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O algún otro equipa con baterías un aparato de radio y con los auriculares puestos busca una estación.

—¡Sí! —exclama de pronto—. Callad… ¡Aquí está! ¡Justo en la frecuencia 920! Alguien habla… Lo escucho muy bien, parece español… Ah, ahora se perdió…

Pero no hay voces en el aire, sino el eco de una lejana tormenta.

Sí, qué agradable, pensó Ish estirado en el sofá. ¡Y de pronto un sobresalto! En la calle se oyen dos detonaciones; el tubo de escape de un poderoso camión que ocupa la mitad de la calle. Es un hermoso camión pintado de rojo con adornos azules, y en la carrocería hay unas grandes letras blancas: U.S. GOVT. Baja un hombre, es el conductor, y sin embargo lleva… la ropa que conviene a su jerarquía: traje de etiqueta y sombrero de copa. El recién llegado no ha pronunciado una sílaba, pero Ish sabe que es el gobernador de California. Y siente una inefable felicidad. Ese hombre representa la seguridad, la autoridad constituida. Viene a socorrer a unas pobres gentes hundidas en las tinieblas. Ish ya no es más un niño débil y abandonado en un mundo hostil.

Esta felicidad, excesiva, lo despierta. Tiene las palmas húmedas; el corazón le golpea el pecho. Está en la sala familiar. Su felicidad se extingue como la llama de una vela, y siente una indecible desolación.

Al fin pareció despertar del todo, y la desolación también desapareció. Cuántas veces, en el curso de aquellos veintiún años, había tenido ese sueño, en distintas formas. Aunque no en los primeros años; la sensación de soledad e inseguridad parecía haber crecido progresivamente. Y el nacimiento de los niños no había podido impedirlo.

Sí, el símbolo era claro. Las circunstancias cambiaban, pero su significado era evidente. Aparecía casi siempre como un retorno del gobierno. Ish estaba un poco sorprendido. Nunca había sido excesivamente patriota, y nunca había pensado en los posibles beneficios de su ciudadanía. Pero para pensar en el aire que se respira, es necesario que la asfixia le apriete a uno la garganta. En los viejos días, la inmensidad y los recursos del país debían de haber afectado de algún modo a todos los ciudadanos.

Se sintió otra vez en la realidad y se movió en el sillón. De acuerdo con la posición del sol juzgó que había dormido una hora. Se oyeron otros disparos. Los cazadores de codornices, se dijo con una débil sonrisa. De ahí habían nacido los ruidos del camión. Bueno, convocaría a una reunión esa noche.

Los recipientes de agua estaban casi vacíos al terminar el día, pero por lo menos nadie había pasado sed. A la noche, los mayores, y además Robert y Richard, de dieciséis años, acudieron a la invitación de Ish. Nadie parecía muy inquieto. Casi todos opinaban que la mejor solución era cavar un pozo en San Lupo antes que mudarse cerca de un manantial. Sí, sería necesario vigilar la higiene e instruir a los niños.

La asamblea no tenía presidente. De cuando en cuando alguien le pedía consejo a Ish, reconociendo su superioridad intelectual, o simplemente por cortesía al dueño de casa. Nadie tomaba notas. Por otra parte, no se había presentado ninguna moción, ni se había votado ningún proyecto. La reunión era mundana más que parlamentaria. Ish escuchaba.

—Pero ¿cómo saber si el pozo dará agua?

—No sería un pozo si no diese agua.

—Bueno, ese agujero en la tierra, si prefieres.

—¡Es cierto!

—Quizá sea mejor traer un caño desde un río o un manantial y unirlo a nuestras viejas tuberías.

—¿Qué opinas, George? ¿Te parece bien?

—Sí, sí… supongo… Sí… creo que podría…

—Lo malo es que necesitamos agua ahora mismo.

—Sería necesario levantar una represa de tierra para contener las aguas del manantial.

—No es imposible.

—No, pero sería un buen trabajo.

La conversación saltaba de un tema a otro, e Ish se sentía cada vez más perturbado. Aquel día se había dado un paso atrás, quizá definitivo. De pronto advirtió que se había incorporado y que estaba dirigiendo un verdadero discurso a las diez personas del grupo.

