Выбрать главу

—Parásitos del hombre, en realidad, me parece —dijo Ish, y luego notando que Em parecía interesada añadió—: A propósito de parásitos, no les faltan a las ratas. Como las hormigas. Cuando una especie crece demasiado, siempre cae sobre ella alguna peste… quiero decir… —De pronto, había recordado algo. Tosió para ocultar su titubeo y terminó con un tono indiferente—: Sí, alguna peste caerá sobre ellas.

Parecía que Em, no había notado nada.

—Entonces —dijo—, sólo nos queda cruzarnos de brazos y esperar el triunfo de los parásitos de las ratas.

Ish no le transmitió sus inquietudes. La peste que había recordado era aquella peste bubónica tan común entre las ratas. Y la peste la transmitían las pulgas, unas pulgas infectadas que dejaban gustosamente las ratas muertas por los hombres. La perspectiva de vivir rodeados de millones de ratas que podían propagar la peste era horrible, y podía enloquecer a cualquiera. Ish bañó la casa con DDT y hasta roció sus ropas y las de Em. Naturalmente, ella se sorprendió y él le confesó sus temores.

Em no pareció impresionada. Era de un coraje capaz de enfrentar pruebas aún más duras que la peste, y quizás había también en ella una sombra de fatalismo. La prudencia indicaba que debían dejar la ciudad en seguida, e instalarse en cualquier sitio —el desierto, por ejemplo— donde las ratas no pudieran vivir.

Sin embargo, ambos habían decidido ya que no podrían vivir una vida cimentada en el miedo. Pero Em era más valiente que Ish. Las ratas horrorizaban tanto a Ish que a veces, dominado por el pánico, quería arrastrar a Em al coche y huir rápidamente. En esos momentos, la energía de Em lo sostenía.

Ish examinaba atentamente las ratas, todos los días, buscando en ellas algún síntoma de enfermedad. Pero parecían más activas que nunca.

Un día, temprano, Em lo llamó desde la ventana:

—¡Mira, se pelean!

Ish se acercó sin mucho interés. Se trataba, probablemente, de alguna especie de juego amoroso. Pero no era así.

Una rata grande se había lanzado sobre otra más pequeña. Esta se defendía y paraba los golpes con la energía de la desesperación. Iba a meterse en un agujero demasiado pequeño para la otra, cuando una tercera rata, todavía más grande, apareció de pronto y la atacó. De la garganta de la víctima salió un hilo de sangre y la atacante se la llevó a rastras, mientras la que había iniciado la lucha la seguía de cerca.

Con botas, guantes, y armado de un palo, Ish salió en busca de comestibles. Le sorprendió encontrar pocas ratas en las tiendas, pero luego descubrió que no había quedado nada que los roedores pudieran llevar o comer. El suelo estaba sembrado de papeles, cartones rotos y excrementos. Hasta habían roído los marbetes de las latas de conserva, y a veces era difícil saber qué contenían. Por ahora el hambre amenazaba a aquellas hordas más que la enfermedad. Llevó las nuevas a Em.

A la mañana siguiente soltaron a Princesa para que diese su paseo cotidiano. Algunos minutos más tarde, la vieron regresar precipitadamente, aullando, perseguida por una vanguardia de ratas, y ya con dos o tres en el lomo. Le abrieron la puerta y tres o cuatro ratas aprovecharon para entrar. Princesa se ocultó bajo el diván, temblando y gimiendo. Abandonados por el principal protagonista del drama, Ish y Em pasaron un cuarto de hora persiguiendo a las intrusas. Luego examinaron toda la casa, de arriba abajo, ayudados esta vez por Princesa que apenas había salido de su susto, para asegurarse que no había quedado ninguna rata detrás de un armario o la biblioteca. Desde entonces no dejaron salir a Princesa, y hasta le pusieron un bozal por si enfermaba de hidrofobia.

Pero ya no había dudas: las ratas se devoraban entre ellas. A veces muchas unían sus fuerzas contra una sola. Parecían menos numerosas. Aunque se ocultaban de ellas mismas.

