Recorrió toda la vecindad, esperando descubrir algún conocido. Pero las casas parecían deshabitadas. Las flores se marchitaban en los jardines resecos.
Regresó, cruzó el parque de sus juegos infantiles, y trepó a las rocas. Dos de ellas se tocaban en la cima, formando una especie de pequeña gruta; un refugio natural, primitivo, donde Ish se había escondido a menudo. Miró. No había nadie.
En una ancha superficie rocosa que seguía la inclinación de la colina, los indios habían abierto unos hoyos con sus martillos de piedra. El mundo de los pieles rojas ha desaparecido, pensó Ish. Y ahora desaparece también otro mundo. ¿Seré yo su último representante?
Subió al coche y se trazó mentalmente la ruta que podría seguir para que la bocina se oyese en casi toda la ciudad. Se puso en marcha tocando la bocina a cortos intervalos, y deteniéndose a esperar una posible respuesta.
Las calles tenían el aspecto de las primeras horas de la mañana. Había muchos coches estacionados, y poco desorden. De cuando en cuando encontraba un cadáver; algún enfermo a quien la muerte había sorprendido en la calle. Dos perros merodeaban cerca de un cuerpo. En una esquina, el cadáver de un hombre colgaba de la cruz de un poste telefónico, con un cartel en el pecho que decía: Ladrón. Ish entró luego en una zona comercial, y vio entonces algunas señales de violencia. El escaparate de una licorería estaba hecho trizas.
Salió de la zona comercial tocando otra vez la bocina. Medio minuto más tarde se oyó otra bocina lejana y débil. Pensó por un momento que los oídos lo engañaban.
Tocó otra vez y la respuesta llegó inmediatamente. El corazón le dio un salto. El eco, pensó. Llamó con un bocinazo corto y otro largo y escuchó. La respuesta fue un sonido breve y único.
Dio media vuelta y fue hacia el lugar de donde venía el sonido, a no más de setecientos u ochocientos metros. Tres calles más allá tocó de nuevo y esperó. Más a la derecha se metió en un callejón cerrado, volvió atrás y probó otra calle. Lanzó la llamada y la contestación llegó desde más cerca. Avanzó rápidamente en línea recta y la respuesta siguiente sonó a sus espaldas. Retrocedió y entró en una callejuela bordeada de tiendas. Había largas filas de coches junto a las aceras, pero no vio a nadie. Era raro que aquel otro sobreviviente no estuviese en medio de la calle haciendo señas. Tocó la bocina y la respuesta casi lo ensordeció. Detuvo el coche, saltó a tierra y echó a correr. El hombre estaba dentro de un auto. Cuando Ish se acercó, se desplomó sobre el volante, y cayó luego de costado. La bocina emitió un largo quejido. Una vaharada de whisky llegó a las narices de Ish. El hombre de barba larga e hirsuta, y una cara sucia y roja, estaba completamente borracho.
Ish, de pronto furioso, sacudió el cuerpo caído. El hombre entreabrió los ojos y gruñó como preguntando qué ocurría. Ish sentó el cuerpo inerte, y la mano del hombre buscó a tientas la botella de whisky, en un rincón del asiento. Ish se adelantó y arrojó la botella a la calle, donde se rompió ruidosamente. Se sentía amargado y furioso. Había allí una terrible ironía. Había encontrado un único sobreviviente, y era un pobre viejo borracho, que no servía para nada en este mundo, ni en ningún otro. Los ojos del hombre se abrieron entonces, y la ira de Ish se transformó en enorme piedad.
Aquellos ojos habían visto demasiado. Había en ellos espanto y horror. El cuerpo sucio y enfermo ocultaba de algún modo una mente sensible, que ahora sólo deseaba olvidar.
Ish se sentó junto al borracho. Los ojos del hombre miraron aquí y allá, como extraviados, y la tragedia pareció crecer en ellos. Ish le tomó de pronto la muñeca y buscó el pulso. Era débil e irregular. No le quedaban quizá sino unas horas de vida.
Bien, pensó Ish. El sobreviviente podía haber sido una muchacha, o un hombre inteligente, pero era este borracho, a quien nadie podía ayudar.
