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Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Joey vomitaba sobre un montón de restos.

Ese almuerzo, pensó Ish, sintiéndose culpable. He dejado que se hartara de cosas indigestas. Ya le ocurrió otras veces.

Pero en seguida pensó que la causa eran quizá las emociones y no el almuerzo. Joey se sintió muy pronto mejor, y cuando llegaron al garaje descubrieron, que los muchachos habían cambiado las ruedas e inflado los neumáticos. Ish sintió un nuevo interés por el jeep y la proyectada expedición.

Sentándose al volante, puso otra vez el motor en marcha. Los neumáticos aguantaban, al menos por el momento. Quedaban pendientes los problemas del embrague, la transmisión, la dirección, los frenos, y todos los órganos misteriosos y esenciales, ocultos en las entrañas de un coche y que él sólo conocía de nombre. Bob y Dick habían echado agua al radiador, pero podía haber una tubería obstruida y eso bastaría para inmovilizar el jeep. Otra vez se preocupaba por el futuro.

—Perfecto —dijo—. Vamos.

El motor ronroneaba alegremente. Ish pisó el acelerador y el auto se sacudió como si una larga inactividad lo hubiera paralizado. Sin embargo, avanzaba, obedeciendo las órdenes de Ish. Ish frenó y el jeep se detuvo. Pero se había movido, y lo que era también importante, se había detenido.

La alegría de Ish se transformó en exaltación. ¡No era un sueño! Si en un solo día un hombre y tres muchachos habían devuelto la vida a un jeep, ¿qué no podría hacer la Tribu en algunos años?

Los muchachos soltaron un tiro de perros y ataron el cochecito a uno de los otros. Ish, con Joey a su lado, arrancó valientemente.

En las calles había montones de escombros, que el viento había cubierto con polvo y hojas. Después de las lluvias invernales, esos montones, donde crecía una hierba espesa, parecían bancos y montículos naturales. Ish marchaba en zigzag. Se acercaba a la meta cuando chocó con un ladrillo y se oyó un estallido. El neumático trasero de la izquierda había reventado. Ish siguió dando tumbos, y al fin llegó poco antes que los cochecitos. A pesar de ese último accidente, el viaje había sido un éxito.

Detuvo el jeep frente a su casa y se reclinó en el asiento, aliviado. Tocó la bocina y después de un silencio de tantos años se oyó el viejo sonido estridente.

Esperaba que grandes y pequeños acudirían de todas partes atraídos por el raro sonido; pero no apareció nadie. Sólo respondió un concierto de ladridos. Los perros de los coches, que alcanzaban en ese momento la cima de la loma, se unieron al coro.

Ish sintió un raro desasosiego. Una vez, hacía muchos años, había entrado en una ciudad desierta y había hecho sonar la bocina. Y ahora parecía que la pesadilla se repetía otra vez. Pero la impresión duró unos pocos segundos.

Mary, con su bebé en brazos, salió sin prisa de una casa en el extremo de la calle, y saludó con la mano.

—¡Se fueron a la corrida de toros! —gritó.

Los muchachos sólo pensaron entonces en unirse al juego. Soltaron los perros y se fueron corriendo sin pedirle permiso a Ish. Joey, curado de su indigestión, los siguió. Ish se sintió bruscamente solo y abandonado. Sólo Mary vino a admirar el coche. Lo contempló, muda, con los ojos muy abiertos, tan inexpresivamente como el bebé.

Ish saltó del jeep y se desperezó. Tenía las piernas entumecidas, y los tumbos le habían dejado dolorida la espalda enferma.

—Bueno —dijo, con orgullo en la voz—, ¿qué te parece, Mary?

Mary era hija suya, pero no se parecía a él ni a Em, y su estupidez lo irritaba a menudo.

—Muy bien —respondió ella con su habitual falta de entusiasmo.

—¿Dónde es la corrida? —preguntó Ish.

—Cerca del nogal grande.

Se oyeron unos gritos lejanos. Alguien, sin duda, había esquivado una embestida del toro.

