Ish, desconcertado, entornó los ojos para ver mejor, pues con los años había perdido un poco la vista. Jack tenía el pelo negro, estaba seguro, o quizá gris ahora, pero este muchacho que se presentaba con su nombre llevaba una larga melena rubia.
—Haces mal en burlarte de un viejo —protestó Ish—. Jack es mi hijo mayor y lo reconocería en seguida. Tiene el pelo negro, y es más viejo que tú.
El muchacho, con una risita cortés, respondió:
—Hablas de mi abuelo, y tú bien lo sabes, Ish.
Otra vez el nombre «Ish» tuvo en su boca un sonido extraño. E Ish se sintió sorprendido por la repetición de la fórmula: «Y tú bien lo sabes, Ish».
—¿Eres de los Primeros o de los Otros? —preguntó.
—De los Primeros —dijo el joven.
Ish lo miró atentamente y le asombró que un joven que hacía tiempo había dejado de ser un niño llevara un arco en vez de un fusil.
—¿Por qué no llevas un fusil? —le preguntó.
—Los fusiles no son más que juguetes —dijo Jack con una risa un poco desdeñosa—. No se puede confiar en un fusil, tú bien lo sabes, Ish. Algunas veces el fusil dispara y hace un gran ruido; pero otras veces aprietas el gatillo y sólo se oye un “clic”. —Castañeteó los dedos—. No se puede cazar con fusiles, aunque los viejos dicen que así se hacía antes. En cambio se puede confiar en las flechas. Vuelan siempre. Y además… —y aquí el muchacho se irguió orgullosamente—, además es necesario ser fuerte y hábil para matar con el arco. Cualquiera, parece, podía matar con un fusil, tú bien lo sabes, Ish.
—Muéstrame una flecha —dijo Ish.
El joven sacó una flecha del carcaj, la miró, y se la tendió.
—Es una buena flecha —dijo—, la hice yo mismo.
Ish miró la flecha y la sopesó. No era un juguete de niño. De un metro de largo, había sido tallada en buena madera, y redondeada y alisada. Llevaba unas plumas en el cabo, pero Ish no pudo reconocer de qué ave eran. Los dedos le decían, sin embargo, que habían sido muy cuidadosamente dispuestas. Así la flecha giraría en el aire como una bala de fusil y llegaría muy lejos.
En seguida examinó la punta de la flecha, con el tacto más que con la vista. Era una punta muy afilada. Se pinchó el pulgar. Sus asperezas le revelaban que era de metal trabajado con martillo. El color parecía ser de un blanco plateado.
—¿De qué está hecha? —preguntó.
—De una de esas cosas redondas con figuras. Los viejos les daban un nombre, pero lo olvidé.
El joven se detuvo como para que Ish le informara, pero no recibió respuesta y continuó, orgulloso de saber tanto sobre flechas:
—Las encontramos en las viejas casas. Hay cajas y cajones llenos. A veces están guardadas en rollos muy pesados. Algunas son rojas y otras blancas como ésta. Hay dos clases de blancas. Unas tienen la figura de un toro con una joroba. Ésas no sirven, son muy duras.
Ish reflexionó y comprendió.
—¿Y esta punta blanca? —preguntó—. ¿Tenía también una figura?
Jack tomó la flecha de las manos de Ish, miró, y se la devolvió.
—Todas tienen figuras —dijo—. Ésta no se borró del todo. Es una mujer con alas en la cabeza. En otras hay halcones, aunque no verdaderos halcones. —Jack estaba contento de poder hablar—. En otras, hombres; por lo menos parecen hombres. Uno tiene barba, y otro el pelo largo hacia atrás, y otro una cara seria sin barba y pelo corto y gran mandíbula.
—¿Sabes tú quiénes son esos hombres?
—Oh, creemos, y tú bien lo sabes, Ish, que son los Antiguos, que vivieron antes que nuestros Antiguos.
Como no cayó ningún rayo del cielo, e Ish no parecía disgustado, Jack continuó:
—Sí, así habrá sido, y tú bien lo sabes, Ish. Los hombres, los halcones, y los toros. Quizá las mujeres con alas nacieron de un halcón y una mujer. Pero los Antiguos no se ofenden porque usemos sus figuras para hacer puntas de flecha. Eso me asombra. Quizá son demasiado grandes para ocuparse de cosas tan pequeñas o quizás hicieron sus obras hace mucho tiempo, y ahora están viejos y cansados.
