Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Ish sintió que se le encendía el rostro.
—Continúa, Ish —dijo alguien, y a pesar de su ira Ish reconoció la voz de Ezra—. Dinos qué debemos hacer. Me gustan tus ideas.
Sí, era la voz de Ezra, y Ezra, como de costumbre, trataba de restablecer la paz, pensó Ish, y hasta lo halagaba.
Ish se serenó. ¿Cómo negarle a Jack su independencia? Jack era un hombre ahora, y no el niño que debe obedecer a su padre. Pero Ish se sentía inquieto aún, y tenía necesidad de hablar. El incidente, por lo menos, podía convertirse en tema de meditación.
—La actitud de Jack —dijo— es un verdadero símbolo. Hemos vivido día a día todos estos años, sin esforzarnos en producir alimentos, ni resucitar la civilización material. No es éste, sin duda, el único aspecto de la cuestión. La civilización no era solamente una colección de artefactos. Era también una organización social, un conjunto de normas, leyes, hábitos individuales y sociales. De todo eso, sólo hemos conservado la familia. Es natural, supongo. Pero cuando nuestro número aumente, la familia no bastará. Si un niño va por mal camino, los padres lo corrigen. Pero cuando el niño crece, escapa a nuestra tutela. No tenemos leyes, no somos ni una democracia, ni una monarquía, ni una dictadura, ni nada. Si alguien, Jack por ejemplo, decide no asistir a una reunión importante, nadie puede impedírselo. Aunque votáramos y decidiésemos llevar a cabo algún trabajo, no habría modo de asegurar su ejecución. Sólo podemos contar con la buena voluntad.
Había terminado su discurso, pensó Ish, sin llegar a ninguna conclusión. Sólo la cólera nacida de la partida de Jack había inspirado sus palabras. Ignoraba las reglas de la elocuencia, y rara vez improvisaba un discurso.
Sin embargo, todos habían escuchado con simpatía. Ezra fue el primero en expresar su aprobación.
—¡Así es! —dijo—. Qué tiempos maravillosos aquellos. ¡Qué no daría yo por encender el gran aparato de radio de George y escuchar de nuevo a Charlie McCarthy! ¿Recuerdas cómo el hombrecito se burlaba del otro, y cómo éste le contestaba?
Ezra sacó el penique victoriano que era su amuleto. Lo lanzó al aire y lo atrapó al vuelo, entusiasmado con el recuerdo de los viejos cómicos.
—Y el cine —continuó—. Uno pagaba y se sentaba tranquilamente. Y las canciones de las películas, y en la pantalla se veía a Bob Hope o Dotty Lamour. ¡Qué tiempos aquellos! ¿No podríamos encontrar aquellas películas y pasárselas a los chicos? ¡Cómo se reirían! ¡Quizás hasta podamos descubrir alguna película de Chaplin!
Ezra sacó un cigarrillo, frotó una cerilla, y brotó una llamita clara. Conservados en lugares secos, los fósforos parecían no estropearse nunca. Sin embargo, nadie sabía cómo se fabricaban y cada vez que se encendía una llamita, había un fósforo menos. Y Ezra pensaba que el retorno de la civilización era resucitar el cinematógrafo, y al mismo tiempo encendía un fósforo.
—Si dos o tres de los muchachos me ayudaran —intervino George— podríamos tener aquí la nevera dentro de unos pocos días.
George calló. Ish supuso que no tendría más que decir, pues no era muy elocuente. Ante la sorpresa de todos, prosiguió:
—Pero esas leyes de que hablabas… No sé. No me disgusta vivir en un lugar sin leyes. Uno puede hacer ahora lo que quiera. Puedes detener el auto donde se te antoje, hasta junto a una bomba de incendio. Ningún policía vendrá a molestarle. Bueno, puedes dejar el coche junto a esa bomba si tienes un coche que funcione.
Era la primera vez, pensó Ish, que George se permitía una broma. George se festejaba ahora su gracia con un débil cloqueo. Los otros le hicieron coro. En la Tribu, el nivel del humor nunca había sido muy alto.
Ish abrió la boca, pero Ezra se le adelantó.
