Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hubiesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o creyó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos millones de cadáveres.
Tiempo después, después de una jornada dedicada a la lectura, sintió hambre. Fue a la cocina y buscó en la nevera un poco de queso. Miró casualmente el reloj eléctrico y se sorprendió. Las nueve y treinta y siete. Creía que era más tarde. Mientras volvía a la sala, masticando el primer bocado de queso, consultó su reloj de pulsera: las agujas señalaban las diez y nueve minutos. Al fin el viejo reloj se ha descompuesto, pensó. No era raro. Recordó cómo se había sorprendido al llegar después de la catástrofe y ver que las manecillas se movían.
Retomó el libro. Un viento del norte con un acre olor a humo sacudía las ventanas. Pero el olor no le llamaba la atención. Muy a menudo el humo de los bosques incendiados era negro y espeso como una nube de tormenta. Al cabo de un rato parpadeó y acercó los ojos a la página. Este humo me hace lagrimear, pensó. Casi no veo. Acercó el libro a los ojos y le pareció que toda la habitación se oscurecía. Con un sobresalto se volvió hacia la lámpara eléctrica, sobre la mesa de bridge.
En seguida, se levantó de un salto, con el corazón palpitante, y salió al porche. Miró la amplia perspectiva de la ciudad. Las luces brillaban aún en las calles. La guirnalda de globos amarillos seguía encendida en el puente, y en lo alto de los pilones parpadeaban las luces rojas. Miró con más atención. Las luces parecían menos brillantes que de costumbre. ¿Sería efecto de su imaginación? ¿O las velaba la humareda? Volvió a su sillón y trató de leer para olvidar sus temores.
Pero en seguida parpadeó otra vez. Miró la lámpara, perplejo. Y recordó de pronto el reloj de la cocina. Bueno, pensó, era inevitable.
En el reloj de pulsera eran ahora las diez cincuenta y dos. Fue a la cocina. El reloj indicaba las diez y catorce. Sacó cuentas rápidamente. El resultado confirmaba sus temores. El reloj eléctrico había atrasado seis minutos en tres cuartos de hora.
Sabía que el reloj de pared marchaba con impulsos eléctricos: una frecuencia de sesenta por minuto. Ahora estos impulsos se habían espaciado. Un técnico hubiera calculado fácilmente la frecuencia actual. Él hubiese podido hacerlo también, pero no le serviría de nada. Se sintió de pronto descorazonado. El sistema eléctrico se deterioraría cada vez más rápidamente.
Regresó a la sala. Esta vez era indiscutible. La luz había palidecido. Las sombras invadían los rincones de la habitación.
Las luces se apagan. Las luces del mundo, pensó, y conoció el terror de un niño abandonado en la oscuridad.
Princesa dormitaba en el piso. La disminución de la luz no la molestaba, pero se le contagió la inquietud de su amo y se incorporó gimiendo.
Ish salió otra vez al porche. De minuto en minuto, las largas guirnaldas de luces eran menos y menos claras, más y más amarillentas. El viento apresuraba aquella muerte, cortando aquí unos cables, interrumpiendo allá un circuito. El fuego que se extendía por las lomas vecinas quemaba las líneas, y hasta quizás alguna central.
Al cabo de un momento las luces dejaron de palidecer y se mantuvieron en un vago resplandor. Ish regresó a la sala, y acercando otra lámpara pudo leer cómodamente. Princesa volvió a su sueño. A pesar de la hora, Ish no tenía deseos de acostarse. Era como si estuviese velando el cadáver de su más caro y viejo amigo. «Hágase la luz. Y la luz se hizo», recordó. Parecía que el mundo hubiera llegado al otro extremo de su historia.
Poco después fue a mirar el reloj. Se había parado. Las dos agujas en lo alto del cuadrante señalaban las once y cinco.
Las manecillas del reloj de pulsera, en cambio, habían pasado la medianoche. Las luces se extinguirían totalmente dentro de unas pocas horas, o se mantendrían así algunos días.
Ish no se decidía a acostarse. Trató de leer y al fin se quedó dormido en el sillón.
En cuanto a la electricidad, los dispositivos de las centrales eléctricas eran tan ingeniosos que aun en pleno desastre no fue necesario ningún cambio. Los hombres habían sido vencidos por la enfermedad, pero las dínamos hacían correr aún a lo largo de los cables sus regulares vibraciones. Después de la breve agonía de la humanidad, las luces no perdieron nada de su brillo. Cuando caía un cable privando de electricidad a todo un pueblo, otro en seguida se encargaba de su tarea. Si se detenía una dínamo, sus hermanas, a lo largo de una línea de centenares de kilómetros, redoblaban sus esfuerzos.
Sin embargo, todo sistema, cadena o camino, tiene su punto débil El agua puede correr durante años, las grandes dínamos pueden girar sobre sus bien aceitados cojinetes; pero hay un punto débiclass="underline" los reguladores que gobiernan las dínamos y que no son totalmente automáticos. Anteriormente se los examinaba cada diez días. Se los aceitaba una vez por mes. Pasaron dos meses sin que se presentaran los inspectores, y las reservas de aceite se agotaron; uno a uno, a lo largo de las semanas, los reguladores dejaron de funcionar.
Cuando un regulador se detiene, el grifo cambia automáticamente de ángulo y no fluye el agua. La dínamo se para entonces y no produce más electricidad. Muchas dínamos, una tras otra, quedan así inactivas. Las otras deben hacer un trabajo demasiado grande, y pocos días más tarde se detiene totalmente el sistema.
Cuando Ish despertó, las lámparas apenas alumbraban. Los filamentos eran de un rojo anaranjado. En la habitación reinaban las sombras.
¡Las luces se apagan! Cuántas veces, en el curso de los siglos, se había oído esa frase, pronunciada a veces con indiferencia, otras con pánico, literal o simbólicamente. ¡Cuánto había significado la luz en la historia del hombre! La luz del mundo. La luz de la vida. La luz del conocimiento.
Ish se estremeció. Pero, al fin y al cabo, la electricidad había sobrevivido al hombre gracias a los sistemas automáticos. Recordó el día en que había descendido de las montañas, sin saber nada del desastre. Había pasado ante una central eléctrica y concluyó que todo era normal porque el agua seguía corriendo por las esclusas y las dínamos zumbaban regularmente. Y quizás en otras partes la oscuridad era ya total. Quizás estas lámparas eran las últimas en extinguirse, y ya no habría más luz en el mundo.
No tenía ganas de dormir. Era su deber quedarse despierto. Pero esperaba que el último acto del drama fuese breve. La luz disminuyó todavía más. Es el fin, se dijo. Pero las lámparas seguían encendidas. El filamento era ahora de un rojo cereza.
Y otra vez se ensombrecieron. La obra de la destrucción se aceleraba, como un trineo que desciende una colina, lentamente al principio, luego más y más rápido. Durante un segundo, las luces parecieron brillar con más fuerza, y luego desaparecieron.
Princesa se agitó y ladró en sueños. ¿Era un toque de difuntos?
Ish salió de la casa, diciéndose, sin convicción, que había habido un desperfecto en el sistema del barrio. Escudriñó la oscuridad. Detrás de las tinieblas, que el humo hacía más densas aún, brillaba débilmente una luna anaranjada. No se veía otra luz, ni en las calles ni en el puente: era, pues, el fin. «Apáguese la luz. Y la luz se apagó.»