Nunca más la confianza feliz de la mañana.
Sí, nunca más. Joey se había ido, y la sombra de Charlie pesaba sobre la Tribu, y había nacido el imprescindible Estado, con la muerte en las manos. Y todos sus proyectos, nacidos en la alegría de la mañana, habían fracasado. ¿Por qué? Cansado, se refugiaba entonces en los sueños.
Cuando pudo pensar con más calma, sintió amargamente la ironía de la vida. Las desgracias esperadas no llegan nunca. Y los planes mejor concebidos no pueden impedir una imprevisible catástrofe.
Estaba solo la mayor parte del día. Había otros enfermos, que cuidaba la agotada Em. Le hubiera gustado hablar con Ezra, pero su amigo no había dejado la cama. Excepto Em y Ezra, ahora que Joey se había ido, no deseaba ver a nadie.
Una tarde Ish despertó de su siesta y encontró a Em sentada a su cabecera. La miró con los ojos entornados, fingiéndose dormido. Parecía fatigada, pero ya no con aquel cansancio indecible de hacía un tiempo. Aunque triste aún, había recobrado la serenidad. Em no conocía la desesperación. E Ish no buscaba ya el miedo en su rostro.
Em alzó la cabeza, vio los ojos abiertos de Ish, y sonrió. Había llegado el momento, comprendió él, de enfrentar la realidad.
—Quiero hablarte —dijo con una voz que era apenas un soplo, como si aún estuviese dormido.
Hubo una pausa.
—Sí —murmuró ella—. Estoy aquí… Habla… Estoy aquí…
—Quiero hablarte —repitió Ish sin atreverse a empezar.
Se sentía pequeño y humilde, como un niño asustado que antes de interrogar a su madre trata de animarse y alejar los temores. Pero ya no era un niño, y temió que ella no pudiese devolverle la paz.
—Quisiera hacerte algunas preguntas —balbuceó—. Cómo…
Se interrumpió otra vez.
Em le sonrió, apenada por su debilidad, pero no le pidió que postergaran la conversación.
—Sí —dijo Ish desesperadamente—. Sé qué piensan George y los otros. Oí algo, a pesar de la fiebre. ¿Es… es un castigo?
Miró a Em y por vez primera en el curso de aquellas semanas vio miedo en su rostro, o una sombra de miedo. Le he hecho daño, pensó Ish con terror. No obstante, tenía que seguir, o un muro de dudas y mentiras se alzaría entre ellos.
—Ya sabes lo que quiero decir —continuó—. ¿Es porque matamos a Charlie? ¿Dios nos castigó? ¿Ojo por ojo, diente por diente? ¿Por eso todos… y Joey…? Quizá se sirvió de Charlie como instrumento para manifestarnos su cólera.
Calló. El horror contraía el rostro de Em.
—¡No, no! —gritó ella—. ¡También tú! ¡Discutí tanto con los otros, sola, cuando estabas enfermo! No podía explicarlo, pero sabía que era imposible. No encontraba argumentos. Sólo podía darles valor.
Em se detuvo, como agotada por su vehemencia.
—Sí —continuó—, perdí todo mi valor, como sangre. Salía de mí, me sentía cada vez más débil, y me preguntaba: ¿Habrá bastante? ¿Habrá bastante? Y tú delirabas y hablabas de Charlie.
Em calló de nuevo, e Ish no supo qué decirle.
—Oh —dijo ella—, no me pidas más valor. No sé razonar. No he estudiado. Sólo sé que hicimos lo que nos pareció mejor. Si Dios existe, si pecamos, como pretende George, fue porque somos como él nos hizo. Y no creo que él nos tienda trampas. Oh, eres más instruido que George. No traigas otra vez el Dios de la venganza, el Dios de la cólera, el que no nos enseña las reglas del juego y luego nos castiga si nos equivocamos. ¡No lo traigas otra vez, te lo ruego! ¡No tú!
Y otra vez se sintió pequeño y humilde. Em, de algún modo, había atendido sus ruegos. Se sentía ahora tranquilo, con una nueva seguridad y una nueva confianza. Sí, no debía haber dudado.
Tomó la mano de Em.
—No tengas miedo —le dijo, sin pensar que en aquel consejo había algo de irónico—. Tienes razón. Tienes razón. No tendré otra vez esos pensamientos. Son absurdos, lo sé. Pero la muerte es algo terrible a veces, y la enfermedad debilita. No lo olvides. No soy todavía yo mismo.
