Sin embargo, los fundadores de la Tribu afirmaban que era posible reparar un automóvil, y hacerlo recorrer largas distancias, incluso con los neumáticos desinflados. Bastaba marchar a poca velocidad, cuarenta kilómetros por hora, algo enorme si se lo comparaba con la velocidad que alcanzaban los perros. En una palabra, se podía llegar a Nueva York, por lo menos si las carreteras estaban transitables.
Sólo había que solucionar la segunda dificultad: el itinerario. Ish se encontró en su elemento y desplegó sus conocimientos geográficos. Al este, en la sierra Nevada, los árboles y los deslizamientos de tierra habrían obstruido todos los caminos; las rutas del norte no estaban probablemente mejor. El sur ofrecía más posibilidades. Era la ruta que había elegido Ish para llegar a Nueva York, veintidós años antes. Los caminos del desierto no habrían cambiado mucho. Los puentes del Colorado podían haberse hundido. Sólo había un modo de saberlo: ir hasta allí.
Con una creciente emoción, ayudado por viejos mapas camineros, Ish trazó el itinerario. Luego del Colorado, los viajeros no encontrarían montañas muy escarpadas ni grandes ríos. Sólo el río Grande en Albuquerque. En seguida, franqueadas las montañas llegarían a las altas planicies, y podrían elegir entre varios caminos. La gasolina no era un problema. La encontrarían en todas partes. Una vez en las llanuras cruzarían sin dificultades el Missouri y el Mississippi. Los grandes puentes de acero eran sólidos, según lo probaba el puente de la bahía.
—¡Qué aventura! —exclamó Ish—. Daría no sé qué por acompañaros. Buscaréis sobrevivientes. No uno o dos, sino comunidades. Veréis cómo los otros grupos han resuelto sus dificultades y han empezado a vivir.
Más allá del Mississippi, volviendo al itinerario, empezaban las conjeturas. Era un país de bosques, y los caminos estarían quizás obstruidos. A menos que los incendios no hubieran acabado con los árboles, sobre todo en Illinois. Una vez allí, decidirían.
Las velas se habían consumido. El reloj señalaba las diez, lo que correspondía aproximadamente a la vieja hora. De cuando en cuando Ish ponía su reloj de acuerdo con el sol, y todos lo consultaban para poner en hora sus propios relojes. Era bastante tarde para gente privada de electricidad, y acostumbrada a acostarse y levantarse con el sol.
De pronto todos se pusieron de pie y se despidieron. Cuando se quedaron solos, Ish y Em mandaron a Robert a la cama y ordenaron un poco el salón. Ish sintió cierta nostalgia. Tantos cambios, y sin embargo las apariencias eran las mismas. Volvían los viejos días. El chico que se había ido a acostar era él y no Robert. Tantas veces, espiando entre los barrotes de la escalera, como Robert sin duda, había mirado a sus padres que vaciaban ceniceros, golpeaban almohadones, ponían todo en su sitio, para no ver a la mañana siguiente el triste espectáculo de una habitación en desorden. Era un agradable y pequeño intermedio familiar que terminaba la jornada y calmaba los nervios después del zumbido de la charla.
Concluida la tarea, se sentaron en el diván para fumar un último cigarrillo. Ish no podía olvidar los acontecimientos del día. Las conclusiones no habían estado de acuerdo con sus planes, pero sentía que había logrado una victoria.
—Las comunicaciones —dijo—. Las comunicaciones son lo esencial. Lo prueba la historia. Cuando una nación o una sociedad se aíslan, dejan de progresar y degeneran. Son como George y Maurine que amontonan toda clase de objetos, sin ningún propósito. Así ocurrió en China y Egipto. Pero cuando se aseguran las comunicaciones el mecanismo del progreso se pone otra vez en marcha. Lo mismo nos pasará a nosotros.
Em calló e Ish pensó que ella no aprobaba totalmente su discurso.
