—Espera —dijo Em de pronto—. Las navidades no pueden estar muy lejos. No lo había pensado. ¿Crees que podré bajar a la ciudad antes que cierren las tiendas para comprarte una corbata?
Ish la miró sonriendo.
—Estas navidades deberían ser bastante lúgubres, y sin embargo estoy contento.
—El año próximo —dijo Em— será mejor. Le regalaremos el primer árbol.
—Sí, y un sonajero, ¿no te parece? Pero más hermoso será cuando tenga un tren eléctrico, que yo manejaré. No, pobrecito. No habrá para él trenes eléctricos. Aunque quizá nuestros nietos, dentro de veinticinco años, puedan disfrutar otra vez de la electricidad.
—¡Veinticinco años! En ese entonces seré una vieja. Pienso ahora en el porvenir más que en el pasado. Hasta hace poco tiempo el pasado me obsesionaba. Pero ahora… ¿Y los años? Habrá que señalar los años. Los náufragos en las islas desiertas hacen unas marcas en las cortezas de los árboles, ¿no es así? El niño querrá saber qué día ha nacido. Le servirá para votar, o sacar un pasaporte. Aunque quizá tú no quieras establecer estas formalidades. ¿En qué año estamos realmente?
Es algo bien femenino, pensó Ish, subordinar ideas tan importantes al futuro de un niño que aún no ha nacido. Sin embargo, como siempre, o casi siempre, el instinto de Em era infalible. Sería una lástima que se rompiera el hilo de la historia. Los arqueólogos, sin duda, podrían retomarlo alguna vez, pero podría evitárseles desde ahora ese trabajo.
—Tienes razón —dijo—. Por otra parte, es muy simple. Sabemos en qué año estamos, y cuando decidamos que ha empezado otro, grabaremos la fecha en una roca.
—¿No es tonto comenzar por un año de cuatro cifras? —dijo Em—. Para mí… —Se interrumpió y paseó a su alrededor una de aquellas calmas miradas que daban a veces la impresión de una dramática intensidad—. Para mí, este año será el año uno.
Aquella tarde dejó de llover. Las nubes estaban aún muy bajas, pero el aire era claro y limpio. Habrían podido verse las luces de San Francisco, si hubiesen estado encendidas.
Ish, de pie en el porche, miraba el oscuro oeste, y aspiraba profundamente el aire fresco y húmedo. Sentía aún aquella exaltación.
Hemos terminado con el pasado, se dijo. Estos últimos meses, esta cola de año, son sólo pasado. Es la hora cero, y estamos entre dos eras. Comienza una nueva vida. Comienza el año uno. ¡El año uno!
Ahora, ante él, en la oscuridad, ya no se extendía un mundo desierto, y en perpetuo cambio. En los años próximos se asistiría a la lucha de una sociedad que renacía de sus cenizas, y se ponía otra vez en camino. Y él, Ish, no sería el único espectador, o no sería sólo eso. Sabía leer. Tenía ya bastantes conocimientos. Añadiría otros, técnicos, psicológicos, políticos, si fuese necesario.
Otros sobrevivientes se unirían a él, hombres de valor, que colaborarían en la creación del mundo nuevo. Se prometió buscarlos. Buscaría con cuidado, apartando a todos los desequilibrados y enfermos.
Pero en lo más hondo de su ser acechaba aún un profundo terror. Em podía morir, y el espíritu del futuro desaparecería con ella. Y sin embargo, este terror no era real. El corazón de Em era una llama demasiado clara. Em era la vida misma. Era imposible asociarla a la idea de la muerte. Era la luz del futuro y sus hijos participarían de esa gloria. Oh, madre de las naciones. Tus hijos te bendecirán.
Él, solo, hubiera seguido viviendo, sintiendo que la muerte se acercaba furtivamente, como la oscuridad que una vez, al desaparecer las luces, lo había asaltado desde todos los rincones. Pero Em, con su esfuerzo, rechazaba la muerte, y la vida renacía ya en su seno. En aquella claridad, no había temores.
