En las cercanías del puente, Ish sintió despertar su interés y lamentó no poder hablarles a los jóvenes de los viejos tiempos y contarles cómo había sido el puente con autos que corrían como trombas hacia arriba y hacia abajo, de modo que ningún peatón podía cruzarlo sin jugarse la vida.
Llegaron a la cabecera del este. Más allá se extendía el puente, herrumbroso, pero intacto. Sin embargo, las calzadas estaban muy estropeadas, el suelo se había hundido en algunos sectores y los pilones no estaban a un mismo nivel.
En medio del puente tuvieron que caminar por una viga. Ish miró hacia abajo, vio cómo rompían las olas y advirtió que la armazón, roída por el agua salada y la herrumbre, podía derrumbarse en cualquier momento.
Éste es el camino que ningún hombre recorre hasta el fin. Éste es el río tan largo que ningún viajero llega por él a la mar. Éste es el sendero infinito que serpentea entre las lomas. Éste es el puente que nadie ha atravesado completamente… Feliz aquel que detrás de la niebla y las nubes bajas ve —o cree ver— la otra orilla.
Luego, Ish volvió otra vez al mundo de las tinieblas hasta que advirtió que lo habían sentado sobre una superficie dura y sintió en la nuca el contacto de algo frío. Tenía los pies helados. Alguien le frotaba las manos y él recobraba lentamente el conocimiento.
Estaba sentado sobre la acera, con la cabeza apoyada en la baranda. Lo primero que vio fue el martillo, en el suelo, ante él, con el mango hacia arriba. Dos de los jóvenes le frotaban las manos. Los otros dos miraban, y todos parecían inquietos.
Ish sintió en los pies —y en las piernas, hasta las rodillas— un frío que podía llamarse mortal. Entendió también, pues se le había despejado de nuevo la mente, que aquello no había sido un simple desfallecimiento, propio de la vejez, sino una especie de ataque —apoplejía o síncope cardíaco—, y que los otros tenían miedo.
Jack movió los labios como si hablara y sin embargo no salía ningún sonido. Era incomprensible. Los labios se movieron más y más rápido, como si Jack gritase. De pronto, Ish comprendió que estaba sordo. Esta comprobación le dio más alegría que pena. Desde entonces gozaría de una paz que el hombre normal no puede conocer.
Los otros se pusieron a hablar, es decir a hacer gestos. Trataban desesperadamente de hacerse oír. Ish, perplejo, sacudió la cabeza. Quería explicar que los sonidos no llegaban a él, pero no podía articular una palabra. Se inquietó; en aquella tribu donde nadie sabía leer, era una molestia no poder hablar.
Los jóvenes se habían mostrado respetuosos y amables todo el día. Ahora se impacientaban. Ish adivinaba que le pedían algo y temían que él no lo hiciese. Gesticulaban y señalaban el martillo pero a Ish le pareció inútil tratar de comprender.
Al fin los jóvenes se impacientaron y empezaron a pellizcarlo. Ish era aún sensible al dolor. Gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió avergonzado de esta debilidad, indigna del último americano.
Es raro, pensó, ser un dios viejo. Te rinden homenaje y te maltratan. En el caso de que no atiendas en seguida sus ruegos, tus adoradores emplean la violencia. No es justo.
Sin embargo, a fuerza de reflexionar y observar la mímica de los jóvenes, Ish comprendió al fin. Deseaban que erigiese a alguien y le diese el martillo. El martillo era suyo desde hacía mucho tiempo, y nadie le había propuesto hasta hoy que lo regalara. Pero poco importaba y además deseaba que dejaran de pellizcarlo. Podía aún mover los brazos y con un ademán indicó que le daba el martillo al joven Jack.
Jack tomó el martillo y lo balanceó en la mano derecha. Los otros tres retrocedieron unos pasos, e Ish sintió una rara piedad por el joven que heredaba su único bien.
Pero por lo menos todos parecían aliviados. El martillo ya tenía heredero, y dejaron de atormentar a Ish.
