Una vez más se distrajo observando la acción destructiva del tiempo. El terremoto había afectado particularmente a aquel barrio. Una enorme grieta cortaba en dos la calzada, y el agua de las lluvias la había transformado en un estanque donde flotaban hojas de árboles y arbustos. Balanceando el martillo, Ish tomó impulso y saltó el foso de más de un metro de ancho, comprobando con alegría que a pesar de la enfermedad no tenía las piernas muy débiles.
A ambos lados de la avenida las casas no eran más que montones de ruinas, cubiertas por plantas trepadoras. Los árboles habían invadido los porches.
En todas partes las plantas del país estaban matando las plantas exóticas, en otro tiempo orgullo de los jardineros.
Notó al pasar las especies que habían sobrevivido. En vez de glicinas y camelias había muchos rosales trepadores. Un cedro del Himalaya extendía sus ramas vigorosas, pero al pie del árbol no había ningún retoño. En cambio, bajo un eucalipto australiano, unos jóvenes tallos crecían en un suelo de humus y hojas muertas donde no hubiese podido brotar ninguna otra cosa.
A la entrada del parque universitario había un bosquecillo de pinos. No se veía allí la confusión común en los jardines. Los árboles formaban una bóveda espesa y la sombra no favorecía el crecimiento de plantas y hierbas.
Al pie de un pino, una serpiente de cascabel dormitaba al sol. Parecía atontada, como si no se hubiese recobrado aún del fresco de la noche. Ish se detuvo un momento. Podía matarla fácilmente. Titubeó, y siguió adelante.
No; lo habían mordido una vez y recordaba aún aquel horror. Pero no odiaba la raza de los crótalos. En realidad, era posible que la mordedura le hubiese salvado la vida. Hasta podía sentirse agradecido y elegir a la serpiente de cascabel como tótem de la Tribu. Pero no. Sería neutral.
Por otra parte, su tolerancia no alcanzaba sólo a las serpientes de cascabel. Y los niños lo imitaban. En los tiempos de la civilización, los hombres se sentían realmente amos del universo. Elegían a sus amigos y enemigos. Y mataban a las serpientes de cascabel. Pero ahora la naturaleza había recuperado su independencia. No aceptaba dictadores. Matar una serpiente de cascabel era un trabajo inútil, pues no había posibilidad de exterminarlas, ni siquiera de reducir sensiblemente su número. Si un reptil se atrevía a acercarse a las casas, se lo aplastaba para proteger a los niños. Pero no se emprendía ninguna campaña contra las serpientes o los pumas.
Bajó una escalera cubierta de musgo y hierbas y cruzó un crujiente puente de madera. Recordó que el puente era viejo ya en su infancia. Una espesa maleza cubría las orillas del arroyo. Ish se abrió paso dificultosamente, aunque el camino estaba asfaltado.
Los matorrales se estremecieron e Ish se sobresaltó, pues no llevaba armas. Quizás era un puma. Los lobos y los perros salvajes frecuentaban también las cercanías de los arroyos.
Pero cuando salió de la espesura, no vio más que unos ciervos que pacían entre los árboles.
A la izquierda se alzaban algunos edificios. No podía recordar qué departamento universitario se había alojado allí. El seto, antes tan bien podado, ocultaba ahora las ventanas bajas.
Siguió su camino. Atravesó otros matorrales y el edificio de la biblioteca apareció ante él, algo disimulado entre los arbustos. En una ventana había un vidrio roto. Una rama de pino la había golpeado durante alguna tormenta. El accidente no había ocurrido antes de su última visita, unos años atrás. Había guardado la biblioteca como reserva para el futuro. Hasta había enseñado a los niños que la respetaran. Sí, hasta les había hecho creer, temía, que era tabú. En realidad había intentado siempre inculcarles un respeto casi místico por los libros. Una quemazón de libros le había parecido siempre uno de los peores crímenes que el hombre pueda cometer.
Dio una vuelta a la biblioteca, no sin algunas dificultades, pues unas altas malezas le cerraban el paso. Hasta tuvo que trepar por el tronco caído de un pino. El edificio estaba aún en buenas condiciones. Llegó al fin a la ventana que había roto hacía tantos años y que luego había tapado con una tabla. Después de todo, pensó con satisfacción, el martillo me servirá de algo.
