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Al fin salieron lentamente, sin hacer ruido. Pasó un minuto y sólo se oyó el rumor de la lluvia. Luego estalló un griterío; eran niños otra vez. La escuela no había sido más que un breve episodio en sus vidas; la olvidarían pronto, y nunca la echarían de menos. Durante un rato, Ish se sintió muy abatido. ¡Joey, Joey!, pensó. Pero no estaba arrepentido. Era la única solución razonable.

—Se acabaron las clases —murmuró—. Se acabaron las clases.

Y recordó de pronto que en aquella misma sala, hacía muchos años, había visto cómo se apagaban las luces eléctricas.

Siguieron tres días de lluvia. Ish reflexionó y maduró sus planes. Al fin un frío viento del norte barrió el cielo y un sol brillante empezó a secar las hojas húmedas. Había llegado el momento.

Buscó un tiempo en los jardines selváticos. En aquella zona nunca se habían cultivado comercialmente los cítricos. Pero el clima convenía a los limoneros, por lo menos como árboles de adorno. E Ish creía recordar que la madera de limonero era la más apropiada. Podía haber consultado algunos libros, pero había cambiado de modo de pensar. Resolvería él mismo sus problemas.

En lo que había sido en los viejos días un hermoso parque privado encontró un limonero. El árbol vivía aún, aunque ahogado entre dos pinos y dañado por las heladas. Algunos de los retoños habían sobrevivido a los rigores invernales.

Ish se abrió paso entre unos matorrales espinosos, eligió un retoño del grueso de su pulgar, y sacó su cuchillo. La madera era dura como el hueso, pero al fin logró cortarla. El retoño tenía una longitud aproximada de un metro y medio. Había crecido rectamente hasta alcanzar un metro veinte de altura, pero luego se había doblado bajo las ramas de los pinos. Era a la vez fuerte y flexible. Ish lo apoyó contra el suelo, doblándolo, y comprobó que se enderezaba con fuerza.

Sí, pensó con un poco de amargura, no necesito nada más.

Llevó a su casa el tallo de limonero y se sentó en el porche, al sol. Cortó ante todo la parte doblada y tuvo una vara recta de un metro veinte.

Descortezó entonces el retoño y afiló las puntas. El trabajo le llevó bastante tiempo, pues debía interrumpirse a menudo para afilar el cuchillo en una piedra de amolar.

Walt y Josey habían ido a jugar con los otros niños. Regresaron a la hora del almuerzo.

—¿Qué haces, papá? —preguntó Josey.

—Preparo un juego —respondió Ish. En otro tiempo había intentado mostrar la utilidad de la instrucción. Era un error que no volvería a cometer. Esta vez aprovecharía la afición de los humanos al juego.

Después del almuerzo, los niños difundieron la novedad.

A la tarde apareció George.

—¿Por qué no vienes a mi casa? —preguntó—. Con el torno trabajarás más rápido.

Ish le dio las gracias, pero le dijo que prefería el cuchillo, aunque ya le dolía la mano. Era necesario hacer el trabajo con las herramientas más simples, casi primitivas.

A la caída de la tarde, Ish tenía la mano cubierta de ampollas, pero había terminado. Los extremos de la vara estaban simétricamente afilados. La apoyó contra el suelo, la dobló hasta formar un semicírculo, y la soltó. Satisfecho, talló unas muescas en cada extremo y se guardó el cuchillo en el bolsillo.

A la mañana siguiente, continuó el trabajo. Sobraban los cordeles, y hasta pensó en utilizar hilo de pescar de nailon, que trenzaría hasta obtener una cuerda suficientemente gruesa.

No, se dijo. Trabajaré con materiales que puedan obtener ellos mismos.

Buscó el cuero de un ternero sacrificado recientemente y cortó una larga tira. Era un trabajo lento y difícil, pero sobraba tiempo. Limpió de pelos la tira y la recortó hasta que pareció un cordel. Luego trenzó tres de estas tiras, obtuvo una cuerda, e hizo un nudo en cada extremo.

Se quedó un momento con la vara en una mano y la cuerda en la otra. Dobló la vara, y fijó los nudos de la cuerda a las muescas de los extremos. La cuerda era un poco más corta y la rama se dobló.

Ish contempló el arco. El genio creador del hombre se manifestaba otra vez sobre la tierra. Hubiese podido buscar en una tienda de artículos de deporte y hubiera encontrado un arco más perfecto. Pero había preferido tallar la madera él mismo con una herramienta primitiva, y hacer una cuerda con tiras de cuero.

