente, y delante del abrevadero, en un suelo húmedo, crecían las hierbas. Y eso era todo.
Sin embargo, aquella carretera no era muy transitada, y en cualquier otro día Ish hubiera podido recorrer varios kilómetros sin ver a nadie. Al fin llegó a la carretera principal. Las luces rojas del cruce estaban encendidas. Frenó automáticamente.
Pero las cuatro calzadas, donde había corrido un río de camiones, autobuses y coches, estaban desiertas. Después de detenerse un momento ante las luces rojas, Ish se puso otra vez en marcha.
Un poco más lejos, mientras corría libremente por la carretera, se sintió envuelto en una atmósfera lúgubre y espectral. Se inclinó sobre el volante, como dominado por un sopor. De cuando en cuando, algún espectáculo insólito parecía despertarlo.
Algo saltó ante él, en el camino. Aceleró rápidamente. ¿Un perro? No; advirtió unas orejas puntiagudas, y unas patas flacas, de color claro, un gris amarillento. Era un coyote, que corría tranquilamente por la carretera, en pleno día. Un instinto misterioso le había advertido que el mundo había cambiado, y que podía tomarse nuevas libertades. Ish se acercó, tocando la bocina, y el animal dio media vuelta, pasó al otro lado de la carretera y se alejó sin parecer demasiado asustado…
Dos coches volcados, en un ángulo extravagante, bloqueaban parcialmente el camino. Ish se detuvo. El cadáver aplastado de un hombre asomaba debajo de uno de los autos. No había otros cuerpos, pero la sangre cubría la carretera. Aunque le hubiese parecido necesario, no habría podido levantar el coche para sacar el cuerpo y darle sepultura. Siguió adelante…
En una ciudad importante (Ish no registró su nombre) se detuvo para abastecerse de gasolina. Había aún electricidad. Llenó el depósito en una estación de servicio. Como el coche había andado mucho tiempo por las montañas, revisó el radiador y la batería, y echó un litro de aceite. Un neumático necesitaba aire. Apretó la válvula compresora y oyó el ruido del motor. Sí, el hombre había desaparecido, pero todos sus ingeniosos aparatos marchaban todavía, sin su vigilancia…
En la calle principal de otra ciudad, tocó largo rato la bocina. Realmente, no esperaba ninguna respuesta, pero esa calle, sin saber por qué, le parecía más normal. Los coches se alineaban a lo largo de las aceras. Parecía un domingo por la mañana, con los negocios cerrados, cuando la gente no ha iniciado aún sus idas y venidas. Pero no era tan temprano, pues el sol había subido en el cielo. De pronto comprendió por qué se había detenido, y por qué la calle parecía ilusoriamente animada. Frente a un restaurante llamado The Derby funcionaba aún un letrero luminoso: un caballito que movía las patas, galopando. A la luz del día, sólo el movimiento llamaba la atención; la luz rosada era apenas visible. Ish miró un rato y advirtió el ritmo: uno, dos, tres. Y las patas del caballo se recogían casi debajo del tronco. Cuatro… las patas reaparecían y el vientre parecía tocar el suelo. Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Galopaba frenéticamente, y esa carrera sin testigos no llevaba a ninguna parte. Era un caballo valiente, pensó Ish, aunque insensato e inútil. Símbolo quizá de esa civilización que había enorgullecido al hombre, y que, lanzada al galope, no alcanzaba ninguna meta, destinada algún día, ya sin fuerza, a detenerse para siempre…
Una humareda se elevaba en el aire. Ish sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Dobló rápidamente por una calle lateral. Pero antes de llegar, supo ya que no encontraría a nadie. En efecto, era sólo una granja que empezaba a arder. Aun en un lugar deshabitado, muchas cosas podían provocar un incendio. Un montón de grasientos desperdicios que se inflamaban espontáneamente, o algún aparato eléctrico aún enchufado, o el motor de una nevera. La granja estaba condenada. No había modo de apagar el fuego, ni motivos para molestarse. Dio media vuelta y volvió a la carretera…
Conducía lentamente, y a menudo se detenía a investigar, sin muchas esperanzas. A veces veía algunos cadáveres, pero, en general, sólo encontraba soledad y vacío. La incubación, parecía, había sido bastante lenta, y los enfermos no habían caído en las calles. Una vez atravesó una ciudad donde el olor de los cuerpos putrefactos envenenaba la atmósfera. Recordó haber leído en el diario que ciertas zonas habían servido de puntos de concentración, transformándose así en enormes morgues. Todo hablaba de muerte en aquella ciudad. No era necesario detenerse.
