—¿Hay otros sobrevivientes? —preguntó.
El hombre y la mujer se miraron. La mujer se rió. No parecía conocer otro lenguaje.
—No —dijo el hombre—, no en los alrededores. —Hizo una pausa y echó una mirada a la mujer—. No hasta ahora, por lo menos.
Ish miró la mano del hombre, aún en el bolsillo de la chaqueta. La mujer movía las caderas y entornaba los párpados, como diciendo que se quedaría con el vencedor. En los ojos de la pareja no había huellas de aquel dolor que nublaba los ojos del borracho. Y sin embargo, quizás habían sufrido demasiado también, y de algún modo habían perdido la razón. Ish comprendió de pronto que nunca había estado tan cerca de la muerte.
—¿Adónde va? —preguntó el hombre.
—Oh, sólo daba una vuelta —dijo Ish.
La mujer se echó a reír. Ish se volvió y caminó hacia el coche pensando que en cualquier momento recibiría un tiro en la espalda. Llegó al coche, subió y se alejó…
Esta vez no oyó ningún sonido, pero al volver la esquina, allí estaba ella, plantada en medio de la calle: una adolescente de piernas largas y melena rubia. Durante un momento no se movió, como un ciervo sorprendido en un claro del bosque. Luego, con la rapidez de un temeroso animal acosado, se dobló en dos, y protegiéndose de la luz del sol trató de ver detrás del parabrisas. En seguida echó a correr, como un animal, y se escabulló entre las tablas de una cerca.
Ish bajó del coche, fue hasta la empalizada y llamó varias veces. No hubo respuesta. Si hubiera oído una risita burlona en una ventana, o hubiese visto el revoloteo de una falda en una esquina, quizás habría seguido buscando. Pero, evidentemente, la huida de la muchacha no era un coqueteo. Quizás había aprendido dolorosamente que sólo así podía salvarse. Ish esperó un rato, pero como la muchacha no reaparecía, se puso otra vez en marcha…
Oyó otras bocinas, pero callaban antes que pudiese localizarlas. Al fin vio un viejo que salía de un almacén, con un cochecito de niño donde se apilaban latas y cajas. Ish se acercó y vio que no era tan viejo. Sin la barba blanca y enmarañada no hubiese representado más de sesenta años. Llevaba un traje arrugado y sucio. Debía de dormir vestido desde hacía un tiempo.
Ish descubrió que el viejo era más comunicativo que los otros, pero no mucho. Llevó a Ish a su casa, no muy lejos. En las habitaciones se amontonaban toda clase de cosas: algunas útiles, otras totalmente inútiles. Dominado por una manía posesiva, el viejo se transformaría pronto en un ermitaño y un avaro. Antes del desastre había tenido mujer y había trabajado en una ferretería; aunque probablemente siempre se había sentido desgraciado y solo, con muy pocos amigos. Ahora era en verdad más feliz que nunca, pues no había nadie que estorbase sus ansias de rapiña ni que le impidiese retirarse a vivir rodeado de pilas de mercancías. Guardaba alimentos envasados; a veces cajones enteros, o simples montones de latas. Pero había también una docena de cestos de naranjas, que no podría consumir antes que se pudrieran. Algunos sacos de celofán se habían roto, y los guisantes cubrían el piso. Ish vio además varias cajas de lámparas eléctricas y tubos de radio, un violonchelo —aunque el hombre no sabía música—, más de cien ejemplares de una misma revista, una docena de despertadores y otras muchas cosas que el viejo había reunido, no con la idea de utilizarlas un día, sino porque esa acumulación le daba una agradable sensación de seguridad. El viejo era a veces simpático, pero no pertenecía ya, pensó Ish, al mundo de los vivos. La catástrofe había transformado a un hombre taciturno y solitario en un maníaco a un paso de la locura. Seguiría en el futuro apilando cosas a su alrededor, y encerrándose cada vez más en sí mismo.
