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Pero ¿podía asegurarlo? Quizá no. Quizás el ambiente se impusiera a todos, incluso a los gigantes.

Sin embargo, Em se equivocaba cuando temía que las preocupaciones le trajesen a Ish alguna úlcera o una enfermedad nerviosa. Al contrario, apasionándose con sus observaciones, Ish se interesaba aún más en la vida. Desde los días del Gran Desastre se había asignado el papel de testigo en un mundo que había perdido a sus dueños. Habían pasado veintiún años, y los cambios eran aún demasiado lentos para que fuesen visibles de un día a otro, o aun de un mes a otro. El problema de la sociedad —su adaptación, su renacimiento— ocupaba ahora toda su atención.

Y otra vez debía corregir su pensamiento. No podía, ni debía, limitarse a ser un observador, un sabio. Platón y los otros filósofos habían podido permitirse mirar el mundo y hacer comentarios más o menos sarcásticos. Sus obras habían influido en las generaciones futuras, pero no habían sido responsables del desarrollo y crecimiento de la sociedad. Raramente el pensador había sido también un jefe: Marco Aurelio, Tomás Moro, Woodrow Wilson. Ish no se creía un jefe, en el sentido exacto del término, pero era el intelectual, el pensador de una pequeña comunidad. Inevitablemente, los otros recurrían a resolver las dificultades; en caso de grave peligro todos le pedían protección.

Obsesionado por esta idea, había buscado muchas veces en la biblioteca municipal biografías de pensadores que hubiesen sido también jefes. La suerte de estos hombres no era envidiable. Marco Aurelio había agotado, en cuerpo y alma, en sangrientas e infructuosas campañas en las fronteras del Danubio. Tomás Moro había subido al cadalso, y más tarde, destino irónico, había sido canonizado como mártir de la Iglesia. A los ojos de sus biógrafos, Wilson había sido también un mártir, pero ninguna Iglesia de la paz lo había declarado santo. No, el intelectual no se había distinguido en el poder. Sin embargo, en una sociedad que sólo contaba con treinta y seis miembros, Ish podía influir en el futuro más que un emperador, un canciller o un presidente de los viejos días.

La primera semana del año, unas lluvias torrenciales ayudaron a mantener el nivel del agua en los tanques. Luego, un poco antes que de costumbre, se inició el período de sequía de mediados de invierno.

Como la sangre de un leviatán que brotase por miles de orificios, diminutos como pinchazos de alfiler, el agua vital se escurre por los grifos abiertos, las conexiones flojas y los agujeros de las tuberías.

Y ahora en el tanque, donde el indicador inmóvil señalaba un nivel de seis metros, sólo había una delgada capa de agua.

Aquella mañana Ish despertó y vio que era un hermoso día de sol. Había dormido bien y se sentía descansado. Em se había levantado ya, y los ruidos familiares que venían de la cocina anunciaban que el desayuno no tardaría. Se quedó acostado algunos minutos, disfrutando de su bienestar. Le agradaba quedarse así en cama, y no sólo los domingos como antes. En la nueva vida no se consultaban ansiosamente los relojes, y nadie se apresuraba a tomar el tren de las 7,53. Esta libertad, desconocida en los viejos tiempos, convenía a la independencia de su carácter.

Al fin se levantó y afeitó. No había agua caliente, aunque no la necesitaba. Un mentón hirsuto no hubiera molestado a nadie, pero después de afeitarse sentía una agradable sensación de limpieza y bienestar.

Se puso luego una camisa limpia y unos pantalones de sarga azul, se calzó unas cómodas zapatillas, y bajó a desayunar.

Cuando entraba en la cocina, Em, con una voz más alta que de costumbre, decía:

—Josey, mi pequeña, ¿por qué no abres más ese grifo?

—Pero, mamá, no se puede abrir más.

Ish entró y vio a Josey con la tetera debajo del grifo. El agua caía gota a gota.

—Buenos días —saludó—. Le diré a George que revise las tuberías. Josey, ve a buscar agua a un grifo del jardín.

Josey echó a correr e Ish besó a Em y le habló de sus planes para el día. Pasó un rato y al fin Josey volvió con la tetera llena.

—Salió mucha agua al principio —dijo—, pero se acabó en seguida.

—¡Qué fastidio! —se quejó Em—. No tenemos agua para lavar los platos.

Ish reconoció el tono de voz. La situación era crítica y Em esperaba que los hombres la ayudaran.

Sirvieron el desayuno en el comedor. Ish se sentó a la cabecera y Em enfrente. Ahora sólo quedaban cuatro hijos en la casa. Robert, de dieciséis años, casi un hombre según las normas de la Tribu, estaba en un extremo; a su lado se sentaba Walt, de doce años, alto y activo, y enfrente, cerca de la puerta de la cocina, Joey y Josey, que ayudaban a preparar el desayuno, poner la mesa, servir, y lavar la vajilla.

Ish no pudo dejar de pensar que esta escena familiar no era muy distinta de otras de los viejos días. En su juventud, ciertamente, no había deseado tantos hijos. Pero la familia seguía siendo la misma, como en todos los tiempos y todas las sociedades: el padre, la madre y los hijos; una célula básica y biológica más que social. Al fin y al cabo, pensó, la familia era la más duradera de todas las instituciones. Había precedido a la civilización, y ahora la sobrevivía.

Había jugo de pomelo… envasado, por supuesto. Ish dudaba que aquellos jugos insípidos conservaran alguna vitamina. Pero aun así, eran refrescantes, y por lo menos no hacían daño. No había huevos, pues gallinas no habían sobrevivido al Gran Desastre. No había tampoco jamón, difícil de encontrar, y no se veían cerdos en los alrededores. El jamón había sido reemplazado, ventajosamente, aun para el gusto de Ish, por sabrosas y doradas costillas de buey. Los niños las preferían a cualquier otro alimento. Acostumbrados desde su infancia a alimentarse de carne, eran resueltamente carnívoros. Ish y Em, en cambio, preferían las tostadas y los cereales. Pero como las ratas y gusanos habían devorado los paquetes de harina y avena, se contentaban con sopas de sémola de maíz. Echaban a la sémola leche condensada, y la endulzaban con algún jarabe, pues las ratas y la humedad habían acabado con el azúcar. Los adultos bebían también café. Ish ponía en el suyo leche y jarabe; Em lo prefería amargo y negro. El café, como el jugo de pomelo, había perdido casi todo su aroma.

Este desayuno tipo había sido adoptado poco a poco. Era bastante satisfactorio, y para añadirle vitaminas comían fruta fresca. Aunque las heladas, los insectos y los conejos habían devastado las huertas, y había que recurrir a fresas y frambuesas silvestres, manzanas no muy agusanadas y ciruelas ácidas que crecían en árboles silvestres.

Cuando Ish acabó de desayunar, se echó en un sillón, sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero los cigarrillos no habían soportado bien la prueba del tiempo. No se encontraban ya latas de cigarrillos, y los de los paquetes comunes estaban muy secos. Había que humedecerlos, pero entonces parecían a veces demasiado húmedos. Así ocurría con el que Ish tenía en los labios. Por otra parte, no tenía la conciencia tranquila, y no podía fumar en paz. En la cocina, Em y los mellizos parecían quejarse y dedujo que no tenían agua.