—Este accidente no debería haber ocurrido —declaró—. Nos hemos dejado sorprender. En estos últimos seis meses deberíamos haber advertido que el agua bajaba en los depósitos, pero no nos molestamos en mirar. Y aquí estamos, atrapados. Hemos retrocedido varios siglos, y quizá no podamos nunca recuperar lo perdido. Hemos cometido demasiados errores. Es necesario que los niños aprendan a leer y escribir. Nadie me ha apoyado. Es necesario enviar una expedición para saber qué ocurre en el mundo. No es prudente ignorar qué sucede del otro lado de la montaña. Deberíamos tener más animales domésticos, gallinas por ejemplo. Deberíamos producir lo que comemos…

En ese momento, cuando Ish empezaba a sentirse arrebatado por su propia oratoria, alguien aplaudió. Ish calló complacido. Pero oyó entonces que todos reían alegremente y comprendió otra vez que el aplauso era puramente irónico.

—¡El bueno del viejo! ¡Otra vez con su discurso! —dijo uno de los muchachos.

Y otro entonó:

—¡George va a hablar de la nevera!

Ish rió con los demás. Esta vez no se sentía irritado, pero le apenaba haberse repetido. Había fracasado otra vez. Ezra se apresuró a tomar la palabra. El bueno de Ezra, siempre dispuesto a ayudar a sus amigos.

—Sí —dijo—, es el viejo discurso, pero con algo nuevo. ¿Qué os parece lo de enviar una expedición?

Ante la sorpresa de Ish, se inició una acalorada discusión. Decididamente, pensó Ish, las reacciones de los seres humanos, sobre todo cuando pertenecen a un grupo, son imprevisibles. La idea de la expedición se le había ocurrido espontáneamente, y había nacido quizá de los acontecimientos del día y los tristes resultados del descuido general. Era, para él, la menos importante de sus sugerencias, pero había despertado la imaginación del grupo. Todos la aceptaron, e Ish se unió a ellos. Era, por lo menos, un modo de sacudir la apatía de la Tribu.

Pronto se dejó ganar por el entusiasmo. Su idea original era simplemente la de explorar la región en unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados, pero los otros le habían atribuido proyectos más ambiciosos, y él los apoyó. Pronto todos hablaban de una expedición transcontinental.

Lewis y Clark al revés, pensó Ish, pero no dijo nada. ¿Cuántos de los presentes conocían los nombres de Lewis y Clark?

La conversación continuó animadamente.

—¡Demasiado lejos para ir a pie!

—O aun con los perros.

—Los caballos serían más útiles, si tuviéramos alguno.

—Seguramente hay muchos en el valle.

—Habría que capturarlos y domarlos.

De pronto, Ish recordó su sueño habitual, el que había tenido aquella misma tarde. ¿Cómo podían saber realmente si el gobierno había desaparecido? Quizá se había formado otra vez. Pequeño y débil, no había podido comunicarse con la costa oeste. Pero la Tribu podía intentar algún contacto.

Curiosamente, todos querían ir. Los hombres, al parecer, no podían estarse quietos, siempre ansiosos por ver nuevos escenarios. Pero era necesario elegir. Ish fue eliminado, y no protestó, pues desde que lo había lastimado el puma le costaba moverse. George tenía demasiados años. Ezra, a pesar de sus protestas, no fue aceptado, pues no sabía disparar un fusil e ignoraba el arte de vivir en el campo. En cuanto a los muchachos, todos, excepto ellos mismos, declararon a coro que sus mujeres y sus hijos los necesitaban. Al fin la elección recayó en Robert y Richard, aún adolescentes, pero capaces de cuidar de sí mismos. Las madres, Em y Molly, no parecían muy convencidas, pero el entusiasmo general borró cualquier objeción. Robert y Richard estaban contentísimos.

Había que resolver aún dos cuestiones: el itinerario y el medio de transporte. Desde hacía años, nadie andaba en automóvil, y a lo largo de la avenida San Lupo se veía una fila de coches con los neumáticos desinflados donde jugaban los niños. En calles y avenidas había árboles caídos y restos de chimeneas, recuerdo del último terremoto. Por otra parte, los jóvenes no conocían el placer de devorar kilómetros sin otro trabajo que mover unos dispositivos. ¿Y a dónde ir, aun con un Rolls Royce? No esperaba ningún amigo en los otros barrios de la ciudad, ni ningún cinematógrafo. Para llevar cajas de conserva y botellas, o para las partidas de pesca a orillas de la bahía, bastaban los carritos de perros.