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Y las tribus viven aisladas y siguen sus propios caminos, y debido a las características de los sobrevivientes y el lugar, hay más diferencias entre los hombres que en los primeros días del mundo.

Algunos viven temiendo el infierno y no satisfacen ninguna necesidad natural sin una plegaria. Desafían a las mareas en sus botes, se alimentan de peces y moluscos, y recolectan algas.

Otros, de piel más oscura, hablan distinto lenguaje y adoran a una madre y un niño oscuros como ellos. Crían caballos y pavos, cultivan maíz en las llanuras a orillas del río, cazan conejos con trampas y no tienen arcos.

Otros son más oscuros aún. Hablan inglés, con una voz pastosa, y no pueden pronunciar la r. Crían cerdos y gallinas y siembran trigo. Cultivan también algodón, pero sólo para ofrecérselo a su dios, pues saben que es un símbolo de poder. El dios que adoran tiene la figura de un lagarto y se llama Olsaytn…

Otros tiran con habilidad el arco y la flecha y amaestran perros de caza. Discuten en los debates y asambleas. Sus mujeres caminan orgullosamente. El símbolo de su dios es un martillo, pero no le rinden grandes homenajes.

Hay muchos otros, todos diferentes. Con el curso de los años, las tribus se multiplicarán y se aliarán con matrimonios y amistades. Luego, según quiera el ciego destino, nacerán nuevas civilizaciones y estallarán nuevas guerras.

Pasó el tiempo y tuvieron hambre y sed. El fuego se había apagado en algunos sitios, y uno de los jóvenes salió a reconocer el terreno. Al rato volvió con una vieja tetera que había llenado de agua en un manantial. Se la ofreció ante todo a Ish, que bebió a grandes tragos. Después bebieron los otros.

Luego el muchacho sacó una lata del bolsillo. Había perdido el marbete y parecía herrumbrada. Los tres jóvenes discutieron si convendría o no comer el contenido de la lata. Algunas personas habían muerto, declaró uno, por haber comido conservas. No pensaron en pedirle consejo a Ish. Uno dijo que como faltaba el dibujo con un pescado o frutas, no se podía saber qué comida era. Otro declaró entonces que una lata con herrumbre siempre es peligrosa, aunque se sepa qué hay dentro.

Si Ish hubiera entrado en la discusión, les hubiera aconsejado abrir la lata, para examinar el contenido. Pero la vejez le había dado sabiduría y experiencia, y sabía que discutían por el gusto de discutir, y que al fin se pondrían de acuerdo.

Al cabo de un rato, en efecto, abrieron la lata con un cuchillo y descubrieron una sustancia rojiza. Ish reconoció el salmón. El olor era agradable; la herrumbre había respetado el interior de la lata. Repartieron el salmón entre los cuatro.

Ish no comía salmón desde hacía mucho tiempo. La carne se había oscurecido y tenía poco gusto, pero su sabor, o falta de sabor, decidió, se debía quizás a su envejecido paladar. Si no le costase tanto hablar, les hubiera dado a aquellos jóvenes una conferencia sobre los milagros que les permitían comer aquella porción de salmón. Lo habían pescado hacía muchos años, probablemente en las costas de Alaska, a más de mil quinientos kilómetros. Pero los muchachos no lo hubieran entendido. Conocían el océano, que estaba muy cerca. Pero eran incapaces de representarse un buque en alta mar, y no podían imaginar largas distancias.

Ish se contentó con comer en silencio, sin dejar de mirar a los muchachos, sobre todo a aquel que se llamaba Jack. La vida no le había sido fácil. Tenía una cicatriz en el brazo derecho, y si los ojos no lo engañaban a Ish, algún accidente le había torcido la mano izquierda. Sí, Jack había sufrido, y sin embargo en su rostro, como en los de los otros, no había arrugas ni sombras.

