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Vivaz y alerta, la mirada de Joey no tardó en encontrar la de su padre, y el rostro se le iluminó con la radiante sonrisa de los nueve años. Ish le guiñó disimuladamente un ojo. La sonrisa de Joey, que ya le llegaba a las orejas, se hizo aún más amplia, y, como respuesta, la acompañó un parpadeo. Luego Ish, para no intimidar al niño, desvió la mirada. George, Ezra y los muchachos proseguían una lenta discusión. Ish conocía ya el tema, y no tenía ningún interés en intervenir.

—No debe de pesar más de doscientos kilos —decía George.

—Quizá —replicó Jack—, pero ya es bastante para traerla hasta aquí.

—Oh, no es tanto —añadió Jack, que gustaba de exhibir su fuerza.

Ish había oído muchas veces la misma discusión. George proponía buscar una nevera de gas y llevarla a San Lupo. Las reservas de gas envasado no faltaban, y dispondrían de hielo. Todo quedaría en palabras, y no porque el proyecto fuese irrealizable o presentara extraordinarias dificultades. Pero nadie sentía la necesidad de un cambio, y en aquel clima templado no había tanta necesitad de hielo. No obstante, sin saber exactamente por qué, Ish sintió que la vieja discusión lo molestaba.

Miró otra vez a Joey. El niño era bajo para su edad. Su mirada vivaz interrogaba todos los rostros y, advertía Ish, hasta adivinaba el pensamiento del que hablaba, particularmente cuando éste era George, que tenía la palabra lenta. Aquel día era memorable para Joey. El año que acababa de terminar llevaba su nombre: el año en que Joey leyó. Ningún otro niño había recibido tal honor. Quizá lo haría demasiado orgulloso. Pero la idea había nacido espontáneamente de los otros niños, como homenaje a su inteligencia.

La discusión continuaba tibiamente. George hablaba ahora.

—No, no reportaría muchas ventajas conectar las tuberías.

—Pero, George —interrumpió la voz rápida de Ezra, que a pesar de los años conservaba aún algo del acento de Yorkshire—, ¿no habrá perdido presión el gas después de tanto tiempo? Yo creo que…

Su protesta se perdió en el ruido de una pelea entre dos niños. Weston, el hijo de Ezra, de doce años, le pegaba a Betty, su hermanastra.

—Basta, Weston —ordenó Ezra—. Basta, he dicho, o te calentaré los pantalones.

La amenaza carecía de convicción, e Ish creía recordar que el pacífico Ezra jamás le había pegado a un niño. No obstante, la pelea terminó y Weston se contentó con lloriquear:

—Fue Betty quien empezó…

—¿Y para qué necesitas hielo, George? —preguntó Ralph.

Así terminaba siempre la discusión. Los muchachos, que nunca habían visto para qué servía tener hielo, no entendían tampoco por qué debían tomarse tanto trabajo en procurárselo.

George había oído la misma pregunta muchas veces. Debería de tener preparada una respuesta, pero no era hombre que se apresurara. Se quedó un rato con la boca abierta, ordenando las palabras, e Ish miró otra vez a Joey. El niño miraba al titubeante George, Ezra y Jack como queriendo leerles el pensamiento. Al fin sus ojos se encontraron otra vez con los de Ish. Padre e hijo intercambiaron un silencioso mensaje de camaradería y comprensión. Joey parecía decirse que él o su padre ya habrían encontrado la respuesta.

Algo estalló entonces en la mente de Ish. No oyó las palabras que brotaban al fin lentamente de la boca de George.

¡Joey!, pensó, y el nombre pareció despertar mil ecos en su espíritu. ¡Joey! ¡Él es el indicado!

«No sabes», escribió Cohelet en su sabiduría, «cómo se forman los huesos del niño en el seno de la madre.» Pasaron siglos desde que Cohelet observó las cosas del mundo, y las encontró tan inconstantes como el viento, y no conocemos aún el secreto del destino humano. Ignoramos, particularmente, por qué la mayoría sólo ve el mundo visible, y por qué son tan raros los elegidos que más allá de las cosas materiales ven lo que aún no es, e imaginan así lo que podría ser. Sin estas raras criaturas, sin embargo, los hombres son semejantes a bestias.

