Al cabo de un rato, se sentó en la sala. Entre los muebles, los cuadros y los libros familiares, fue sintiéndose poco a poco menos abatido.
Al caer el crepúsculo, recordó que no había comido desde la mañana. No tenía apetito, pero su debilidad podía deberse a la falta de alimento. Revisó un armario y abrió una lata de sopa. No había más pan que un mendrugo mohoso. En la nevera encontró manteca y un poco de queso. Descubrió unas galletas en otro armario. La presión del gas era débil, pero alcanzó a calentar la sopa.
Después se sentó en el porche, en la oscuridad. A pesar de la comida, apenas se tenía en pie, y comprendió que había sufrido un rudo golpe.
Desde la avenida San Lupo, en la falda de la loma, se veía una gran parte de la ciudad. Y nada parecía haber cambiado. La producción de electricidad era sin duda automática. En las fábricas hidroeléctricas, el agua alimentaba aún los generadores. Y alguien había ordenado, cuando todo empezó a empeorar, que no se apagaran las luces. Allá abajo brillaba el puente de la bahía, y, más lejos, el resplandor de San Francisco y el marco luminoso del Golden Gate disipaban las nieblas de la noche. Las señales de tránsito funcionaban aún, pasando del verde al rojo. De lo alto de las torres, los reflectores enviaban silenciosos avisos a aviones que no volarían más. Lejos, hacia el sur, en algún lugar de Oakland, había, sin embargo, una zona oscura. Un conmutador descompuesto quizás, o un fusible quemado… Los anuncios luminosos, algunos por lo menos, seguían encendidos. Lanzaban patéticamente sus reclamos publicitarios a un mundo sin clientes ni vendedores. Un enorme cartel, que una casa cercana ocultaba en parte, seguía transmitiendo: Beba… Pero Ish no veía qué debía beber.
Siguió mirando, casi hipnotizado. Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba… Bueno, ¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.
Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante. Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba. ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra, edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?
Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que flotan sin encontrarse en un vacío neumático.
Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir, alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería diferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos: Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba. Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera? Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la tierra?
De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un espectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído, era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobrevivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.
2
Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormirse. El frío abrazo de la niebla estival envolvió la casa, y la conciencia de su soledad se transformó en miedo y en pánico. Se levantó, y poniéndose una bata fue a sentarse ante el aparato de radio. Buscó frenéticamente en todas las ondas. Sólo oyó unos débiles ruidos.
De pronto pensó en el teléfono. Levantó el tubo y oyó el zumbido familiar. Discó un número; cualquier número. La campanilla resonó en una casa lejana. Ish creyó oír un despertar de ecos en las habitaciones vacías. A la décima llamada, colgó el tubo. Probó un segundo número, y un tercero… y dejó de llamar.
Se le ocurrió entonces otra idea. Añadió un reflector a la lámpara y, de pie, en el porche, lanzó un mensaje a la ciudad nocturna: tres puntos, tres rayas, tres puntos, el S.O.S. en que habían puesto sus últimas esperanzas tantos hombres amenazados por la muerte. Pero no hubo respuesta. Comprendió al cabo de un rato que entre las luces de la ciudad sus modestas señales pasarían inadvertidas.
Entró en la casa, temblando de frío. Abrió una llave y el motor de la calefacción se puso en marcha.
La electricidad funcionaba todavía, y en el tanque había aún combustible. En ese aspecto no había problemas. Se sentó y a los pocos minutos apagó las luces con la curiosa sensación de que eran demasiado visibles. La niebla y la oscuridad lo protegerían con sus velos impenetrables. Sin embargo, angustiado por la soledad, puso el martillo al alcance de la mano.
Un grito espantoso desgarró la oscuridad. Temblando de pies a cabeza, Ish tardó en reconocer la llamada de amor de un gato, sonido familiar en las noches de estío, aun en el aristocrático San Lupo. Los aullidos siguieron un tiempo, y al fin los ladridos de un perro interrumpieron el idilio. El silencio volvió a apoderarse de la noche.
Para ellos también termina un mundo de veinte mil años. Yacen en las perreras, con las lenguas hinchadas, muertos de sed. Perdigueros, ovejeros, pequineses, lebreles. Los más afortunados vagan por la ciudad y los campos, bebiendo en los arroyos, en las fuentes, en los estanques poblados de peces rojos. Buscan por todas partes algo que comer, persiguen una gallina, atrapan una ardilla en un parque. Y poco a poco las torturas del hambre borran siglos de servidumbre. Furtivamente se acercan a los cadáveres insepultos.
El animal de raza no se distingue ya por la altura, la forma de la cabeza o el color del pelo. Fuera de concurso, Príncipe de Piamonte IV no supera al último cuzco callejero. El premio, el derecho a sobrevivir, lo obtiene el de más ingenio, mayor vigor, una mandíbula más fuerte, o aquel que sabe adaptarse a las nuevas condiciones de vida, y que, de vuelta al salvajismo, vence a sus rivales asegurándose su subsistencia.
Durazno, el perro de aguas color miel, permanece echado, triste y afligido, debilitado por el hambre, poco inteligente, de patas demasiado cortas para perseguir las presas… Spot, el mestizo predilecto de los niños, tiene la suerte de encontrar una camada de gatitos y los mata, no por crueldad, sino para comérselos… Ned, el terrier de pelo duro, independiente por naturaleza y amigo de correrías, corretea sin dificultades… Bridget, el setter rojo, se estremece, y de cuando en cuando lanza al cielo un aullido que termina en una queja. Su alma bondadosa no tolera un mundo sin dioses.
Aquella mañana se trazó un plan. En un distrito urbano de dos millones de habitantes, debían de haber sobrevivido otros. La solución era evidente; tenía que encontrar a alguien, en cualquier parte. Pero ¿cómo?