Desclavó la tabla y entró en el edificio. Había entrado así por vez primera cuando Em esperaba el primer hijo, para llevarse algunos libros de obstetricia. El problema que le había parecido entonces tan angustioso se había desvanecido. Hubiera debido concluir que era inútil inquietarse y que casi todos los problemas se resuelven por sí solos.
Atravesó el vestíbulo y entró en la sala de lectura. Había bastante suciedad. A pesar de sus precauciones, era evidente que los murciélagos habían logrado entrar en el edificio, quizá por la ventana rota recientemente. Había también huellas de ratas o algún otro roedor. Pero los excrementos no habían dañado los libros. Pasó el dedo por el lomo de un volumen y lo retiró sucio de polvo. Pero menos quizá de lo que hubiera podido esperarse.
Sí, allí estaban todos aún, más de un millón de libros, casi toda la sabiduría del mundo al abrigo de cuatro paredes. Tuvo una sensación de seguridad y esperanza. Contempló aquel tesoro con ojos de avaro.
Bajó por una escalerita de caracol y fue hacia la sección geográfica, que en sus tiempos de estudiante había sido su refugio preferido. Nada había cambiado. Se sintió allí como en su casa. Buscó en los estantes los libros familiares.
Un tomo voluminoso encuadernado en rojo le llamó la atención. Lo sacó del estante y sopló el polvo del lomo. La obra era El clima a través de las Edades, de Brooks. Conocía bien la obra. Lo abrió, encontró la tarjeta y vio que el último lector —un mes antes del Gran Desastre— había sido un tal Isherwood Williams. Tardó algunos segundos en comprender que ese tal Isherwood Williams no era otro que él mismo. Nadie lo había llamado por su nombre completo desde hacía años. Sí, había leído el libro en el último trimestre de sus estudios. Era una buena obra, interesante, pero los trabajos de un alemán, Zeimer quizá, la habían envejecido.
Dejó el martillo para tener las dos manos libres. Luego, de pie junto a una ventana polvorienta que dejaba pasar una vaga claridad, hojeó el libro. En realidad, sus teorías no tenían ningún valor práctico. Aunque lo tirara o lo hiciese pedazos no sería una gran pérdida. Pero lo devolvió respetuosamente a su sitio.
Dio algunos pasos y de pronto sintió que en su mente todo se derrumbaba. ¿Para qué servía al fin aquel millón de volúmenes? ¿Por qué cuidar y preservar los libros? Nadie sabía leerlos. Pasta de madera y negro de humo, no servían para nada si no había una inteligencia capaz de interpretarlos.
Se alejó tristemente y subía ya la escalera de caracol cuando notó que tenía las manos vacías. Había olvidado el martillo. Dio media vuelta, dominado por la angustia, y lo vio en el suelo, en el mismo sitio donde lo había dejado al sacar el libro. Lo recogió, con inmenso alivio, y subió por la escalera.
Salió por la ventana rota y maquinalmente se puso a clavar la tabla. De pronto se detuvo, sintiendo otra vez aquella desolación. ¿Para qué clavar la tabla? De nada serviría. Nadie iría, nunca, a leer allí. Balanceó tontamente el martillo.
Al fin, lentamente, sin entusiasmo, sin esperanza, hundió otra vez los clavos. George haría trabajos de ebanistería hasta el día de su muerte, Ezra ayudaría a sus vecinos, y él, Ish, seguiría pensando ilusionado en los libros y el futuro.
Terminó su trabajo y se fue a sentar en los escalones de piedra. Las malezas asaltaban por todas partes los edificios en ruinas. Recordó un viejo cuadro donde se veía un hombre —¿César? ¿Aníbal?— sentado entre las ruinas de Cartago. Dio un martillazo en el borde de un peldaño, mellando el granito. Era uno de esos actos de vandalismo que lo habían horrorizado siempre. Golpeó con más fuerza. Saltó un trozo de unos cinco centímetros. El peldaño parecía dirigirle un mudo reproche.