—Muy bien, propongo un brindis —dijo—. ¡Por la ley y el orden!
Los viejos recibieron con una risa la vieja fórmula, pero para los jóvenes no significaba nada.
Todos bebieron, y la conversación volvió a la trivialidad que convenía a una reunión mundana.
Después de todo, pensó Ish, ésta es una reunión mundana, y la discusión de los problemas serios está fuera de lugar. Su vehemente discursito daría quizá sus frutos en el futuro. Pero lo dudaba. En otro tiempo se decía que para reparar el techo hay que esperar a que llueva. Y ahora la gente era menos previsora que antes. Seguirían así hasta que un día algún suceso desagradable, o aun grave, los obligara a actuar.
Ish brindó con los otros y escuchó distraídamente la conversación, mientras seguía el hilo de sus propios pensamientos. Había sido un día importante. Había grabado el número 21 en la superficie lisa de la roca, y había comenzado el año 22. Y el nombre dado al año 21 parecía prometer un brillante futuro a su benjamín.
Se volvió hacia Joey y vio que el chico lo miraba con admiración. Sí, sólo Joey lo comprendía realmente.
En aquel sistema inmenso y complejo de presas y túneles, de acueductos y diques, que llevaba el agua de las montañas a las ciudades, un segmento de tubería fue la falla fatal. Aun en la fábrica, ya podían haberse notado sus imperfecciones, pero el inspector había revisado el tubo al fin de una agotadora jornada, cuando la fatiga oscurecía ya sus sentidos y su juicio.
El daño no fue muy grande. Los obreros instalaron la tubería y ésta cumplió sus funciones. Poco antes del Gran Desastre, un capataz advirtió en aquella sección una pequeña pérdida. Soldaron el caño y no hubo más dificultades.
Luego pasaron años sin que nadie inspeccionara la sección. El delgado hilo de agua que brotaba de la fisura creció poco a poco. Aun en los veranos más secos las hierbas crecían junto al caño; los pájaros y otros animalitos iban allí a beber. La herrumbre roía mientras tanto la superficie exterior, y en el interior actuaba la acción corrosiva del agua. Al fin se abrieron unos minúsculos orificios en la dura piel de acero.
Cinco años, diez años… El agua brota de la tubería en una docena de finos chorros. Ahora el charco sirve de abrevadero a las bestias.
Cinco años más, y nace un arroyo de la tierra, el único curso de agua en aquellas áridas regiones. La herrumbre ha agujereado el caño como una colmena.
Debajo, el suelo es desde hace mucho tiempo blando y fangoso, y los pies de los animales han abierto una pequeña zanja. Al fin la erosión concluye su tarea: el suelo donde se apoyaba el pilar de cemento que sostenía el acueducto es ahora un pantano. El pilar se hunde y la cañería desgastada no soporta el peso del agua. Una larga grieta se abre en el acero y un torrente llena la zanja. El pilar desciende un poco más. La cañería se abre otra vez, y el agua que escapa del acueducto corre ahora como un río.
Ish acababa de acostarse, aquella misma noche, cuando se oyeron unos disparos de armas de fuego. Se incorporó de un salto. Se oyó otra detonación, y en seguida un estruendo de fusilería atronó la noche.
La cama se estremeció suavemente. Em se reía.
—La trampa de siempre —dijo Ish más tranquilo.
—Esta vez te asustaste realmente.
—He estado pensando demasiado en el futuro. Sí, tengo los nervios a flor de piel.
Se oyó una descarga cerrada, como si se estuviese librando una lucha de guerrillas. Ish se acostó otra vez. Como en años anteriores, cuando ya no había nadie junto a la hoguera, uno de los muchachos había arrojado a las cenizas calientes unas cajas de cartuchos. Las cajas se habían quemado, y ahora los cartuchos estallaban. La broma no era totalmente inofensiva, aunque en aquella época la hierba verde evitaba todo peligro de incendio. Las gentes, advertidas de antemano, se mantenían lejos de las brasas. Probablemente, pensó Ish, la broma le estaba dedicada, y todos los otros estaban enterados.