—Y bueno, iré a admirar el deporte nacional —dijo Ish, aunque sabía que era una ironía malgastada.

—Sí —dijo Mary, y con el niño en brazos se volvió hacia su casa.

Ish descendió la loma y atravesó un prado que en otro tiempo había sido el patio de alguien. ¡El deporte nacional! Su entrada triunfal había sido un fracaso, y no podía dejar de sentir cierta amargura. Otro grito indicó que alguien acababa de escapar apenas a los cuernos del toro.

El juego era peligroso, aunque nadie había muerto todavía, ni había sido herido de gravedad. Ish lo desaprobaba, pero no se atrevía a oponerse. Los muchachos tenían exceso de energías y quizá sentían la necesidad del peligro. La existencia era en San Lupo demasiado serena y monótona. Recordó a Mary. ¿Cómo no volverse insensible en aquellas condiciones? Los niños atravesaban las calles sin temor a los autos, y habían desaparecido también muchos otros peligros de la vida cotidiana; los resfriados, por ejemplo, y las bombas atómicas. Naturalmente, como gente que vivía al aire libre, y usaba hachas y cuchillos, conocían las magulladuras y heridas. Mary se había quemado una vez las manos, y un día un niño de tres años se había caído del muelle, ahogándose casi.

Ish llegó a un espacio que en otro tiempo había sido un parque, cerca de la roca que servía de calendario. El toro estaba en el centro de un prado que apenas merecía ese nombre. La hierba, de treinta centímetros de altura, no conocía otros jardineros que los ciervos y las vacas.

Harry, el hijo de Molly, de quince años, era el torero. Lo secundaba Walt, que “jugaba en la retaguardia”, término deportivo heredado de los viejos días. Ish no era un experto, pero le bastó una mirada para saber que el toro no era peligroso. Era un Hereford de raza casi pura, rojo, y con manchas blancas en la frente. Estos toros vivían en libertad desde hacía varias generaciones y eran ahora de patas más largas, más delgados, y de cuernos más grandes. En ese momento el juego languidecía un poco. El toro, fatigado, miraba indeciso a Harry, que lo provocaba sin éxito.

Los espectadores, la Tribu casi completa, incluso Jean y su bebé, estaban sentados a orillas del claro. Los árboles los protegerían del toro, si el animal decidía dejar el césped. En caso de necesidad se soltarían los perros y Jack tenía un fusil en las rodillas.

De pronto, el toro volvió a la vida y embistió pesadamente con bastante fuerza como para derribar a veinte muchachos. Pero Harry saltó a un costado y el toro se detuvo, desconcertado.

Una niña —Betty, la hija de Jean— se incorporó y gritó que ahora era su turno. Parecía una pequeña salvaje, con las faldas recogidas sobre los muslos, las largas piernas bronceadas. Harry cedió su lugar a su hermanastra. El toro estaba fatigado y la niña no corría peligro. Ayudada por Walt, Betty provocó algunas embestidas que esquivó fácilmente. Y entonces un niño gritó con todas sus fuerzas:

—¡Yo ahora!

Era Joey. Ish frunció el ceño, pero sabía que no necesitaría ejercer su autoridad. Joey sólo tenía nueve años, y las leyes del juego le prohibían intervenir. Los niños mayores se impusieron amablemente, pero con firmeza.

—No, Joey —dijo Bob, de dieciséis años—, eres muy pequeño. Espera un par de años.

—Soy tan bueno como Walt —protestó Joey.

Ish creyó adivinar que Joey había practicado por su cuenta, en secreto, con algún toro bonachón, y quizás ayudado por Josie, su hermana gemela, y su devota esclava. Ish se estremeció ante la idea de que Joey pudiese sufrir un accidente… Joey, entre todos los niños… Después de algunas débiles protestas, el chico cedió.

El toro, gordo, había combatido bastante. Se contentaba con rascar la tierra mientras Betty bailaba a su alrededor. La corrida había terminado y los espectadores empezaron a dispersarse. Los muchachos llamaron a Betty y Walt. El toro, aliviado sin duda, quedó solo en el claro.