Al cabo de un rato Ish salió del coche y entró en el bar. Había un gato en el mostrador. Ish creyó que estaba muerto, pero de pronto el animal se movió. Había estado durmiendo, simplemente. El gato miró a Ish con la fría insolencia con que una duquesa mira a su camarera. Ish se sintió incómodo y tuvo que recordar que los gatos habían sido siempre así. El animal parecía contento y bien alimentado.
Ish miró los estantes y advirtió que el borracho no se había molestado en elegir su botella. Un whisky cualquiera le había bastado.
Salió y vio que el hombre había encontrado en alguna parte otra botella y bebía a grandes tragos. No había mucho que hacer, pero Ish decidió intentarlo.
Se apoyó en la ventanilla. El hombre, quizás animado otra vez por el alcohol, parecía más lúcido. Miró a Ish y sonrió patéticamente.
—Ho… ho… ah —dijo con voz pastosa.
—¿Cómo se siente? —preguntó Ish.
—Bar… el…’low —balbuceó el otro.
Ish intentó descifrar aquellos sonidos. El hombre esbozó otra vez su patética sonrisa infantil y repitió con una voz un poco más clara:
—No… Bar’l… low.
Ish comprendió a medias.
—¿Su nombre es Barelow? —preguntó—. ¿No? ¿Barlow?
El hombre asintió, sonrió, y antes que Ish pudiese impedirlo tomó otro trago. Ish se sintió más triste que furioso. ¿Qué importaba ahora un nombre? Y no obstante, el señor Barlow, sumergido en las nieblas del alcohol, intentaba cumplir con una norma de civilizada cortesía.
En seguida, muy lentamente, el señor Barlow se desplomó otra vez en el asiento, y la botella cayó y se vació en el piso del coche.
Ish vacilaba. ¿Uniría su suerte a la del hombre intentando curarlo y reformarlo? El señor Barlow parecía un caso sin esperanza. Y si se quedaba, podía perder la oportunidad de encontrar a algún otro.
—Quédese aquí —le dijo al hombre tumbado, quizás inconsciente—. Volveré.
Los gatos habían vivido dominados por el hombre sólo cinco mil años, y nunca habían aceptado de buen grado esa dominación. Los ejemplares encerrados en las casas, pronto murieron de sed. Pero los que quedaron en la calle se las arreglaron mejor que los perros. La caza del ratón dejó de ser un juego para transformarse en una industria. Los gatos cazan pájaros, rondan por calles y avenidas buscando alguna lata de desperdicios que las ratas no hayan saqueado aún. Salen de los límites de la ciudad e invaden las guaridas de codornices y conejos. Allí se encuentran con otros gatos realmente salvajes, y el fin es sangriento y rápido, pues los vigorosos habitantes de los bosques despedazan a los gatos ciudadanos.
Esta vez el sonido era más insistente. El hombre que tocaba la bocina no parecía borracho. Ish se acercó y vio a un hombre y una mujer. Reían y le hacían señas. Bajó del coche. El hombre era corpulento y vestía una deslumbrante chaqueta deportiva. La mujer era joven y bonita. Se había pintado la boca con una espesa capa de carmín. En los dedos le relumbraban varios anillos.
Ish dio unos pasos, y de pronto se detuvo. Dos son una pareja, y tres una multitud. La mirada del hombre era decididamente hostil. La mano derecha no dejaba el abultado bolsillo de la chaqueta.
—¿Cómo están? —dijo Ish, sin moverse.
—Oh, muy bien —dijo el hombre. La mujer se rió con una risita tonta y miró a Ish provocativamente. Ish se sintió otra vez en peligro—. Sí —prosiguió el hombre—, sí, lo pasamos muy bien. Mucha comida, mucha bebida y muchísimo… —Hizo un ademán obsceno y sonrió a la mujer con una mueca. La mujer se rió otra vez.
Ish se preguntó qué habría sido la mujer en la vieja vida. Parecía ahora una prostituta acomodada. Llevaba en los dedos bastantes diamantes como para instalar toda una joyería.