Ahora podía descansar, pensó Ish; había cumplido su tarea y estaba en paz consigo mismo. Se moría, no podía ignorarlo, allí, en el puente. No sería el primero. Cuántos otros habían muerto allí, víctimas de algún accidente de tránsito. Él hubiese pedido morir, también, en un accidente semejante. Último sobreviviente de la civilización, volvía allí para morir. Eso lo alegraba. Se repetía vagamente una frase inconclusa que había leído en un libro, cuando leía tantos libros: «Los hombres van y vienen…» Pero sin la segunda mitad era trivial, no significaba nada.
Miró a sus compañeros. Tenía una niebla ante los ojos, y no podía ver muy bien. Sin embargo, alcanzó a distinguir a los dos perros, echados tranquilamente, y a los cuatro jóvenes —tres estaban juntos, y el otro un poco apartado— sentados a su alrededor en un semicírculo. Lo miraban. Eran jóvenes, y en el ciclo de la humanidad tenían miles de años menos que él. Él, Ish, era el último representante del mundo antiguo; ellos eran los primeros del nuevo. ¿Recomenzaría la lenta evolución del pasado? Esperaba que no. Demasiados males habían ayudado a crear la civilización: la esclavitud, conquistas, guerras, tiranías.
Los ojos de Ish buscaron el puente, más allá del grupo de jóvenes. Ahora, en sus últimos instantes, se sentía más cerca del puente que de los seres humanos. El puente, como él, había sido parte de la civilización.
A cierta distancia se veía un auto, es decir los restos de un auto. Ish recordó el coche que había estado allí tanto tiempo. La pintura se había descascarado, los neumáticos se habían desinflado, y los excrementos de las aves marinas cubrían la capota. Era raro, y por otra parte sin importancia, pero recordaba que el propietario del auto había sido un tal James Robertson —con una E., una T. o una P. o una inicial parecida en el medio—, domiciliado en Oakland.
Sin embargo, Ish no se quedó mirando el coche. Alzó los ojos hacia los altos pilones, y los grandes cables de curvas perfectas. Esa parte del puente parecía aún en perfecto estado. Resistiría mucho tiempo y vería pasar a varias generaciones humanas. Los parapetos, los pilones y los cables tenían un color purpúreo, y la herrumbre no los había atacado sino superficialmente. Pero generaciones de gaviotas habían blanqueado la cima de los pilones.
Sí; el puente podía durar años, pero la herrumbre lo consumiría poco a poco. Los terremotos sacudirían los cimientos, y un día de tormenta caería un arco. Las creaciones del hombre, como él mismo, no serían eternas.
Cerró los ojos e imaginó las curvas de las montañas que rodeaban la bahía. Desde la destrucción de la civilización, la forma de las lomas no había cambiado. El tiempo, tal como lo concebía el hombre en su estrecha imaginación, no las había afectado. Gracias a la bahía y las lomas, Ish moría en el mundo donde había vivido.
Abrió otra vez los ojos y vio los dos picos puntiagudos que coronaban la cadena. «Los Pechos Gemelos»; así se los llamaba en otro tiempo. Se acordó de Em y su madre. La tierra, Em y su madre se unieron en su mente y se sintió feliz. Ahora volvía a ellas.
No, pensó al cabo de un momento. Es necesario que vea claramente la muerte, como la vida. Por lo menos con esta débil luz que hay en mí ahora. Estas montañas, a pesar de su forma, no tienen nada en común con Em, ni con mi madre; pero ellas me recibirán, recibirán mi cuerpo, aunque sin amor. Les soy indiferente. He estudiado las leyes del mundo físico, y sé que las montañas, aunque eternas a los ojos de los hombres, también cambian.
Viejo, cansado y moribundo, Ish hubiese querido encontrar ante sus ojos algo que no fuera dominado por el tiempo. Tenía frío, se le entumecían los dedos, perdía la vista.