Era raro, y aun lógico, que el pensamiento de un niño cambiara así todas las cosas. Ish había conocido la desesperación, ahora lo iluminaba la esperanza. Imaginó el día en que el sol se pondría otra vez en el extremo meridional de su arco, y los dos —o los tres— irían a esculpir en una roca el número que conmemoraría el fin del año uno. No todo había terminado. La llama de la vida seguiría encendida.
Oh, mundo sin fin, pensó. Y con los ojos fijos en el extremo oriental de la ciudad desierta, aspiró a bocanadas el aire fresco y húmedo, y escuchó las palabras que cantaban en su interior: Oh, mundo sin fin. ¡Mundo sin fin!
Años fugitivos
No lejos de San Lupo había habido un jardín público. Unas grandes rocas componían un pintoresco escenario, y dos de ellas, unidas en la cima, formaban una gruta estrecha y alta. Una superficie rocosa, lisa y espaciosa como el piso de una pequeña habitación, y donde uno podía sentarse cómodamente, recubría la falta de la loma. En otro tiempo, muy anterior a lo que llamaban ahora los viejos días, había habitado allí una tribu, y en la superficie rocosa se veían aún unos agujeros donde los indios maceraban los granos con piedras.
Las estaciones habían cumplido su ciclo, y el sol, por segunda vez, declinaba al sur del Golden Gate, cuando un día Ish y Em subieron por la colina hacia las rocas. Era una serena y soleada tarde de invierno. Em llevaba al bebé, envuelto en una manta suave. Aunque ya otra vez embarazada, conservaba su ligereza de movimientos. Ish cargaba un martillo y un cincel. Princesa había salido con ellos, pero, como de costumbre, había desaparecido detrás de alguno de sus conejos.
Cuando llegaron a las rocas, Em se sentó al sol para alimentar al bebé, e Ish golpeó con el martillo y el cincel la lisa superficie. La roca era dura, mas pronto trazó una línea recta. Pero sería divertido adornarla un poco, y la conmemoración del primer circuito del sol, de sur a sur, bien merecía alguna ceremonia.
Añadió, pues, un trazo en la base de la línea recta y un gancho en la cabeza, y la figura se pareció así a una I de los viejos tiempos de la imprenta.
Terminada su obra, Ish se sentó al sol, junto a Em. El satisfecho bebé reía feliz. Jugaron con él.
—Bueno, ha pasado el año uno —dijo Ish.
—Sí —respondió Em—, pero yo lo llamaría el año del bebé. La memoria recuerda mejor los nombres que los números.
Así, desde el principio, llamaron a veces a un año no con un número sino por algún acontecimiento.
En la primavera del segundo año, Ish sembró su primer huerto. La horticultura nunca le había gustado, y por eso quizás a pesar de sus buenos propósitos, y dos tentativas poco entusiastas, no obtuvo nada el primer año. No obstante, al revolver con su azada el suelo húmedo y negro, sintió que el contacto con la tierra lo satisfacía de algún modo.
Ésta fue, por otra parte, la única alegría que le dio su huerto. Algunas semillas —costaba mucho encontrarlas a causa de las depredaciones de las ratas— eran viejas y no germinaban. Pronto aparecieron los caracoles y las babosas. Una caja de veneno los eliminó rápidamente. Pero cuando las lechugas empezaban a brotar, una cabra saltó la cerca y sólo dejó unas pocas hojas. Ish reforzó la cerca. Entonces aparecieron los conejos con sus galerías subterráneas. Más destrozos y más trabajo. Una tarde, Ish oyó unos ruidos y llegó justo a tiempo para ahuyentar una vaca que intentaba derribar la empalizada.
De noche, Ish despertaba con pesadillas de cuervos voraces, conejos y vacas que rondaban el huerto y miraban sus legumbres con ojos brillantes como ojos de tigre.
En junio les llegó el turno a los insectos. Roció las legumbres con insecticidas, hasta que se preguntó si se atrevería a comerlas luego, cuando alcanzaran la madurez.