Sin embargo, cuando Ish se levantó para irse, el viejo, presa del pánico, lo tomó por el brazo.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó, excitado—. ¿Por qué se me perdonó la vida?
Ish contempló el rostro descompuesto por el terror, la boca abierta de donde colgaba un hilo de baba.
—Sí —respondió irritado y aliviado a la vez por poder dar rienda suelta a su cólera—. Sí. ¿Por qué vive usted y han muerto tantos hombres capaces?
El viejo miró involuntariamente alrededor. Su terror era abyecto, casi animal.
—Eso mismo me asusta —gimió.
Ish lo compadeció.
—Vamos —dijo—. No hay motivo para asustarse. Nadie sabe por qué ha sobrevivido. ¿No lo mordió alguna serpiente de cascabel?
—No.
—Bueno, no importa. La cuestión de la inmunidad natural es un misterio. Las epidemias más graves no atacan a todo el mundo.
Pero el otro sacudió la cabeza.
—Debo de haber sido un gran pecador —dijo.
—En ese caso lo hubieran castigado.
—Quizás… —El viejo se interrumpió y miró alrededor—. Quizá me reservan un castigo especial.
Y el viejo se estremeció de pies a cabeza.
Al acercarse a la barrera de peaje, Ish se preguntó maquinalmente si tendría monedas. En un segundo de extravío imaginó una escena absurda donde deslizaba una moneda imaginaria en una mano imaginaria. Pero aunque tuvo que aminorar la marcha para cruzar el estrecho pasaje, no sacó la mano por la ventanilla.
Había decidido llegar a San Francisco. Pero luego comprendió que lo había atraído la idea de ver el puente. Era la más audaz y la más grande de las obras del hombre en aquella región. Como todos los puentes, era un símbolo de unidad y seguridad. San Francisco sólo había sido un pretexto. Había deseado realmente renovar alguna suerte de comunión con el símbolo del puente.
Ahora el puente estaba desierto. Donde seis líneas de coches habían corrido hacia el este y el oeste, las franjas blancas se prolongaban hasta unirse. Una gaviota que se había posado en la barandilla sacudió perezosamente las alas al acercarse el coche y descendió al agua planeando.
Ish tuvo el capricho de cruzar hacia la izquierda y avanzó sin encontrar obstáculos. Atravesó el túnel, y las altas y magníficas torres y las largas curvas del puente colgante se alzaron ante él. Como de costumbre, se habían estado pintando algunas partes; un cable rojo anaranjado se destacaba sobre el gris plateado común.
De pronto, vio algo raro. Un coche, deportivo verde, estaba estacionado junto al parapeto, apuntando al este.
Ish lo miró al pasar. Adentro no había nadie, nada. Siguió adelante. En seguida, cediendo a la curiosidad, describió una larga curva y fue a detenerse junto al cupé.
Abrió la portezuela y examinó los asientos. No, nada. ¿El conductor, desesperado, atacado por la enfermedad, se habría arrojado al agua saltando por encima de la barandilla? O quizás el motor se había descompuesto y él, o ella, había detenido a otro coche, o había continuado a pie. Las llaves estaban aún en el tablero; la licencia de conductor colgaba del volante: John Robertson, número tal, calle Cincuenta y cuatro, Oakland. Nombre y dirección comunes. El coche del señor Robertson era ahora dueño del Puente.
De vuelta en el túnel, Ish pensó que podría haber resuelto parte del problema intentando poner en marcha el motor. Pero en realidad no importaba… como no importaba, tampoco, que marchase otra vez hacia el este. Habiendo dado media vuelta para acercarse al cupé, Ish siguió simplemente en línea recta. San Francisco, estaba seguro, nada podía ofrecerle…
Algo más tarde, como había prometido, Ish volvió a la calle donde había hablado —si aquello podía llamarse hablar— con el borracho.
Encontró el cuerpo caído en la acera, frente al bar. Después de todo, reflexionó Ish, el cuerpo humano sólo puede absorber una cantidad limitada de alcohol. Ish recordó los ojos del borracho, y no pudo sentir pena.