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George fue a buscar sus tablones, e Ish se unió a Dick y Bob, que habían estado preparando los perros.

Los dos jóvenes lo esperaban ante su puerta con tres cochecitos, listos para partir. En uno de los carruajes asomaba el cañón de un rifle.

Ish reflexionó un momento. ¿No olvidaba nada? Le parecía que le faltaba algo.

—Oye, Bob —dijo—, ve a buscar mi martillo, ¿quieres?

—¿Para qué?

—No sé. Puede servir para abrir una puerta.

—Un ladrillo bastaría —objetó Bob, pero obedeció.

Ish tomó el rifle y revisó el cargador. Nadie se alejaba de las casas sin un arma. Había pocas probabilidades de tropezar con un toro enfurecido o una osa con su cría, pero era mejor ir prevenido. A veces Ish despertaba sobresaltado en medio de la noche recordando la vez que lo habían perseguido los perros.

Bob llegó con el martillo y se lo dio a su padre. Ish lo tomó por el mango y sintió en seguida una rara sensación de seguridad. El peso de la herramienta, el viejo martillo que había descubierto poco antes que lo mordiera la serpiente, era tranquilizador. Ish pensaba a veces en ponerle un mango nuevo. Aunque hubiera podido buscar también otro martillo. En realidad la herramienta no era muy práctica. Lo empleaba, por tradición, todos los años para grabar los números en la roca, pero aun entonces hubiera sido más útil un martillo más liviano.

Echó el martillo en el coche, a sus pies, y le pareció que todo estaba bien ahora.

—¿Listos? —les preguntó a Dick y Bob, y en ese instante algo le llamó la atención.

Un niño, oculto apenas entre los matorrales, observaba los preparativos de partida. Ish reconoció la menuda silueta.

—Joey —llamó impulsivamente—, ¿quieres venir?

Joey salió de los matorrales, pero no se adelantó.

—Tengo que ayudar en los pozos —dijo.

—Tanto peor, cavarán sin ti.

Es decir, añadió Ish mentalmente, no cavarán, ni contigo ni sin ti.

Joey no esperó más. Era, evidentemente, lo que deseaba. Corrió al cochecito de Ish y se acurrucó a sus pies con el martillo en las rodillas.

Los perros partieron a toda velocidad, con su habitual explosión de ladridos. Los otros dos carritos se lanzaron detrás. Los muchachos gritaban, y los perros hacían coro. Los dogos que guardaban las casas ladraban también. Parecía que hubiese estallado un motín. Encogido, detrás de sus seis perros, Ish se sintió ridículo como en una carroza de carnaval.

Ya en marcha, los perros no malgastaron el aliento en ladridos y adoptaron un paso más lento. Ish repasó sus planes.

Hicieron el primer alto en un viejo puesto de gasolina. En el interior, el sol era de un amarillo mortecino. Después de veintiún años de manchas de moscas y polvo, los vidrios habían perdido su transparencia.

La guía de teléfonos colgaba de un clavo junto al mudo aparato. Ish la abrió y una lluvia de papeles amarillos cayó al suelo. Buscó la dirección del agente local de jeeps. Sí, con las carreteras estropeadas, lo mejor era un jeep.

Media hora más tarde llegaron al lugar. Ish miró a través del escaparate y el corazón le dio un vuelco. Un jeep esperaba.

Los muchachos ataron los perros, que se echaron en el suelo ordenadamente, sin enredar las riendas.

Dick probó la puerta; estaba cerrada con llave.

—Toma el martillo y haz saltar la cerradura —dijo Ish.

—Oh, prefiero un ladrillo —declaró Dick, y corrió hacia los restos de una chimenea, derribada por el terremoto. Bob lo siguió.

Ish no pudo dominar su irritación. ¿Qué mosca les había picado? Nada mejor que un martillo para abrir una puerta. Lo sabía por experiencia. Lo había hecho muchas veces.

En tres zancadas cruzó la acera, blandiendo rítmicamente el martillo, y con el último paso dio un golpe que hizo saltar la cerradura. ¡Una buena lección! No había traído el martillo para nada.