Jack calló e Ish comprendió que el muchacho estaba orgulloso de su propia elocuencia y quería decir algo más. Por lo menos no le faltaba imaginación.
—Sí —continuó Jack—, se me ocurrió algo. Nuestros Antiguos, los americanos, hicieron las casas y los puentes, y las cosas redondas que usamos para las puntas de las flechas; pero los otros, los Antiguos de los Antiguos, hicieron quizá las lomas y el sol y hasta a los mismos americanos.
Aunque era demasiado fácil reírse de la ingenuidad de Jack, Ish no pudo resistir a la tentación de una broma.
—Sí —dijo—, he oído decir que los Antiguos hicieron a los americanos, pero dudo que hayan creado las lomas y el sol.
Jack no comprendió, pero sintió que en el tono de Ish había cierta ironía, y guardó silencio.
—Háblame de las puntas de flechas —dijo Ish—. No me interesa la cosmogonía.
Dijo la última palabra con humor malicioso, pues sabía que Jack no podría entenderla, pero quedaría impresionado por el sonido.
—Sí, las puntas de flechas —dijo el otro titubeando. Al fin continuó—: Empleamos las rojas y las blancas. Las rojas para los toros y pumas. Las blancas para los ciervos y la caza menor.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ish, pues su racionalismo se rebelaba contra aquellas supersticiones ridículas.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Quién sabe por qué? Excepto, tú, ¡Ish! Es así. —Titubeó otra vez y el sol atrajo su atención—. Sí, es como el sol que da vueltas alrededor de la tierra. Pero naturalmente nadie sabe por qué, ni se lo pregunta. ¿Y por qué tendría que haber un por qué?
Jack sonrió gravemente como un filósofo que acaba de expresar una verdad eterna. E Ish reflexionó y se preguntó si aquella aparente ingenuidad no ocultaba algo profundo. ¿Se había encontrado alguna vez respuesta a esos por qué? Quizá las cosas existían, y nada más.
Sin embargo, Ish estaba seguro, el argumento era falso. La vida humana sin causalidad era inconcebible. Estas puntas de flecha de distintos colores lo probaban. Pero la relación causa-efecto era absurda. El joven creía que para matar toros y pumas las puntas de flecha debían ser de cobre, mientras que la plata convenía a los ciervos y la caza menor. Sin embargo, las puntas de los dos metales eran igualmente duras y puntiagudas. Para aquellas mentes primitivas, el factor determinante era el color. Superstición pura.
Ish sintió renacer en su interior su viejo odio por las falsas ideas. A pesar de sus años, no pudo evitar romper una última lanza en favor de la verdad.
—¡No! —gritó, tan bruscamente que Jack se sobresaltó—. No, no es cierto. Blancas o rojas, las puntas de flecha…
Y se detuvo. No, era mejor callar. Creía oír una hermosa voz de contralto que le decía al oído: «Calma». Podía llegar a persuadir a aquel joven que era sin duda inteligente e imaginativo, como lo había sido el pequeño Joey. ¿Pero qué ganaría? Jack quedaría desconcertado y se sentiría incómodo entre los otros. Las puntas de flecha de cobre no eran, al fin y al cabo, menos eficaces, y si los cazadores les atribuían un poder mágico, este pensamiento los haría más valientes y daría mayor firmeza a su pulso.
Ish calló pues, sonrió al joven, y miró otra vez la flecha.
Se le ocurrió algo, y preguntó:
—Esas cosas redondas, ¿las encontráis fácilmente?
El muchacho se rió como si la pregunta fuese absurda.
—Oh, sí —dijo—. Podríamos pasarnos la vida haciendo puntas de flecha.
Era probablemente cierto, pensó Ish. Aunque hubiese ahora cien hombres en la Tribu, había miles y miles de monedas en los cajones de los armarios y en las cajas fuertes sólo en aquel rincón de la ciudad. Y cuando se agotaran las monedas, utilizarían las piezas de cobre de los teléfonos. Al fabricar el primer arco, recordó, había imaginado que la Tribu le pondría a sus flechas puntas de piedra. Pero habían tomado un atajo y ya trabajaban el metal. Quizá sus descendientes habían superado ya el momento crítico. Habían dejado de olvidar, y aprendían. En vez de deslizarse hacia el salvajismo, se mantenían en un mismo nivel, o habían empezado a subir. Al darles los arcos, los había ayudado realmente. Ish se sintió contento.