De pronto, Em lo besó, con el rostro bañado en lágrimas, y dejó el cuarto. Había recobrado sus fuerzas. Todos se apoyarían otra vez en ella. ¡Oh madre de naciones!
También él se recobraba, quizás ayudado por las palabras de Em. Joey se ha ido, pensó. No volverá más. Nunca más se acercará a mí corriendo, con los ojos brillantes de curiosidad. Pero el porvenir está ahí aún. Tengo canas, sí, pero me quedan Em y los otros. Aún puedo ser feliz. El futuro no será como lo había imaginado. Pero haré lo que pueda.
Se sentía abrumado por su propia pequeñez. Todas las fuerzas de la naturaleza parecían aliarse contra él, único hombre vivo capaz de imaginar y preparar el futuro. Había tratado de dominarlas, y ellas lo habían arrollado. Sí, aun con ayuda de Joey, no hubiera podido vencerlas. Modificaría sus planes, los haría más sutiles. Se trazaría objetivos menos ambiciosos y más prácticos. Imitaría al zorro, y no al león.
Lo más urgente era recuperar la salud. Tardaría dos o tres semanas. Pero antes de fin de año volvería al trabajo.
Sintió que su mente funcionaba otra vez. Podía contar con ella. Era un excelente instrumento de trabajo, una máquina un poco usada, pero útil aún.
Sin embargo, se sentía todavía muy débil, y se durmió en medio de sus meditaciones.
Quizá los seres humanos, los sistemas filosóficos y los libros eran demasiado numerosos. Quizá los cursos del pensamiento eran demasiado profundos, y los restos del pasado se amontonaban como basuras o viejas ropas. ¿Por qué no se alegraría el filósofo si todo desapareciese de pronto? Los hombres empezarían otra vez, a partir de cero, y el juego tendría nuevas reglas. Las pérdidas no serían quizá mayores que las ganancias.
Durante las semanas de la epidemia, las pocas personas sanas no pudieron hacer otra cosa que enterrar precipitadamente a los muertos. Cuando todos curaron, George, Maurine y Molly plantearon la cuestión de los funerales.
A Ish y a Em no les parecían necesarios. Sin embargo, Ish comprendió que los otros encontrarían en la ceremonia algún consuelo. Los oficios religiosos señalarían además el fin de aquel período de peligro, miedo y duelo, y la vuelta a la vida normal. En cuanto a él, Ish, sentiría otra vez el dolor de la muerte de Joey; pero luego miraría resueltamente el futuro, y pondría en marcha sus modestos proyectos.
Puso, pues, como condición que cuando acabaran los oficios todos volverían a la vida normal. Aunque no había pensado en la reanudación de las clases, los otros lo entendieron así, e Ish aceptó.
Eligieron a Ezra para que celebrase la ceremonia y éste decidió que comenzaría al alba.
Como en casi todos los lugares donde no hay luz eléctrica, los miembros de la Tribu se levantaban con el día. Antes de salir el sol, todos estaban ya junto a la pequeña hilera de montículos. El cielo era claro pero en el oeste las tinieblas cubrían aún las faldas de las lomas, y los pinos no arrojaban todavía sus sombras sobre las tumbas.
La estación estaba muy avanzada, y ya no había flores, pero los niños, dirigidos por Ezra, habían cortado ramas de pino para cubrir los montículos. No había más que cinco tumbas, pero la pérdida era catastrófica. Para la Tribu, cinco muertes eran más que cien mil en una vieja ciudad de un millón de habitantes.
Estaban allí todos los sobrevivientes; los bebés en brazos de sus madres; los niños y niñas de la mano de sus padres.
Ish tenía el martillo en la mano derecha; la cabeza colgaba pesadamente. Había dejado la casa con las manos vacías, pero Josey, creyendo que era un olvido, le recordó la herramienta. El martillo señalaba para los jóvenes la trascendencia del acto. Algunos meses antes, Ish no hubiese cedido y hubiera hablado de los peligros de la superstición. Pero ahora había traído el martillo. En realidad, debía confesárselo, él mismo se sentía mejor. Los acontecimientos recientes lo habían hecho más humilde. Si la Tribu necesitaba un emblema de fuerza y unidad, y el martillo los hacía felices, ¿por qué negarse en nombre del racionalismo? Quizás el racionalismo era un lujo de la civilización.