En las sombrías y húmedas profundidades se unen las dos mitades, y cada una de ellas lleva en sí la perfecta mitad del genio. Pero esto no es aún suficiente. El niño debe venir al mundo en tiempo y lugar propicios para cumplir su tarea. Y eso no es todo. En el mundo donde vive el niño, la muerte cabalga día y noche.

Cuando nacen millones de niños, todos los años, se cumple alguna vez el raro milagro, y un profeta aparece entre los hombres. Pero ¿qué esperanza puede haber cuando la humanidad ha sido diezmada y los niños son pocos?

Ish advirtió de pronto que se había incorporado sin saber por qué ni cómo. Hablaba. En realidad, pronunciaba un discurso.

—Escuchad —decía—, ha llegado la hora de actuar. Hemos esperado bastante.

Estaba en la sala de su casa, y se dirigía a un grupo de amigos. Y sin embargo, le parecía estar en un estrado, en un anfiteatro inmenso, y dirigiéndose a toda una nación, la humanidad entera.

—Hay que acabar con esto —continuó—. No podemos seguir en esta vida cómoda, hurgando en los restos de los viejos días, no creando ni haciendo nada nosotros mismos. Estos tesoros se agotarán un día, si no en nuestra época, en la de nuestros hijos, o nuestros nietos. ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Qué será de ellos si nada producen? Encontrarán siempre de qué alimentarse, supongo. Las vacas y conejos no desaparecerán de la noche a la mañana. Pero ¿y los objetos manufacturados, las herramientas? ¿Cómo encenderán fuego cuando no haya más fósforos?

Se interrumpió para pasear a su alrededor una mirada. Todos sonreían, aprobando. Joey lo miraba excitado, con los ojos brillantes.

—Esa nevera de que hablabais hace un rato —siguió Ish— es un buen ejemplo. Discutimos y nos cruzamos de brazos. Nos parecemos a aquel viejo rey encantado, que veía el ir y venir de las gentes. Pero él nunca podía moverse para no romper el encantamiento. Parecería que aún pesara sobre nosotros el Gran Desastre. Así pudo haber sido al principio. Unos seres humanos que han visto desaparecer el mundo no pueden recobrarse rápidamente. Pero han pasado veintiún años, y hay jóvenes aquí que no conocieron la catástrofe.

»Hay mucho que hacer. Necesitaríamos más animales domésticos, y más perros. Deberíamos alimentarnos de nuestros propios cultivos, en vez de asaltar los viejos almacenes. Deberíamos enseñar a los niños a leer y escribir correctamente. Ninguno de vosotros me ha apoyado. Pero no podemos vivir como parásitos. Es necesario avanzar.

Hizo una pausa, buscando palabras que renovasen el viejo aforismo, «el que no avanza, retrocede», y hubo un coro de aplausos. Ish pensó que los había entusiasmado con su elocuencia, pero vio en seguida que en casi todas las caras había una sonrisa irónica.

—Un discurso viejo, pero bueno, papá —señaló Roger.

Ish lo miró con furia. Jefe de la Tribu desde hacía veintiún años, no le agradaba que se burlasen de él. Pero Ezra se echó a reír, y la tensión desapareció en seguida.

—Bueno, ¿haremos algo? —preguntó Ish—. Quizás el discurso es viejo, pero sigue siendo tan verdadero como antes.

Esperó. Jack, su hijo mayor, sentado en el piso, se incorporó pesadamente. Era ya más alto y más fuerte que su padre, y tenía varios hijos.

—Lo siento, papá —dijo—, pero tengo que irme.

—¿Por qué? ¿Adónde vas? —preguntó Ish, un poco irritado.

—Tengo algo que hacer esta tarde.

—¿No puede esperar?

Jack iba ya hacia la puerta.

—Sí, quizá podría esperar —dijo poniendo la mano en el picaporte—. Pero será mejor que me vaya.