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¡Pero los puentes! Los miró como si buscara una luz en las tinieblas. No iba desde hacía años al Golden Gate. A pie, o aun en carrito, la distancia era considerable, y habría que descansar una noche.

El aspecto del puente de la bahía no había cambiado. Recordó cómo había sido en otro tiempo: seis filas de automóviles, camiones, autobuses, trenes eléctricos que corrían ruidosamente por el nivel inferior. Ahora sólo había un coche en el puente, la cupé abandonada en el extremo oeste. La licencia del conductor colgaba aún del volante: John S. Robertson (o quizá James T., no se acordaba), calle tal, número cual, de Oakland. Los neumáticos se habían desinflado, y la pintura, antes de un verde brillante, era ahora gris como el musgo.

A simple vista, los cambios son evidentes. Los pilones que esconden las cabezas en las nubes de verano, los cables de varios kilómetros de longitud, las vigas de acero ya no brillan al sol como la plata. La herrumbre los ha recubierto de un oscuro sudario. Pero los pájaros han manchado de blanco la cima de los pilones.

Sí, desde hace más de veinte años, las aves marinas —gaviotas, pelícanos, cormoranes— se posan en el puente. Y en los muelles corren las ratas, se pelean, animan y multiplican, y en la marea baja se alimentan de mejillones y cangrejos.

En la amplia calzada, por donde nadie pasa ahora, hay muy pocos cambios: sólo unas pocas grietas y asperezas. Arrastrado por el viento, el polvo se ha depositado en las rendijas y rincones, y allí crecen las hierbas y el musgo.

La estructura interior del puente está intacta. La herrumbre ha roído apenas la capa protectora. En el lado oeste, durante las tempestades, las olas golpean los despintados pilones de acero, y la sal acelera la obra de la corrosión. Un ingeniero, si hubiera ingenieros, menearía la cabeza y ordenaría el cambio de algunas piezas.

Pero nada más. En la resistente estructura del puente, la civilización desafía aún los ataques del mar y el aire.

Ish salió de su ensueño y fue a afeitarse. El limpio contacto del acero era agradable y estimulante a la vez. Animado por las perspectivas del día, trazó sus planes. Haría que se reanudase el trabajo en los pozos. Dirigiría los preparativos de la expedición al interior, como el presidente Jefferson, que había aconsejado a Lewis y Clark. Intentaría poner en marcha un coche. Quizá, pensó alegremente, tomarían otra vez el camino —en el sentido literal, pero también en el sentido figurado—, un camino que llevaba al renacimiento de la civilización.

Acabó de afeitarse, pero la operación había sido muy agradable. Se enjabonó otra vez y se repasó las mejillas… Ahora los treinta y tantos miembros de la Tribu tenían en sus manos el germen del porvenir. Eran gente común, no muy inteligentes, pero honestos. Los de mayor edad, a pesar de sus imperfecciones, eran realmente ejemplares notables; pues, al fin y al cabo, habían sido sacados al azar de una enorme arca humana. Ish los examinó otra vez, uno a uno, y al fin se consideró a sí mismo. ¿Qué era él entre los otros?

Sí, recordaba, hacía muchos años, en aquella misma casa, había hecho una lista de sus aptitudes, las que podían ser más útiles en la nueva vida. Había anotado, con satisfacción y entre otras cosas, que lo habían operado de apendicitis. Se alegraba aún, aunque ninguno de sus compañeros tuviese dificultades con el apéndice.

Pero otras características habían dejado de ser una ventaja. Por ejemplo, su amor a la soledad. Ya no parecía más una virtud, y hasta quizás era un vicio. Aunque él, Ish, había cambiado en el curso de los años. Si hiciese otra vez la lista, no sería la de antes. Había leído mucho, y había aprendido mucho. Y algo más importante, había vivido con Em y era ahora padre de familia. Había madurado y envejecido. Tenía más voluntad que George y Ezra. Si se presentaba alguna dificultad, recurrían a él. Sólo él pensaba en el futuro.

Desmontó la máquina de afeitar, sacó la hoja y la echó en un cajón del botiquín. Nunca utilizaba dos veces la misma hoja, había miles y la economía aquí no contaba. Y sin embargo, como en otros tiempos, no sabía qué hacer con las hojas usadas. Recordaba viejos chistes con este tema. Era raro que una pequeñez semejante persistiera después de tantos cambios.

Después del desayuno, Ish fue a ver a Ezra. Se sentaron en los escalones del porche. Pronto llegaron otros. Se habló de una cosa y otra, se hicieron bromas, que entre los jóvenes terminaban a golpes. De común acuerdo, todos decidieron concluir el trabajo, pero nadie mostró mucha prisa. Esta demora irritó a Ish, especialmente cuando George, con su parsimonia habitual, recordó el viejo asunto de la nevera.

Al fin, Ezra y los tres jóvenes, escoltados por una tropa de niños y niñas, se encaminaron al lugar del trabajo. De pronto, como arrastrados por un entusiasmo frenético, todos, incluso Ezra, echaron a correr. Ish vio que Evie corría también, con el rubio cabello al viento. No supo quién había ganado la carrera, Pero pronto la tierra empezó a volar a un lado y a otro. Ish se sentía entre inquieto y divertido. Los miembros de la Tribu confundían siempre el juego con el trabajo. Él pensaba que no era posible lograr ningún resultado sin un esfuerzo penoso. Media hora más y aquel ardor se enfriaría; los golpes de pico se harían más lentos. Luego, primero los niños, los padres después, todos buscarían una ocupación más agradable.

Para el hombre primitivo, perseguir al ciervo, acurrucarse en el pantano a esperar la bandada de patos, arriesgar la vida en los despeñaderos, refugio de las cabras, cercar al jabalí en los bosques… no era trabajo, a pesar del sudor, la respiración jadeante, y la fatiga. Lo mismo para las mujeres dar a luz, errar por los bosques en busca de fresas y hongos, alimentar el fuego a la entrada de la caverna.

Pero el canto, la danza, el amor no eran juegos. Con los cantos y danzas aplacaban los espíritus de las aguas y el bosque. Y el amor, con la protección de los dioses, aseguraba el futuro de la tribu. Así en los primeros días de la tierra, trabajo y juego se confundían, y una misma palabra los designaba.

Pero los siglos sucedieron a los siglos, y hubo cambios y transformaciones. El hombre creó la civilización, y sintió un inmenso orgullo. Y uno de los primeros cuidados de la civilización fue el de separar el trabajo del juego. Esta división fue pronto más profunda que la anterior entre el sueño y la vigilia. Desde entonces el sueño fue sinónimo de descanso, y «dormirse en el trabajo», una horrible falta. El timbre del reloj registrador y el clamor de la sirena —más que el ademán de encender la luz y apagar el reloj despertador— señalaron las dos partes de la vida humana. Los obreros declararon huelgas, tiraron piedras, recurrieron a la dinamita para desplazar una hora y hacerla pasar de una categoría a otra. Y el trabajo se hizo cada vez más penoso y detestable, y el juego, más artificial y febril.

Ish y George se habían quedado solos en el porche de Ezra. Ish adivinó que George se preparaba a hablar. Es raro, pensó, en general la gente no hace una pausa hasta que ha dicho algo. George hace una pausa antes de hablar.

—Y bien —dijo George, e hizo otra pausa—. Y bien, buscaré unos tablones… para las paredes de los pozos… cuando sean más profundos.

—Perfecto —aprobó Ish.

George haría su trabajo. En los viejos días había adquirido el hábito del trabajo, y quizá nunca había jugado realmente.