Los cuervos fueron los últimos en encontrar el huerto, en julio, aunque compensaron la tardanza con el número. Ish mató algunos. Pero parecía como si pusiesen centinelas: cuando él les daba la espalda, caían sobre los macizos. Ish no podía vigilarlos todo el día. Los espantapájaros y los espejos los alejaron unas horas, pero los cuervos pronto perdieron el miedo.
Al fin, Ish decidió proteger las legumbres con cortinas de alambre, y cosechó una planta de lechuga, y algunas cebollas y tomates raquíticos. Dejó granar algunas plantas y guardó las semillas para el futuro.
Su labor de horticultor aficionado lo había descorazonado profundamente. Cultivar legumbres cuando otros miles de ciudadanos hacen lo mismo, es relativamente fácil; pero no ocurre así cuando vuestra huerta es la única en muchos kilómetros a la redonda, y todos los vegetarianos del mundo animal, mamíferos, pájaros, moluscos, insectos llegan al galope o por el aire, a rastras o a saltos, y aparentemente llamando a sus compañeros con el grito universal de: «¡A comer!».
Hacia fines del verano, nació el segundo hijo. La llamaron Mary, como habían llamado John al primero, para que los viejos nombres no desaparecieran de la faz de la tierra.
La recién venida sólo tenía algunas semanas cuando se produjo otro acontecimiento memorable.
En el curso de estos primeros años, Ish y Em, que llevaban una vida doméstica y feliz, habían recibido de cuando en cuando la visita de algún forastero que pasaba en automóvil y veía el humo de San Lupo. Estos sobrevivientes, con una excepción, parecían sufrir aún la conmoción de la catástrofe. Parecían abejas que habían perdido la colmena, corderos sin rebaño. Sin duda, concluía Ish, los pocos que habían logrado adaptarse se habían afincado ya en algún sitio. Por otra parte, hombre o mujer, la presencia de un tercero era siempre molesta. Ish y Em se alegraban cuando el intruso decidía seguir su camino.
La excepción fue Ezra. Ish nunca olvidó el cálido día de septiembre en que Ezra apareció calle arriba: el rostro rubicundo, el cráneo medio calvo más rojo aún, el mentón puntiagudo. Vio a Ish de pronto, y sonrió descubriendo los dientes cariados.
—¡Buen día, amigo! —gritó, con una pizca de acento inglés. Se quedó hasta después de las primeras lluvias. Siempre estaba de buen humor, incluso cuando lo torturaban los dientes, y poseía el don inestimable de que la gente se sintiese cómoda. Los niños tenían siempre una sonrisa para Ezra.
Ish y Em hubiesen querido retenerlo, pero temían la vida en triángulo, aun con alguien tan discreto como Ezra. Un día en que la vida sedentaria parecía pesarle, lo despacharon entre bromas, diciéndole que se buscara una hermosa muchacha y viniese a vivir cerca de ellos. Su partida dejó un gran vacío en la casa.
El sol iba ya hacia el sur. Y cuando fueron a grabar el número 2 en la roca, recordaban aún a Ezra, aunque se había ido sin esperanzas de regresar. Era, pensaban, un amigo dispuesto siempre a ayudar, un buen compañero. En su memoria, el año se llamó año de Ezra.
El año 3 fue el año de los incendios. En pleno verano, el humo ocultó el cielo, y más o menos espeso y no se disipó durante tres largos meses. Los niños despertaban a veces con ataques de tos y los ojos irritados y llorosos.
Ish imaginó sin esfuerzo qué ocurría. No había ya, en aquellos sitios, vastos bosques de árboles gigantescos que el fuego apenas podía dañar. En las regiones boscosas, explotadas y saqueadas por el hombre, abundaba sobre todo la vegetación secundaria, espesa y muy inflamable, y montones de ramas dejadas por los leñadores. Esos bosques eran creación del hombre, necesitaban de él, y sólo habían sobrevivido merced a su vigilancia. Ahora las mangueras estaban enrolladas, y se oxidaban los depósitos. El verano era particularmente seco, y en todo el norte de California, y sin duda también en Oregón y Washington, los incendios provocados por el rayo se propagaban rápidamente, transformando en braseros los troncos muertos. Toda una horrible semana, Ish y Em, consternados, vieron de noche, al norte del golfo, unas llamas altas y vivas que devastaban los flancos de la montaña y sólo morían cuando no tenían más que devorar. Por suerte, un brazo de mar los separaba de las montañas del norte, y en el sur no hubo tormentas eléctricas. Todo pasó al fin, e Ish pensó que los daños alcanzarían a la mayoría de los bosques de California. Pasarían siglos antes que recobraran su perdido esplendor.