Otra vez sintió Ish aquella ternura. A pesar de la cicatriz y la mano torcida, el joven parecía inocente como un niño, e Ish se preguntó si algún día el mundo no lo atacaría y lo sorprendería, indefenso. Recordó la pregunta que le había hecho a Jack: «¿Eres feliz?» Y Jack había respondido de un modo tan raro que Ish no sabía si había oído bien. Ya otras veces le había ocurrido algo parecido. El lenguaje había sufrido pocos cambios, pero las ideas y sentimientos de antes habían desaparecido. Quizá nadie veía ya una clara diferencia entre la alegría y la pena, como en los tiempos de la vieja civilización. Quién sabe si no se habían borrado también otras diferencias.

Quizá Jack no había comprendido exactamente la pregunta de Ish cuando había respondido: «Sí, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida».

Por lo menos, la alegría no había dejado la tierra. Mientras Ish descansaba, los jóvenes jugueteaban con los perros o bromeaban entre ellos. Reían a menudo, y por nada. Y el que tallaba la estatuilla, silbaba una canción. Era una canción alegre, que a Ish le parecía familiar, aunque había olvidado el nombre y la letra. Era una canción que evocaba campanas, y nieve, y luces verdes y rojas, y una fiesta. Sí, seguramente había sido una canción muy alegre en los viejos días, y ahora parecía más alegre que nunca. La alegría había sobrevivido al Gran Desastre.

¡El Gran Desastre! Ish no pensaba en aquellas palabras desde hacía tiempo. Ahora le parecían sin sentido. Si los hombres de los viejos días no hubiesen sido víctimas de una epidemia, lo habrían sido del tiempo. Qué importaba que todos hubieran muerto en algunos meses o más lentamente con el curso de los años. En cuanto a la pérdida de la civilización…

El joven silbaba animadamente, e Ish recordó las primeras palabras de la canción: «Oh, qué alegría…». Podía preguntarle cómo seguía al escultor. Pero se encontraba demasiado cansado para formular preguntas. Aunque tenía la mente clara, de una lucidez casi aterradora.

¿Qué significa esto?, se preguntó Ish. ¿Por qué mi mente está tan despierta? ¿Por la emoción del brusco despertar y la huida de la casa en llamas? Sólo sabía que nunca había pensado tan claramente.

Le asombró la confianza y la serenidad de los jóvenes mientras todo ardía afuera. No sabía cómo explicárselo. Quizá, pensaba, se debía a alguna diferencia entre el presente y los días de la civilización. En los viejos días estos jóvenes hubiesen sido rivales, pues los hombres eran demasiado numerosos. Entonces los seres humanos no prestaban mucha atención al mundo exterior, pues se creían más fuertes que él. Sólo pensaban en vencerse mutuamente, y hasta los hermanos desconfiaban unos de otros. Pero ahora la población era escasa. Estos muchachos ambulaban libremente con el arco en la mano, seguidos por algún perro. Pero de cuando en cuando necesitaban un camarada.

Sin embargo, y a pesar de la claridad de su mente, Ish no estaba seguro de haber descubierto la verdad. Al mediodía, el incendio se había alejado para alimentarse de otras regiones todavía intactas. Ish y los tres muchachos dejaron la caverna y, evitando los sitios aún cubiertos de cenizas ardientes, descendieron la falda de la colina y fueron hacia el sur. Los jóvenes seguían evidentemente un itinerario ya establecido.

Ish no hizo preguntas; debía recurrir a todas sus fuerzas para poder seguirlos. Los muchachos lo esperaban pacientemente, y a menudo Ish se apoyaba en ellos. Cuando caía la tarde, e Ish ya no podía tenerse en pie, levantaron un campamento a orillas de un arroyo. Gracias a los caprichos del viento y la frescura de la vegetación, las llamas habían respetado aquellos sitios.

Por el lecho del arroyo corría un hilo de agua. El ganado y los ciervos habían huido ante el fuego, pero los conejos y las codornices se habían ocultado entre las hojas. Los jóvenes se dispersaron armados de sus arcos y volvieron con varias piezas. Uno de ellos, sin duda por costumbre, se puso a encender un fuego con una barrena de arco; los otros se rieron de él y trajeron algunas brasas del incendio.