Tiró de la cuerda. La vibración lo hizo sonreír. Otra vez satisfecho, desmontó el arco.

A la mañana siguiente cortó una rama de pino para hacer una flecha. La blanda madera verde se cortaba con facilidad y media hora más tarde la flecha estaba lista. Llamó a los niños. Acudieron Walt y Josey, y luego Weston.

—Vamos a hacer una prueba —les dijo.

Disparó el arco. La flecha vaciló un poco, pero Ish había apuntado hacia arriba y después de recorrer unos quince metros cayó y se clavó en el suelo.

Ish no había esperado semejante triunfo. Los tres niños, maravillados, se quedaron un momento con la boca abierta. Nunca habían visto nada parecido. Luego echaron a correr, gritando de alegría, para traerle la flecha. Ish disparó varias veces.

Al fin, tal como Ish esperaba, llegó la inevitable petición.

—Déjame probar, papá —suplicó Walt.

El primer tiro de Walt no pasó de los seis metros, pero el niño celebró ruidosamente su hazaña. Josey y Weston probaron también.

Antes de la hora de cenar, todos los niños de la Tribu se preparaban afanosamente un arco.

El éxito superó las esperanzas de Ish. Pocos días después, unas flechas torpemente lanzadas se entrecruzaban en el aire alrededor de las casas. Las madres pensaban preocupadas en la posibilidad de que alguien perdiera un ojo, y dos niños regresaron llorando y quejándose de haber recibido flechas en distintas partes del cuerpo. Pero las flechas no tenían punta y no volaban muy lejos. No hubo que deplorar ningún accidente grave.

Pero se establecieron severas reglas. «Prohibido disparar el arco contra alguien.» «Prohibido jugar cerca de las casas.»

Se organizaron concursos. Bajo la dirección de los mayores, que sabían manejar los fusiles, los niños tiraron al blanco. Probaron arcos de diferente longitud y forma. Josey se quejó de que Walt ganaba siempre. Ish le aconsejó poner unas plumas de codorniz en el extremo posterior de la flecha. La niña obedeció y triunfó sobre Walt. Todas las flechas se adornaron entonces con plumas de codorniz y ganaron en potencia de vuelo. Los mayores se dejaron arrastrar por el entusiasmo de los chicos y también prepararon arcos, aunque podían emplear armas de fuego. Pero los arqueros más entusiastas eran los niños, que no podían usar los fusiles.

Ish esperaba su hora. Las primeras lluvias habían reverdecido la tierra. El sol se ponía ahora detrás de las lomas, al sur del Golden Gate.

Walt y Weston, ambos de doce años, se habían enredado en alguna misteriosa confabulación infantil. Perfeccionaban continuamente sus arcos y afilaban sus flechas una y otra vez. Durante las horas de sol, apenas se los veía.

Una tarde, se oyeron unos pasos precipitados en la calle, y Walt y Weston entraron sin aliento en la sala.

—¡Mira, papá! —gritó Walt, y tendió a Ish el patético cadáver de un gordo conejo traspasado por una flecha de madera.

—¡Mira! —gritó de nuevo—. Yo estaba escondido detrás de un matorral y cuando paso, disparé y lo maté.

Símbolo de su triunfo, el pobre conejo entristeció a Ish.

Qué lastima, pensó, que la creación sea también destrucción.

—Te felicito, Walt —dijo—. Fue un buen tiro.

11

El sol se ponía casi siempre en un cielo sin nubes, cada vez un poco más al sur. No tardaría ya en volver atrás.

Un día, tan repentinamente que casi se podía haber fijado la hora y el minuto, los niños se cansaron de arcos y flechas y se entusiasmaron con alguna otra cosa. Ish no se preocupó. Ya volverían al juego más tarde, quizás al año siguiente, en la misma estación. La fabricación y el manejo de los arcos no caerían en el olvido. Durante veinte años, cien años si fuera necesario, el arco sería un juego infantil. Al fin, cuando se agotaran las municiones, allí estaría, para reemplazar a los fusiles. Era el arma más perfecta del hombre primitivo, y la más difícil de inventar. Ish legaba al futuro ese precioso don. Sus tataranietos no tendrían que defenderse a puñetazos de los osos, y no se morirían de hambre rodeados de rebaños. Habrían olvidado la civilización, pero no serían por lo menos hermanos de los monos. Andarían con la cabeza erguida, como hombres libres, con el arco en la mano. Y si no disponían de cuchillos de acero, tallarían sus arcos con piedras afiladas.