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Se encontraron con otros dos muchachos, que miraban el fuego. Entonces Ish recordó:

—¡El martillo! —gritó—. ¡He olvidado el martillo!

En seguida se arrepintió de haber gritado tanto por una pequeñez, y en un momento tan crítico. El martillo no tenía importancia. Pero vio asombrado que sus palabras consternaban a los muchachos. Los tres se miraron, aterrados. Al fin, Jack se volvió bruscamente y corrió hacia la casa, hundiéndose en la espesa humareda que subía de los matorrales del jardín.

—Vuelve, vuelve —le gritó Ish, pero su voz no era muy fuerte, y el humo lo sofocaba.

Sería horrible, pensó, que Jack muriera en el incendio a causa de un simple martillo.

Pero Jack volvió sano y salvo, corriendo, con la piel de puma un poco chamuscada. Los otros dos jóvenes mostraron una rara alegría al ver que traía el martillo.

No podían quedarse allí, evidentemente. Las llamas se acercaban.

—¿Adónde vamos, Ish? —preguntó uno de los muchachos.

A Ish le asombró que consultaran a un viejo, incapaz de decidir rápidamente. Luego recordó que cuando los jóvenes salían de caza le preguntaban también adónde debían ir. Si callaba, lo pellizcaban. No le gustaba que lo pellizcaran e interrogó su viejo cerebro. Los muchachos podrían correr y salvarse, pero él no tendría fuerzas para seguirlos. Pensó con una intensidad que no conocía desde hacía tiempo. No tenía deseos de morir quemado con sus amigos, ni de que lo molestaran. Pensó en la roca donde en otro tiempo habían grabado los números de los años. Alrededor había otras piedras altas y desnudas, que no ofrecían alimento al fuego.

—Vamos a las rocas —ordenó, y ellos entendieron en seguida de qué hablaba.

A pesar de la ayuda de los jóvenes, Ish llegó agotado. Se acostó, sin aliento, y poco a poco recobró las fuerzas. El incendio continuaba su obra devastadora, pero allí no corrían peligro. Se habían refugiado entre dos rocas inclinadas, que se tocaban casi en la punta y parecían encontrarse formando una gruta natural.

Ish cayó en un sueño que era casi un desmayo, pues aquella huida precipitada había afectado su viejo corazón. Cuando recuperó el sentido, se quedó inmóvil, feliz, con una lucidez a la que no estaba ya acostumbrado.

Sí, pensó, la sequedad del otoño y los vientos del norte favorecen los incendios. Y este otoño sigue al verano en que conocí a Jack, cuando hablamos de puntas de flechas. Desde entonces Jack me cuida; se lo ordenó la Tribu seguramente. Al fin y al cabo soy muy importante, soy un dios. No, no soy un dios, pero sí quizás el oráculo de un dios. No, tampoco es así. Me rodean de cuidados y atenciones porque soy el último americano.

Y otra vez, aún con la fatiga de la larga carrera, se durmió, o se desmayó.

Al cabo de un rato, despertó nuevamente, y pensó que no había dormido mucho, pues las llamas aún crepitaban. Al abrir los ojos, vio la bóveda gris de la roca y comprendió que estaba acostado de espaldas. Oyó el ruido de unos pies que se arrastraban y el ladrido de un perro.

Tenía la mente aún más lúcida que hacía un rato, tan lúcida que se sorprendió en un principio, y luego se asustó un poco pues tenía la impresión de ver el futuro al mismo tiempo que el presente.

Este segundo mundo… ha desaparecido también, pensó, y sus pensamientos brillaron y oscilaron como la llama de una vela. He visto cómo se hundía el enorme mundo de antes. Ahora desaparece este pequeño mundo, mi segundo mundo. Lo devoran las llamas. El fuego que conocemos desde hace tanto tiempo, el fuego que nos calienta y que nos destruye. Se decía antes que las bombas nos obligarían a vivir otra vez en las cavernas. Y bien, henos aquí en una caverna, aunque no llegamos por el camino que todos preveían. He sobrevivido a la pérdida del mundo grande, pero no sobreviviré a la destrucción de este mundo pequeño. Soy viejo, y hoy pienso con claridad. Estoy seguro. Es el presagio del fin. Salimos de la caverna, y volvemos a la caverna.

