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Y mientras martillaba, ahora débilmente, el granito, pensó por primera vez en Joey sin sentirse aplastado por la pena. Joey no hubiera podido cambiar el curso de las cosas. No era más que un niño inteligente. El mundo entero se hubiese aliado contra él. Hubiera luchado con todas sus fuerzas hasta caer vencido. Habría sido un hombre desgraciado.

Joey, pensó, era como yo. Siempre inquieto. Nunca feliz.

Alzó el martillo sobre un trocito de granito y rencorosamente lo hizo trizas.

Necesito un poco de descanso, pensó. Es hora de descansar.

Thoreau y Gauguin, conocemos sus nombres. Pero ¿no olvidamos a otros miles? No escribieron libros, ni pintaron cuadros, pero renunciaron también al mundo. ¿Y esos otros, esos millones de otros, que rechazaron, en sus sueños, la civilización?

Hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus ojos… «Qué hermoso era el bosque donde acampamos… A veces desearía… pero los negocios… ¿Nunca pensaste, George, en vivir en una isla desierta? Sólo una cabaña en los bosques… sin teléfono… La playa a orillas del mar… Se estaría tan bien… Pero están Maud y los niños.»

¡Qué raro! Después de edificar una magnífica civilización, los hombres sólo habían tenido un deseo: huir de ella.

Los caldeos pretendían que Oanes, el dios-pez, salió de las aguas para enseñar a los hombres las artes y las leyes. Pero ¿era un dios o un demonio?

¿Por qué las viejas leyendas nos hablan siempre de la edad de oro de la simplicidad?

Uno podría creer que esta gran civilización no es realmente la materialización de sueños humanos, sino la obra de una fatalidad misteriosa. Poco a poco, a medida que crecen las ciudades, los hombres se ven obligados a renunciar a una vida libre y feliz; a la fácil recolección de los frutos silvestres siguen los penosos trabajos de la agricultura. Poco a poco las ciudades son más numerosas, y los hombres abandonan la excitación de la caza por los duros afanes de la cría de ganado.

Así el monstruo de Frankenstein impone su tiranía a sus aterrorizados creadores. Y los hombres intentan escapar por mil disimuladas sendas.

¿Cómo renacería, pues, una civilización destruida sin el concurso de misteriosas fatalidades?

De pronto, Ish se sintió muy viejo. No tenía aún cincuenta años y los otros fundadores de la Tribu eran mayores que él. Pero entre él y sus hijos el abismo era muy grande. No era sólo un abismo de años, sino también de modos de pensar y vivir. Nunca había habido distancia semejante entre dos generaciones.

Sentado en los escalones de la biblioteca, mientras reducía a trizas el pedazo de granito, Ish vio ante él la larga perspectiva del futuro. En suma, todo se reducía a la vieja pregunta: ¿el hombre influye sobre el medio, o el medio sobre el hombre? ¿La época napoleónica creó a Napoleón o al contrario? Si Joey hubiese vivido, las confusas circunstancias que habían modelado a Jack, Roger y Ralph lo habrían afectado y él no hubiera podido resistirse. Sí, aunque Joey hubiese vivido nada hubiese podido aminorar el vertiginoso descenso. Y con Joey, a no ser que ocurriera algo imprevisto, había muerto la última esperanza.

¡Los planetas y las estrellas! Bajo los repetidos martillazos, el granito era ahora un polvo fino. ¡Los planetas y las estrellas! No, no creía en la astrología. Y sin embargo, la posición de las estrellas mostraba que el sistema solar cambiaba continuamente, y que la tierra era cada vez menos propicia al hombre. Quizá la astrología era una verdadera ciencia, y los cambios que se producían en el cielo eran el símbolo de los acontecimientos terrestres. ¡Los planetas y las estrellas! ¿Cómo podía modificar el hombre lo que estaba escrito en los cielos?

Sí, el futuro era previsible. La Tribu no resucitaría la civilización. No la necesitaba. Durante algún tiempo continuaría el pillaje. Se abrirían latas de conserva, y se consumirían cartuchos y fósforos. Todos serían felices, pero no habría creadores. Luego, tarde o temprano, la población aumentaría y los víveres empezarían a faltar. No habría hambre, pues el ganado abundaba en los campos. La vida continuaría.

Y de pronto se le ocurrió una nueva idea. Había vacas y toros en los campos, sí, pero ¿qué pasaría cuando se terminaran los cartuchos? ¿Cuando no hubiera fósforos? En realidad, no habría que esperar a que se agotaran las municiones. La pólvora se estropea con el tiempo. Tres o cuatro generaciones más y los hombres serían unas miserables criaturas que habrían perdido los secretos de la civilización, sin haber aprendido aún las técnicas con que los salvajes vencen las dificultades cotidianas. Era posible, y quizá preferible, que después de tres o cuatro generaciones la raza humana se extinguiese, incapaz de pasar de la vida vegetativa y parásita a condiciones más estables que permitiesen un lento progreso.

Golpeó de nuevo con fuerza el borde del escalón. Saltó otro trozo de granito. Ish lo miró tristemente. A pesar de todas sus resoluciones, el pensamiento del futuro seguía atormentándole. Pero ¿cómo saber qué ocurriría después de tres o cuatro generaciones?

Se incorporó y se volvió hacia San Lupo. Estaba más tranquilo ahora.

—Sí —pensó en voz alta—. El zorro pierde el pelo, pero no las mañas, y yo seré siempre un atormentado, aunque haya vivido veintidós años con Em. Olvido el pasado, para ocuparme del futuro. Sí, necesito un poco de descanso. Mis tentativas han fracasado, es cierto. No obstante, sé que empezaré otra vez. Y ahora que mi meta es menos ambiciosa, quizá tenga más éxito.

10

Cuando, después de una larga caminata, llegó a San Lupo, sus vagos proyectos habían tomado forma, pero los pondría en marcha a la mañana siguiente.

A la noche estalló una tormenta, y cuando despertó, unas nubes bajas y grises ocultaban el cielo. Ish se sorprendió. Con los acontecimientos recientes se había olvidado del tiempo. Recordó que el sol se ponía cerca del sur y que, para emplear las palabras de los viejos días, estaban en el mes de noviembre. La lluvia molestaba sus planes, pero no había prisa, y mientras, podía perfeccionarlos.

Desde el día anterior, su pensamiento había cambiado tanto que la ruidosa llegada de los chicos lo sobresaltó. Claro, pensó, vienen a clase.

Bajó las escaleras. Estaban todos allí, excepto Joey y otros dos más pequeños, sentados en sillas o en el suelo. Todos los ojos se alzaron hacia él con una rara curiosidad. Joey se había ido, y quizás Ish cambiara las lecciones. Pero esta curiosidad, Ish no lo ignoraba, era pasajera, y caerían otra vez en aquella apatía que había combatido sin éxito.

Miró todos los rostros, uno a uno. Eran hermosos niños. No había ningún estúpido entre ellos, pero tampoco ninguna mente excepcional. No, no estaba allí el elegido.

Había llegado el momento. Habló sin remordimiento ni pena:

—Se acabaron las clases —anunció.

Los niños lo miraron un momento, consternados, y contentos, aunque no se atrevían a mostrar abiertamente su alegría.

—Se acabaron las clases —repitió Ish, sintiendo que adoptaba involuntariamente un tono dramático—. No habrá más clases… nunca.

Esta vez la consternación no se desvaneció. Los niños se quedaron inquietos, nerviosos. Algunos se levantaron para irse. El fin de las clases les parecía algo grave, aunque no sabían bien por qué.