A pesar del disgusto que no lograba vencer, la invasión ofreció a Ish un interesante estudio de ecología, casi un problema de laboratorio. Las provisiones que había acumulado el hombre se habían transformado en alimentos para ratas. Luego, al agotarse los cereales, los frutos secos y los sacos de habas, aún les quedaba el recurso de devorarse entre ellas. Y la especie seguiría viviendo sin que nadie sufriera de hambre.

—Primero desaparecerán las viejas, las enfermas y las débiles —comentó Ish—; luego, aquellas un poco menos enfermas, menos viejas y débiles, y así sucesivamente…

—Y al fin —concluyó Em, que mostraba a veces una lógica desconcertante—, no quedarán más que dos grandes ratas para pelear, lo mismo que los gatos de Kilkenny[1].

Ish explicó que, sin llegar a ese caso extremo, las ratas, ya más escasas, encontrarían otros medios de subsistencia.

Era indudable que las ratas no destruían la especie en beneficio de algunos individuos; en realidad salvaban la especie. Si hubiesen sido animales sentimentales, resignándose a morir de hambre antes que devorar a un compañero, habrían corrido un gran peligro. Pero eran realistas, y el porvenir de la especie estaba asegurado.

El número de ratas disminuía día a día. Una mañana pareció que no había quedado una sola. Pero Ish sabía que aún había muchas en la ciudad y que su desaparición aparente era un fenómeno común. En épocas normales, las ratas vivían ocultas, y habitaban preferentemente en agujeros y zanjas cubiertas de escombros. Sólo cuando se propagaron demasiado, y los viejos refugios fueron insuficientes, salieron a la luz.

Probablemente, pensó Ish, alguna enfermedad había contribuido a su desaparición, pero esto era sólo una conjetura. Gracias a su ferocidad fratricida, los cadáveres eran poco numerosos. Ish sospechaba que las ratas habían servido de tumbas vivientes a muchos seres humanos víctimas de la epidemia.

Le asombraba la discreción de los ratones. Primero habían aparecido las hormigas, luego las ratas. Entre los dos, podían haberse presentado los ratones. Las circunstancias los favorecían, y se reproducían más rápidamente que las ratas. Ish nunca se explicó el fenómeno y se contentó con felicitarse.

Tanto a Ish como a Em les costó recobrarse de aquel horror. Decidieron al fin que Princesa no había contraído la rabia. La soltaron, y la vida recuperó su normalidad, y olvidaron el continuo ajetreo de aquellos cuerpos grises.

Las fábulas nos han inducido a error. El rey de los animales no era el león, sino el hombre. Y su reino fue a menudo cruel y tiránico.

Pero cuando se oyó el grito de «El rey ha muerto», nadie respondió: «¡Viva el rey!».

En otro tiempo, cuando un monarca moría sin dejar herederos, sus capitanes se disputaban el trono, y si alguno de ellos no superaba en fuerza a los otros, el reino se desmembraba. Y así pasaba ahora, pues la hormiga, la rata, el perro y la abeja son de inteligencia similar. Durante cierto tiempo, habrá luchas, rápidos encumbramientos, bruscas caídas, luego la tierra disfrutará de una calma y una paz que no conoce desde hace veinte mil años.

Otra vez la cabeza de Em se apoyaba en el hueco del brazo de Ish, y él miraba tiernamente los ojos negros.

—Bueno —dijo ella—, es hora de que empieces con esos libros de medicina.

Ish no tuvo tiempo de decir una palabra. Em se estremeció y se echó a llorar. Él nunca había imaginado que el miedo pudiera dominarla. Sintió de pronto su propia debilidad. ¿Qué ocurriría si ella se acobardaba?

—Querida —dijo Ish—. Quizás hay tiempo aún de hacer algo. ¿Por qué sufrir esa prueba?

—Oh, no es eso, ¡no es eso! —protestó Em, estremeciéndose aún—. Te he mentido. No con mis palabras, sino con mi silencio. Pero es lo mismo. Eres tan bueno… Me dices que tengo manos hermosas. Ni siquiera te has fijado en el azul de las lúnulas.

вернуться

1

Según la leyenda, los gatos de Kilkenny, Irlanda, pelearon hasta que no quedó de ellos más que las colas. (N. del T.)