A Ish se le habían aclarado también los ojos, no sólo la mente. Al cabo de un momento, se sintió bastante fuerte como para sentarse y mirar alrededor. Vio sorprendido que además de los tres jóvenes había en la cueva dos perros. Eran perros que se utilizaban para la caza, no muy grandes, de pelo negro y blanco; perros de pastor, se los hubiera llamado en los viejos días. Parecían inteligentes y bien enseñados, y estaban quietos y silenciosos.

Ish se volvió en seguida hacia los jóvenes. Ahora que veía a la vez el pasado, el presente y el futuro, podía reconocer en los tres muchachos la unión de las tres épocas. Todos vestían como Jack. Calzaban unos zapatos de piel de ciervo, y llevaban pantalones de lona con guarniciones de cobre. Se cubrían el torso con pieles de puma, y las garras les colgaban a la espalda. Todos llevaban su arco y carcaj con flechas, y un cuchillo a la cintura. Uno tenía una lanza tan alta como él. Ish la miró con atención y vio que terminaba en un viejo cuchillo de carnicero. La hoja, de unos cuarenta centímetros de largo, era un arma temible.

Ish miró entonces los rostros de los muchachos y vio que no se parecían a los rostros de los hombres de su tiempo. Eran serenos, y sin huellas de temor, preocupaciones o fatiga.

—¡Hola! —dijo uno de los muchachos señalando a Ish con un movimiento de cabeza—. ¡Está mejor! Nos mira.

Había alegría en su voz e Ish lo miró con ternura, y recordó que poco antes había temido que ese mismo muchacho lo pellizcara.

Algo le parecía asombroso; después de tantos años, aquellos muchachos hablaban todavía un idioma que en otro tiempo las gentes llamaban inglés.

Pero en realidad ese idioma ya no era el mismo. El acento había cambiado.

El humo penetraba ahora entre las rocas y lo hacía toser. Las llamas crepitaban más cerca. Debía de arder alguna casa o algún árbol próximo. Los perros gimieron. Pero el aire seguía siendo fresco e Ish no se asustó.

Se preguntó qué les habría pasado a los otros. La Tribu contaba ahora con algunos centenares de miembros. Pero estaba demasiado cansado para hacer preguntas, y la calma de los jóvenes permitía suponer que todos estaban sanos y salvos. Seguramente, pensó, se habían alejado a la primera amenaza de incendio, y quizás, en el último instante, Jack se había acordado del viejo que era también un dios y dormía solo en su casa.

Sí, ahora lo más simple era quedarse quieto y mirar y reflexionar sin hacer preguntas. Observó otra vez a los muchachos.

Uno de ellos jugaba ahora con un perro. Adelantaba la mano y la retiraba y el perro trataba de atraparla con alegres gruñidos. El animal y el muchacho parecían compartir la misma sencilla felicidad. Otro de los jóvenes tallaba una madera de pino. El cuchillo iba formando una figura que apareció poco a poco ante Ish. E Ish sonrió, pues la figura tenía caderas anchas y pechos abundantes; los jóvenes no habían cambiado mucho.

Aunque no conocía sus nombres, salvo el de Jack, todos debían de ser nietos o bisnietos suyos. Sentados en aquella gruta, entre dos altas rocas, jugaban con un perro o esculpían figuras mientras a su alrededor rugía el fuego. La civilización había desaparecido hacía muchos años, ahora ardían los últimos restos de la ciudad, y sin embargo, aquellos tres jóvenes parecían felices.

¿Todo había sido para bien, en el mejor de los mundos? ¡Salimos de la caverna y volvemos a la caverna! Si el elegido no hubiese muerto, si hubieran nacido otros parecidos a él, todo sería diferente. Oh, Joey, Joey. Pero ¿no era mejor así?

De pronto sintió deseos de vivir mucho tiempo, cien años más, y otros cien. Se había pasado la vida observando a los hombres y hubiese querido seguir así indefinidamente. El siglo siguiente, y el milenio siguiente serían épocas interesantes.

Luego, según la costumbre de los ancianos, cayó en una somnolencia entre el pensamiento y el sueño.