Ese año, nuevo síntoma de adaptación, Ish retomó el hábito de la lectura. Por ahora, la biblioteca municipal le bastaba; guardaba en reserva, para más tarde, el millón de volúmenes de la universidad. Quizá lo más útil era acrecentar sus conocimientos de medicina, agricultura, mecánica, pero sólo la historia de la humanidad lo atraía. Devoró innumerables obras de antropología e historia, y luego pasó a la filosofía, especialmente a la filosofía de la historia. Pero leyó también novelas, poemas, obras de teatro que de un modo u otro le desvelaban los misterios del alma humana.
Leía a la noche, y Em tejía. Los niños dormían en un cuarto del primer piso; Princesa se desperezaba ante el fuego; de cuando en cuando Ish alzaba la cabeza y pensaba que sus padres habían pasado así muchas noches. Luego posaba los ojos en la lámpara de petróleo y los alzaba hacia las otras lámparas muertas.
El año 4 fue el año de la llegada… Un hermoso día de primavera, alrededor del mediodía, Princesa se precipitó a la calle ladrando con todas sus fuerzas y una bocina lanzó una sonora llamada. Ezra había partido hacía más de un año, y ya nadie pensaba en él. Pero allí estaba… en un auto destartalado, lleno de viajeros y utensilios domésticos. Ish no pudo dejar de pensar en aquellos camiones que en la época de la recolección de frutas llegaban en otros tiempos a California.
Después de Ezra, bajaron del coche una mujer de unos treinta y cinco años, otra más joven, una muchachita asustada y un niño. Ezra presentó a las dos mujeres: la mayor se llamaba Molly; la segunda, Jean, y después de cada nombre añadió naturalmente y sin ningún embarazo: «mi mujer».
Aquella confesión de bigamia no impresionó mucho a Ish. Había tenido ya muchas experiencias, y no ignoraba que en el pasado la pluralidad de mujeres había sido común en muchas grandes civilizaciones. Lo mismo podía ocurrir en el futuro. Era sin duda la mejor solución, en una sociedad destruida donde había dos mujeres y un solo hombre. Por otra parte, Ezra era capaz de desenvolverse cómodamente en las situaciones más embarazosas.
El niño, Ralph, era hijo de Molly. Había nacido algunas semanas antes del Gran Desastre, y la leche de su madre o la herencia lo habían inmunizado. Ish no había visto nunca entre los sobrevivientes dos miembros de una misma familia.
En cuanto a la niña, la llamaban Evie, pero nadie sabía su verdadero nombre. Ezra la había encontrado sola y sucia; se alimentaba de conservas, de caracoles, y hasta de lombrices. Debía de haber tenido cinco o seis años en la época del Gran Desastre. Nadie podía decir si era idiota de nacimiento o si el horror y la soledad le habían alterado la mente. Temblaba y gimoteaba casi sin cesar, y sólo Ezra podía arrancarle alguna sonrisa de cuando en cuando. Balbuceaba algunas pocas palabras. Al cabo de un tiempo, tranquilizada por la bondad de sus nuevos compañeros, empezó a hablar un poco más; pero nunca se desarrolló normalmente.
El mismo año, más adelante, Ish y Ezra hicieron un viaje en la vieja camioneta de Ish. No fue un viaje de placer; tuvieron muchas dificultades con los neumáticos y el motor, y los caminos estaban en mal estado. Pero cumplieron al menos la misión que se habían propuesto.
Encontraron a George y Maurine, pareja que Ezra había descubierto en sus vagabundeos. George era alto, de movimientos lentos, canoso, y estaba siempre de buen humor. No tenía la palabra fácil, pero era hábil en su oficio, la carpintería. Lástima, pensó Ish, un mecánico o un granjero nos hubiera sido más útil. Maurine, de unos cuarenta años de edad, y diez años más joven, era su calco. Las tareas domésticas la entusiasmaban tanto como a George la carpintería. George era de una inteligencia poco brillante, y Maurine, totalmente estúpida.