Al caer la tarde, llegó a lo alto de las lomas, y la bahía se abrió ante él, envuelta en el esplendor del sol poniente. En distintos puntos de la ciudad, que se extendía hasta perderse de vista, se alzaban algunas columnas de humo. Fue hacia la casa de sus padres. No tenía esperanzas. Sólo un milagro lo había salvado a él. ¡Milagro de milagros si la epidemia había perdonado a su familia!
Salió del bulevar y dobló hacia la avenida San Lupo. Todo tenía el mismo aspecto, aunque las aceras no estaban muy limpias. Pero la calle mantenía aún su decoro. No había cadáveres, aunque eso era inimaginable en la avenida San Lupo. Vio a la vieja gata gris de los Hatfields que dormía al sol en los escalones del porche, como tantas otras veces. Despertada por el ruido del motor, se levantó estirándose perezosamente.
Se detuvo frente a la casa. Tocó dos veces la bocina, y esperó. Nada. Salió del coche y subió las escaleras. Sólo después de entrar advirtió que no habían cerrado la puerta.
La casa estaba en orden. Echó una ojeada, aprensivamente, pero todo era normal. Quizá le habían dejado una nota, indicándole adónde habían ido. Buscó en vano en la sala.
Arriba no había tampoco nada raro; pero en la habitación de sus padres, las dos camas estaban sin hacer. Sintió un vahído, y salió de la habitación, tambaleándose.
Agarrándose a la barandilla, volvió a bajar las escaleras. La cocina, pensó, y la cabeza se le despejó un poco ante la perspectiva de algo concreto.
Al abrir la puerta, tuvo una impresión de vida y movimiento. Era sólo el segundero del reloj eléctrico. En ese instante dejaba la vertical, iniciando su descenso hacia el seis. Casi en seguida lo sobresaltó un ruido repentino. El motor de la nevera había comenzado a zumbar, como si la llegada de un ser humano hubiese turbado su reposo. Ish, sacudido por un violento malestar, se inclinó rápidamente sobre la pileta y vomitó.
Ya repuesto, volvió a salir y se sentó en el coche. No se sentía enfermo, pero sí débil y tremendamente abatido. Si hiciera una especie de investigación policíaca, revolviendo armarios y cajones, probablemente descubriese algo. Pero ¿de qué serviría torturarse así? La historia, en sus líneas principales, era demasiado clara. No había adentro ningún cadáver; por fortuna. Tampoco habría espectros, imaginaba… Aunque el reloj y la nevera casi lo parecían.
¿Debía regresar a la casa, o continuar el viaje? Pensó en el primer momento que no se atrevería a entrar otra vez en aquellos cuartos vacíos. Se le ocurrió luego que sus padres, si por rara fortuna seguían con vida, volverían como él a la casa. Al cabo de media hora, venciendo su repugnancia, franqueó el umbral.
Recorrió otra vez las habitaciones, donde se oía el lenguaje patético de las casas abandonadas. De cuando en cuando algún objeto le hablaba con más fuerza… la costosa enciclopedia que su padre había comprado recientemente, después de muchas dudas… la maceta de geranios de su madre, que ahora necesitaba agua… el barómetro que su padre consultaba todas las mañanas, antes del desayuno. Sí, era una sencilla casa de un humilde profesor de historia que vivía entregado a sus libros, y de una mujer —secretaria de la YWCA— que había hecho de ella un hogar.