—¿Qué piensas, querida?
—Pienso que a los indios no les alegró mucho poder comunicarse con los blancos, ni a mis antepasados de la costa africana conocer a los negreros.
—Sí, pero quizás eso también me da la razón. ¿Qué dirías si una mañana bajaran de la montaña unos negreros, sin que nosotros hubiésemos sospechado su existencia? ¿No habría sido mejor que los indios hubieran enviado exploradores a Europa, preparándose para recibir a los hombres blancos que llegaron con caballos y fusiles?
Ish se sentía orgulloso de su respuesta. La política de Em consistía en dejar pasar las cosas y vivir en la ignorancia. Esta filosofía debía llevar al desastre.
—Oh, quizá, quizá —murmuró Em.
—¿Recuerdas? —dijo Ish—. Lo digo desde hace mucho tiempo. Es necesario crear y no vivir del pillaje. Ya lo decía cuando esperábamos el primer hijo.
—Sí, recuerdo. Lo dijiste mil veces. Y sin embargo, es más fácil abrir latas de conserva.
—Pero las latas se acabarán un día. Y no debe encontrarnos desprevenidos, como la falta de agua.
3
Cuando Ish despertó a la mañana siguiente, Em ya se había levantado. Descansó un tiempo, inmóvil, tranquilo y feliz. Luego, de pronto, se encontró reflexionando y haciendo planes.
Al cabo de un rato, se sintió de mal humor. Piensas demasiado, se dijo.
¿Por qué no podía él, como los otros, sentirse satisfecho y feliz, sin atormentarse con el futuro e imaginar constantemente qué pasaría en las próximas veinticuatro horas, o los próximos veinticuatro años? ¿Por qué no podía disfrutar de sesenta segundos de calma? No, su mente era un continuo torbellino, una máquina. ¿Una máquina? Era tiempo justamente de pensar en máquinas.
Aquella serena felicidad, entre vigilia y sueño, se había desvanecido. De un manotazo, apartó la manta.
La mañana era clara y soleada. Aunque casi hacía frío, salió al balconcito y se quedó mirando al oeste. Con el curso de los años los árboles habían crecido, pero veía aún la cima de la montaña y la bahía con los dos grandes puentes.
¡Los puentes! ¡Sí, los puentes! Eran para él la más emocionante reliquia del pasado. Para los niños los puentes no eran muy distintos de las lomas o los árboles. Estaban ahí, y eso era todo. Pero para él, Ish, los puentes eran testimonios del poder y la gloria de la civilización muerta. Así en otro tiempo, algún bárbaro, burgundio o sajón, habría contemplado un acueducto o un arco de triunfo romanos.
No, la comparación no era exacta. El bárbaro se había contentado con sus tradiciones; era dueño de su propio mundo. Él, Ish, se parecía más a un último sobreviviente del mundo romano —senador o filósofo— confundido entre los bárbaros, que medita ante las ruinas de una ciudad desierta, ansioso e indeciso, pues sabe que no se encontrará otra vez con sus amigos en los baños, ni verá desfilar por las calles las cohortes.
La historia se repite, pensó, pero siempre con variantes.
Sí, a menudo pensaba en el lejano pasado. La historia no se repetía como un niño torpe repite una y otra vez su tabla de multiplicar. Como un artista conservaba la idea, pero cambiaba los detalles; como un compositor que desarrolla variaciones sobre un mismo tema, lo susurraba en un tono menor, lo retomaba en un tono más grave, lo hacía cantar en los violines, o estallar en las trompetas.
Estaba de pie, en pijama, en el balconcito, y sentía la brisa que le acariciaba la cara. Aspiró profundamente, y advirtió que el olor mismo del aire había cambiado. En los viejos días uno no advertía casi nunca el olor característico de la ciudad: gasolina, comidas, desperdicios, y hasta sudor humano. Ahora el aire tenía esa pureza de los campos y las praderas montañosas.