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—Es una hermosa flecha —declaró tendiéndosela a Jack, aunque en verdad no sabía mucho de flechas.

En la cara de Jack brilló una sonrisa de felicidad, e Ish notó que hacía una marca en el cabo antes de meterla en el carcaj, como para poder reconocerla entre las otras. Y de pronto, Ish sintió una inmensa ternura. Desde que era viejo, y se pasaba las horas sentado en la loma, no había sentido nunca una emoción semejante. Este Jack, que pertenecía a los Primeros, era su biznieto y era también biznieto de Em. Ish lo miró con afecto y le hizo una pregunta inesperada.

—Muchacho —dijo—, ¿eres feliz?

Jack pareció perplejo y miró a todos lados antes de responder.

—Sí —dijo al fin—, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida.

¿Qué sentido tenía esta frase?, se preguntó Ish. ¿Era la fórmula ingenua de un semisalvaje, o quizás ocultaba una profunda filosofía? No pudo decidirlo. Y mientras reflexionaba, la niebla le invadió otra vez la mente. Aquellas palabras, tan raras, le parecían familiares. No creía, sin embargo, haberlas oído nunca, pero una persona que había conocido en otro tiempo podía haberlas dicho. Pues el muchacho no había preguntado, había afirmado. Ish no podía recordar quién había sido esa persona, pero tuvo una impresión de tibieza y dulzura.

Cuando salió de su ensueño y alzó otra vez los ojos, estaba solo. En realidad era incapaz de recordar si había conversado con el muchacho aquel mismo día, u otro día, o quizás otro verano.

2

Una mañana, Ish despertó tan temprano que su cuarto estaba todavía en penumbras. Se quedó inmóvil, sin saber dónde estaba, y durante un momento creyó haber vuelto a los años de su infancia cuando se metía al alba en la cama de su madre, para calentarse. En seguida, en unos pocos segundos, su pensamiento franqueó años, y tendió la mano hacia Em, que sin duda dormía junto a él. Pero no. Em había muerto. Luego pensó en su otra mujer. Tampoco estaba allí. Hacía mucho tiempo se la había dado a otro hombre, más joven, pues una mujer debía tener hijos para que la Tribu creciera y retrocedieran las tinieblas. Y comprendió entonces que era muy viejo y que estaba solo en su cama. Sin embargo, era siempre la misma cama, y el mismo cuarto.

Tenía la garganta seca. Al cabo de un rato, dejó lentamente la cama, y tambaleándose sobre sus viejas piernas anquilosadas, fue hacia el baño para beber un poco de agua. Al entrar alzó la mano para encender la luz eléctrica. Se oyó un ruidito familiar, y la claridad inundó el cuarto. En seguida se encontró otra vez en penumbras, y comprendió que la luz no se había encendido. No había habido luz eléctrica desde hacía años y no la habría nunca más. El sonido del interruptor había engañado su viejo cerebro y le había dado la ilusión de la luz. Pero no se preocupó, pues no era la primera vez que ocurría.

Abrió el grifo de la palangana. No salió agua. Y recordó que el agua había dejado de correr hacía años.

No podía beber, pero la sed no era mucha. Tenía la garganta seca, simplemente. Tragó saliva varias veces y se sintió mejor. Volvió a su dormitorio y se detuvo, olfateando. Con el curso del tiempo, los olores habían cambiado varias veces. Muy lejos, en el pasado, el aire había tenido el olor característico de las grandes ciudades. Luego había seguido el olor de los campos y las hojas. Y más tarde, ese olor se había desvanecido y ahora en las casas sólo se respiraba un olor de vejez y moho. Ish se había habituado a él y ya no lo notaba. Pero aquella mañana había un humo acre en el aire. Por eso se había despertado; pero no sintió ningún temor y se acostó otra vez.

Un viento del norte agitaba los pinos que ahora rodeaban la casa, y las ramas silbaban y golpeaban los vidrios y los muros.

El ruido le impedía dormir. Hubiera querido saber la hora, pero desde hacía muchos años no daba cuerda a los relojes. ¿Qué importaba el tiempo cuando no había citas a las que acudir, ni horarios de trabajo? Las costumbres habían cambiado radicalmente, y él estaba tan viejo que ya casi no vivía. En cierto sentido parecía como si hubiese dejado el tiempo por la eternidad.

Estaba solo en la vieja casa. Los otros dormían en otras partes, o al aire libre en verano. La vieja mansión, con sus fantasmas del pasado, no atraía a nadie. Pero para Ish los muertos estaban más cerca que los vivos.

A falta de reloj, unos vagos resplandores le indicaban que el sol no tardaría en salir. Había dormido bastante para un viejo. Seguiría dando vueltas y vueltas en su cama hasta que alguien —y esperaba que fuese el muchacho llamado Jack— viniese a traerle el desayuno. Sería un hueso de ternera bien cocido, que él podría chupar, y un poco de harina de maíz hervida. La Tribu lo colmaba de atenciones. Se le reservaba especialmente la harina de maíz, un producto raro. Se enviaba a alguien para que le llevara el martillo y lo ayudara a caminar hasta la loma donde se sentaba los días de sol. Casi siempre era Jack quien venía. Sí, lo cuidaban y protegían, aunque era un viejo inútil. Pero a veces los jóvenes que lo creían un dios se impacientaban y lo apremiaban para que respondiese a sus preguntas.

El viento seguía soplando y las ramas azotaban los muros. Pero tenía sueño aún, y al cabo de un rato se durmió, a pesar del ruido.

Los pasos de la montaña y los largos terraplenes de las carreteras parecerían, aun dentro de mil años, estrechos valles y pliegues. Las grandes masas de cemento de las presas durarán como el granito.

Pero el acero y la madera perecerán. Los devorarán tres fuegos.

El más lento de todos es el fuego de la herrumbre, que quema el acero. Concededle algunos siglos, y el puente orgulloso que cruza el abismo sólo será un poco de ceniza roja en las orillas.

Más rápido es el fuego de la podredumbre que ataca la madera.

Pero el fuego más rápido es el de las llamas.

De pronto, Ish sintió que alguien lo sacudía. Se despertó sobresaltado. Y al abrir los viejos ojos, vio a Jack inclinado sobre él; el joven tenía el rostro crispado por el terror.

—¡Levántate! ¡Levántate, rápido! —gritó Jack.

Aguijoneados por aquel brusco despertar, la mente y el cuerpo de Ish parecieron moverse más rápidamente que de costumbre. Con ayuda de Jack se puso algunas ropas. Ahora había un humo espeso en la habitación. Ish tosió; le lagrimeaban los ojos. Afuera se oía crepitar la madera. Bajaron precipitadamente. Al salir de la casa, la fuerza del viento asombró a Ish. El humo huía ante las ráfagas en un torbellino de hojas y ramitas encendidas.

El siniestro no era sorprendente. Ish lo había previsto hacía tiempo. Todos los años la avena silvestre crecía y se secaba en el mismo lugar. Todos los años los jardines desiertos eran más y más un depósito de hojas muertas. Sólo era cuestión de tiempo. Un día el fuego encendido por algún cazador provocaría un incendio. Avivadas por el viento, las llamas devastarían esta orilla de la bahía como habían devastado la otra.

Llegaban a la acera cuando el fuego creció en las malezas que rodeaban la casa vecina. Ish retrocedió. Jack lo arrastró lejos de las llamas. En ese momento Ish advirtió que había olvidado algo, aunque no sabía qué.