El jeep de la sala de exposición tenía sus cuatro neumáticos desinflados, y estaba cubierto de polvo, pero bajo la espesa capa se veía aún la brillante pintura roja. En el tablero se leía quince kilómetros. Ish sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Es demasiado nuevo. Quiero decir que era demasiado nuevo. Necesitamos uno más usado.

En el garaje de atrás había varios jeeps. Todos los neumáticos estaban desinflados. Un jeep tenía la cubierta del motor levantada y sus entrañas diseminadas por el piso para una reparación que no se terminaría nunca. No había muchas diferencias entre los demás. Uno de ellos había recorrido nueve mil kilómetros, e Ish decidió probarlo.

Los muchachos seguían todos sus movimientos e Ish sintió que su prestigio estaba en juego.

—Escuchadme bien —dijo en un tono agresivo—. No sé si podré poner en marcha esta antigualla. No sé si algún otro podría. No soy un mecánico, y como casi toda la gente de mi época, conduje mucho tiempo un auto sin saber cambiar un neumático o una bujía. No esperéis milagros. Veamos primero si podemos moverlo.

Se aseguró de que no estuviera puesto el freno de mano y que la palanca de cambio se encontrase en punto muerto.

—Bien —dijo—. Los neumáticos están desinflados y el lubricante se ha solidificado en los cojinetes. Quizá los cojinetes mismos se han aplastado después de veinte años de inmovilidad. Lo empujaremos desde atrás. No costará mucho… ¡Vamos! Todos juntos… ¡Ahora!

El coche se movió unos centímetros.

Los muchachos gritaron y los perros respondieron afuera. Sin embargo, no se había ganado aún la partida. Sólo sabían que las ruedas giraban.

Luego, Ish metió la segunda marcha, y empujaron otra vez. El jeep no se movió.

Faltaba saber si el motor y los engranajes funcionaban o si los había estropeado la herrumbre. Alzó el capó y comprobó que el motor estaba bien lubricado. La herrumbre no había tocado la superficie, pero no se sabía qué había ocurrido en el interior.

Los muchachos lo miraban, expectantes. Ish pensó, buscando una solución. Podía probar otro coche. Podía atar los perros al jeep. Se le ocurrió otra idea.

El jeep del motor desarmado estaba a unos tres metros, en línea recta. Utilizándolo como catapulta quizá pudieran mover el otro jeep. Podían también romperle algo. Pero eso no importaba.

Acercaron el jeep sin motor a unos sesenta centímetros del otro, y tomaron aliento. Luego empujaron todos a la vez.

Hubo un satisfactorio estruendo metálico. Fueron a ver y comprobaron que el otro jeep se había desplazado unos centímetros. Empujaron de nuevo y lograron moverlo un poco más. Ish empezó a sentir que había triunfado.

—¿Veis? —dijo—, lo más difícil es ponerlo en movimiento. El resto no cuesta mucho.

Se preguntó si el principio se aplicaría a los hombres tanto como a las máquinas.

Los acumuladores, naturalmente, estaban descargados, pero este problema podía solucionarse fácilmente. Ordenó a los muchachos que quitaran el aceite y pusieran otro más liviano.

Luego subió a un cochecito y se alejó. Media hora más tarde traía acumuladores nuevos. Los instaló y giró la llave de contacto con los ojos fijos en la aguja del amperímetro. La aguja no se movió. Quizá los cables estaban rotos.

Golpeó con la punta de los dedos el amperímetro, y la aguja, tanto tiempo inmóvil, saltó de pronto, osciló, más allá de Descarga. El jeep resucitaba.

Buscó el botón de arranque.

—Bueno, muchachos —dijo—, ahora la prueba principal. Ver cómo funciona la batería.

Los muchachos sonrieron, inexpresivamente; nunca habían oído aquella palabra. Ish apretó el botón de arranque. Se oyó un gruñido. Y luego el zumbido del motor, cada vez más rápido.

El depósito de gasolina estaba casi vacío, como en todos los otros coches. Quizá los tanques no eran realmente impermeables, o bien la gasolina escapaba por el carburador. Ish lo ignoraba.