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Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad debía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la enfermedad, había que resignarse.

La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfermedades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea hacía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna importancia.

Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la infección.

Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos. Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección. Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enfermedad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.

Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfermedad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.

Apenas habían tenido tiempo de asustarse, pero el miedo rondaba estrechando cada día más su círculo. No había muertos aún, pero ningún enfermo había pasado la crisis decisiva. En los primeros años, un nuevo nacimiento parecía hacer retroceder un poco más las tinieblas. Ahora, cada vez que alguien caía enfermo las tinieblas se acercaban amenazando devorarlos. No morirían todos, naturalmente, pero la muerte de unos pocos bastaría para que la Tribu perdiese la voluntad de vivir.

George, Maurine y Molly habían recurrido a las plegarias, y algunos de los jóvenes los imitaban. Dios, sin duda, los castigaba por el crimen que habían cometido. Ralph pensó en huir con su mujer y sus hijos, que la epidemia había perdonado hasta ahora. Ish lo disuadió. Si por desgracia alguno de ellos había sufrido ya el contagio, el aislamiento y la falta de ayuda aumentarían el peligro.

Estamos a un paso del pánico, pensó Ish. Y a la mañana siguiente él mismo despertó afiebrado y deprimido. Hizo un esfuerzo, se levantó, respondió de cualquier modo a las preguntas de Em, y evitó su mirada. Bob se había agravado, y Em no abandonaba su cabecera. Ish cuidaba a Joey y Josey, en los primeros días de la enfermedad. Walt ayudaba en una casa vecina.

A la tarde, mientras se ocupaba de Joey, Ish sintió que perdía el conocimiento. Recurriendo a sus últimas fuerzas, alcanzó a llegar a la cama y se desvaneció.

Cuando recobró el sentido, parecía como si hubiesen pasado horas. Em se inclinaba sobre él. Lo había desvestido y acostado.

Débil como un niño, Ish la miró a los ojos, temiendo descubrir miedo en ella. Si Em estaba asustada, todo estaba perdido. Pero los grandes ojos negros lo miraban serenamente. ¡Oh, madre de las naciones! Ish se durmió.

Pasaron días y noches, y el delirio lo llevó lejos de la realidad. Unas formas vagas se movían a su alrededor, unas formas horribles que se acercaban a él, inasibles como la niebla. A veces reclamaba su martillo o llamaba a Joey; otras gritaba el nombre de Charlie. Pero cuando el terror llegaba al colmo, recurría a Em. Entonces una dulce mano le apretaba la suya, y en los ojos de ella no había miedo.

La semana siguiente fue más tranquila, pero se sentía tan débil y abatido que le parecía a veces que la vida se le escapaba del cuerpo, y no lo lamentaba. Pero cuando alzaba los ojos hacia Em, se sentía otra vez animado y fuerte, y cerraba los labios para retener aquella vida fugitiva que quería alejarse como una mariposa. Pero mientras tuviera a Em a su cabecera, estaba seguro, la vida seguiría alentando en él.

Cuando Em se alejaba, Ish se quedaba pensando que ella no resistiría mucho tiempo. En cualquier momento caería agotada. La fiebre la perdonaría quizá. Pero la carga era excesiva.

Poco a poco iba recobrando la lucidez. Algunos enfermos habían muerto, lo presentía, pero ignoraba quiénes o cuántos. No se atrevía a preguntarlo.

Una vez oyó que Jeanie lloraba a gritos la muerte de un niño. Em la consoló con unas pocas palabras y la animó a seguir luchando. George vino a la casa, convertido en un viejo descuidado y sucio que no tenía tiempo de lavarse. Maurine había tenido una recaída y su nieto estaba agonizando. Em no le habló de Dios, pero le devolvió la confianza y las fuerzas. George se fue con la cabeza alta y diciendo algo que parecía una oración. Las tinieblas avanzaban y la llamita de la vela vacilaba y humeaba; pero Em no conocía la desesperación y animaba a todos.

Es curioso, pensó Ish, le faltan los dones que me parecen más indispensables. No tiene ni gran inteligencia ni gran instrucción. No tiene muchas ideas. Y sin embargo, hay en ella grandeza y seguridad. Sin ella, en estas últimas semanas todos nos hubiéramos abandonado a la desesperanza y la muerte.

Un día, sin embargo, Em vino a sentarse en la cama, y traía en el rostro las huellas de un indecible cansancio. Ish sintió miedo. Luego, de pronto, se sintió feliz, pues sabía que ella nunca se hubiera mostrado así si el futuro no estuviese asegurado. No obstante, nunca había visto en un rostro humano una fatiga semejante. Y comprendió que detrás de esa fatiga había una enorme pena.

Comprendió también que él ya no era un enfermo, sino un convaleciente, quizá menos cansado que ella, y que podía ayudarla a llevar aquella carga.

La miró y sonrió, y a pesar de su agotamiento ella le sonrió también.

—Dime, quiero saber —murmuró Ish.

Em titubeó e Ish pensó apresuradamente: ¿Sería Walt? No, Walt no había estado enfermo. Aquel mismo día Em le había llevado un vaso de agua. ¿Jack? No, estaba seguro de haber oído su voz; era un muchacho tan fuerte. ¿Josey entonces? ¿O Mary? ¿Varios quizá?

—Dímelo, estoy bastante bien —insistió, y con desesperación pensó: No, no él. No era un niño vigoroso, pero los más débiles son a veces quienes mejor soportan las enfermedades. No, no él.

—Cinco en toda la calle, han muerto cinco.

—¿Quiénes? —preguntó Ish invocando todo su valor.

—Todos niños.

—¿Y los nuestros? —gritó Ish, aterrorizado, sintiendo que ella no quería decírselo.

—Sí, hace cinco días —dijo Em.

Y en sus labios se formó un nombre, e Ish comprendió antes de haber oído. Joey.

¿Para qué seguir viviendo? El resto importaba poco. ¡El elegido! Los demás podían haber muerto; sólo él era capaz de llevar la antorcha. ¡El hijo prometido! Ish, inmóvil, cerró los ojos.

9

La convalecencia de Ish duró varias semanas. Recuperaba lentamente las fuerzas, pero había perdido el gusto de vivir. El espejo le mostró unas estrías grises en el pelo. ¿Soy viejo ya?, se preguntó. No, no eran los años. Pero nunca sería el de antes. Había perdido el coraje y la confianza de la juventud.

Había tenido siempre el orgullo de ser sincero consigo mismo y mirar la vida de frente. Advertía ahora que evitaba pensar en ciertos temas. Un resto de debilidad, sin duda. Pasaría un tiempo, y seguiría adelante.

Otras veces —y eso lo asustaba— se negaba a admitir la realidad. Hacía proyectos como si Joey aún estuviese allí, refugiándose en un mundo de fantasías. Siempre había tenido esa tendencia, y así había podido soportar la soledad después del Gran Desastre. Ahora la realidad le parecía demasiado inhóspita. Recordó un verso de sus lecturas de aquellos años: