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Encontraron un surtidor de gasolina y echaron veinte litros en el depósito. Ish reemplazó las bujías. Cebó el carburador, orgulloso de su habilidad. Luego se sentó ante el tablero, hizo girar la llave de contacto y apretó el botón de arranque.

El motor zumbó, en un tono cada vez más agudo, y al fin con un rugido volvió a la vida.

Los muchachos gritaron. Ish pisaba complacido el acelerador. Se sentía orgulloso de esta victoria del mundo civilizado, del trabajo honesto y consciente de los mecánicos e ingenieros que habían creado un motor que aún funcionaba después de veintiún años.

Pero cuando se agotó la gasolina del carburador, el motor se detuvo bruscamente. Lo cebaron y lo pusieron en marcha varias veces, y al fin la vieja bomba succionó gasolina del depósito y el motor funcionó sin detenerse. Los neumáticos eran ahora la mayor dificultad.

En el salón de ventas había una barra metálica horizontal de donde colgaban varios neumáticos. Pero al cabo de tanto tiempo, su mismo peso los había deformado, y el caucho conservaba la impresión de la barra. Podrían servir durante varios kilómetros, pero no para largos trayectos. Ish separó los mejor conservados, pero aun en éstos el caucho se había agrietado y endurecido, perdiendo toda elasticidad.

Con la ayuda de un gato, levantaron una rueda. Sacarla no fue tarea fácil, pues las tuercas estaban herrumbradas.

Bob y Dick no estaban acostumbrados a manejar herramientas, y el pequeño e inquieto Joey era más un estorbo que una ayuda. Aun en los viejos días, Ish sólo había desmontado una rueda en una o dos oportunidades, y había perdido la mano, si la había tenido alguna vez. Tardaron mucho tiempo en sacar el primer neumático. Bob se despellejó un nudillo, y Dick se arrancó la mitad de una uña. Poner el neumático fue aún más difícil, a causa de la rigidez del caucho. Al fin, agotados y exasperados, concluyeron la tarea.

Mientras descansaban, triunfantes pero sin fuerzas, Ish oyó que Joey lo llamaba desde el garaje.

—¿Qué te pasa, Joey? —preguntó, algo impaciente.

—Ven a ver, papá.

—Oh, Joey, estoy cansado —protestó Ish.

Se incorporó sin embargo y acudió a la llamada, y los dos muchachos lo siguieron arrastrando los pies. Joey señaló con un dedo la rueda de repuesto de un jeep.

—Mira, papá. ¿Por qué no usamos esta rueda?

Ish se echó a reír.

—Bueno, muchachos —les dijo a Bob y Dick—, hay que confesar que fuimos unos tontos.

En efecto, les bastaba sacar las ruedas de recambio, inflarlas y ponérselas al jeep. Habían trabajado inútilmente.

Pero Ish, aun avergonzado de su estupidez, sentía una rara y nueva alegría. Era Joey quien había encontrado la solución.

Se acercaba la hora del almuerzo.

Habían traído unas cucharas y los indispensables abrelatas. Sólo faltaba encontrar una tienda de comestibles.

En la tienda, como en todas las otras, reinaban el desorden y la suciedad. El espectáculo entristeció a Ish, aunque lo hubiese visto muchas veces. A los muchachos, al contrario, no les llamaba la atención, pues no habían visto nunca una tienda en otro estado. Las ratas y ratones habían roído todas las cajas de cartón, y el piso era una confusión de papeles y excrementos. Hasta habían roído el papel higiénico, probablemente para hacer los nidos.

Pero los dientes habían atacado en vano el latón y el vidrio. Las botellas y latas seguían intactas, y su limpieza parecía más notable en medio de aquella suciedad. Pero desde más cerca se advertía que esa limpieza era sólo una ilusión. Las ratas habían cubierto de excrementos los estantes y habían roído casi todos los marbetes, quizás atraídas por el sabor de la goma. En otras latas, las imágenes habían perdido su color, y los tomates, antes de un rojo vivo, eran ahora de un amarillo terroso; los rosados melocotones apenas se veían.

Algunas inscripciones, sin embargo, eran aún legibles. Por lo menos Ish y Joey eran capaces de descifrarlas. Los otros miraban perplejos las palabras difíciles, como melocotones o espárragos, y elegían guiándose por los dibujos.

Los muchachos hubiesen almorzado sin inconvenientes en medio de la basura. Ish los arrastró afuera y se sentaron en la acera al sol.

No se molestaron en encender un fuego y comieron un almuerzo frío, de distintas conservas: guisantes, sardinas, salmón, paté de foie, corned beef, aceitunas, frutos secos, espárragos. Era una comida rica en proteínas y grasas, pensó Ish, y pobre en hidratos de carbono. Pero los alimentos con hidratos de carbono eran raros y exigían alguna preparación, como la sémola de maíz o los macarrones. El postre fue melocotón y ananás en su jugo.

Cuando acabaron de comer, limpiaron las cucharas y los abrelatas y se los metieron en el bolsillo. Las latas vacías quedaron allí. Había tanta basura en la calle que nada importaba un poco más.

Los muchachos, advirtió Ish complacido, estaban ansiosos por volver al trabajo. Parecían entusiasmados por aquella victoria sobre el mundo de la materia. A Ish, aún un poco cansado, se le había ocurrido algo nuevo.

—Muchachos —dijo—, ¿os creéis capaces de cambiar vosotros solos las ruedas?

—Claro que sí —dijo Dick, algo perplejo.

—Bueno, Joey es muy chico para ayudaros, y yo me siento cansado. La biblioteca municipal está muy cerca. Joey podría acompañarme. ¿Quieres, Joey?

Joey, encantado, ya se había puesto de pie. Los otros sólo querían volver a sus neumáticos.

Ish se encaminó hacia la biblioteca. Joey, impaciente, corría adelante. Era ridículo, pensó Ish, que nunca se le hubiese ocurrido llevar allí a Joey. Pero no había previsto el rápido desarrollo intelectual del niño.

Pensando siempre en reservar la biblioteca universitaria para más tarde, Ish sacaba los libros que necesitaba de la biblioteca municipal, y había forzado la cerradura hacía ya muchos años. Empujó la pesada puerta y entró orgullosamente. Joey lo siguió pisándole los talones.

Entraron en la gran sala de lectura y caminaron ante los estantes. Joey no decía nada, pero sus ojos devoraban los títulos. Llegaron otra vez al vestíbulo e Ish rompió el silencio.

—Bueno, ¿qué te parece?

—¿Son todos los libros del mundo?

—Oh, no, sólo algunos.

—¿Puedo leerlos?

—Sí, puedes leer lo que quieras. Devuélvelos siempre y ponlos en su lugar para que no se desordenen ni extravíen.

—¿Qué hay en los libros?

—Oh, un poco de todo. Si leyeses todos éstos, sabrías bastantes cosas.

—Los leeré todos.

Ish sintió que una repentina sombra empañaba su felicidad.

—Oh, no, Joey, eso sería imposible. Además hay libros aburridos, estúpidos, y hasta malos. Pero yo te ayudaré a elegir los buenos. Ahora, hay que irse.

Tenía prisa por sacar a Joey a la calle. El espectáculo de tantos volúmenes podía hacer daño al niño. Ish se alegró de no haberlo llevado a la biblioteca universitaria. Eso llegaría más tarde.

Regresaron al garaje. Esta vez Joey no corría delante. Caminaba junto a su padre, reflexionando. Al fin se decidió a hablar.

—Papá, ¿cómo se llaman esas cosas que cuelgan del techo en casa? Esas bolas brillantes. Un día me dijiste que antes se encendían y alumbraban.

—Sí, lámparas eléctricas.

—Si leo todos los libros, ¿podré encenderlas otra vez?

Ish sintió una emocionada alegría, y en seguida un estremecimiento de temor. ¿No iban demasiado rápido?

—No sé, Joey —dijo en un tono que quería ser indiferente—. Quizá sí, quizá no. Se necesita tiempo, el trabajo de mucha gente. No hay que apresurarse.

Siguieron caminando, en silencio. Ish se sentía orgulloso de que Joey satisficiera sus ambiciones, pero a la vez aquella victoria lo asustaba. El niño se adelantaba demasiado. La inteligencia no debía superar a los años. Joey necesitaba mayor vigor físico y energía moral. Iría lejos.