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En esa época, los peces abundaban en la bahía, y se prefería la pesca al trabajo.

A la tarde, todos se reunían para cantar canciones, que Ish acompañaba al acordeón. Ish propuso que se organizara un coro. No faltaban las hermosas voces, y George era un buen bajo. Pero todos preferían el camino del menor esfuerzo.

Decididamente, la Tribu no gustaba mucho de la música, como Ish había comprobado hacía tiempo. Algunos años antes había puesto algunos discos de sinfonías en el fonógrafo. No se oía muy bien, pero se podían seguir los temas. Los niños permanecieron indiferentes. A veces, atraídos por la melodía, abandonaban los juegos o la escultura en madera y escuchaban con atención. Pero no tardaban en volver a sus ocupaciones. Bueno, ¿qué podía esperarse de unas pocas gentes comunes y sus descendientes? Estaban un poco por encima de lo común, se corregía, pero carecían de cultura musical. En los viejos días, diez norteamericanos de cada mil sabían apreciar realmente a Beethoven, y esos pocos, como los perros de pura raza, no habían sobrevivido al Gran Desastre.

Probó también con el jazz. El sonido de los saxofones atrajo otra vez a los niños, pero el interés no duró mucho. ¡El jazz hot! Sus intrincados ritmos no podían atraer a mentes simples, sino a oídos educados. Era como pedirles que admirasen a Picasso o Joyce.

En realidad —y había aquí algo alentador— los jóvenes detestaban el fonógrafo. Preferían cantar ellos mismos. El papel pasivo de oyentes les disgustaba.

Jamás, sin embargo, intentaban componer una melodía o unos versos. Ish, de cuando en cuando, inspirado por algún acontecimiento importante, improvisaba una estrofa, pero carecía de genio poético y sus extrañas tentativas no eran bien recibidas.

Cantaban, pues, a una sola voz. Preferían las melodías más simples: Llévame otra vez a Virginia, aunque nadie sabía qué era Virginia, o quién quería ir allí, o Aleluya, soy un vagabundo, sin preguntarse qué era un vagabundo. Cantaban también las quejas de Bárbara Allen, aunque ninguno de ellos sufriese penas de amor.

Ish pensaba constantemente en los dos muchachos del jeep. Los niños pedían Mi hogar en la llanura e Ish tocaba la melodía sintiendo un nudo en la garganta. Quizás en aquel mismo instante Dick y Bob erraban por aquellos sitios. ¿Qué ocurriría en las vastas llanuras? ¿Habría aún ciervos y antílopes? ¿Ganado? ¿Habrían vuelto los bisontes?

Pero recordaba a los muchachos sobre todo en las negras horas de la noche. Se despertaba de pronto sobresaltado, y se pasaba las horas rumiando sus inquietudes.

¿Cómo había permitido semejante aventura? Imaginaba inundaciones y tormentas. ¡Y el coche! Qué locura confiar un jeep a muchachos tan jóvenes. No corrían el peligro, ciertamente, de chocar con otro vehículo, pero podían caer en un pozo. Los caminos eran malos; los peligros, innumerables.

¿Y los pumas, los osos, los toros salvajes? Los toros que incluso parecían despreciar al hombre, como en otros tiempos.

No, los hombres eran el mayor peligro. Un sudor frío cubría entonces la frente de Ish. ¿Con qué hombres podían tropezar los muchachos? ¿Y con qué sociedades deformadas por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones? Quizás había en ellas bárbaros ritos religiosos, ¡sacrificios humanos, canibalismo! Quizá, como Ulises, los muchachos se encontrarían con resucitados lotófagos, sirenas, lestrigones. La Tribu, aferrada a la falda de la loma, era estúpida, y carecía de poder creador; pero por lo menos conservaba cierta dignidad. Nada garantizaba que otros hubiesen hecho lo mismo. Pero con la luz del día desaparecían los fantasmas. Ish pensaba entonces en los muchachos y los imaginaba felices, entusiasmados con nuevos paisajes, quizá con nuevos amigos. En caso de accidente, si no encontraban otro coche, volverían a pie. No les faltarían los víveres. A treinta kilómetros por día —o por lo menos ciento cincuenta por semana—, aunque tuviesen que caminar quince mil kilómetros, regresarían antes del otoño. Y si el jeep aguantaba, volverían mucho antes. Ante este pensamiento, Ish apenas podía reprimir su excitación. ¿Qué novedades traerían?

Pasaron las semanas, y cesaron las lluvias. La hierba de las lomas germinó y amarilleó. Por las mañanas, las nubes eran tan bajas que rozaban las torres de los puentes.

5

Con el correr del tiempo, las inquietudes de Ish se atenuaron. La ausencia prolongada de los viajeros demostraba que habían llegado muy lejos. Si habían atravesado el continente, tardarían aún en regresar, y no había por qué atormentarse. Se dejó arrastrar por otros pensamientos y otras preocupaciones.

Había reorganizado la escuela. Sentía que era su deber enseñar a los niños a leer, escribir y contar, para que se conservasen en la Tribu las bases primeras de la civilización. Pero los desagradecidos escolares se revolvían en sus asientos y volvían unos ojos impacientes hacia las ventanas. No pensaban en otra cosa, advertía Ish, que correr por las faldas de la loma, jugar a los toros, pescar. Trataba inútilmente de atraerlos recurriendo a los sistemas pedagógicos más famosos de los viejos días.

La talla en madera, único arte que practicaba la Tribu, era herencia del viejo George. A pesar de su escasa inteligencia, George había logrado transmitir a los niños su afición a la ebanistería. Ish no tenía ninguna habilidad de esa especie. Pero se le ocurrió utilizar aquel interés de los niños para sus propios fines.

Les enseñó algunos principios de geometría y a servirse del compás y la regla para dibujar en la madera.

Los niños mordieron el anzuelo, se entusiasmaron con los círculos, triángulos y hexágonos, y pronto esculpieron figuras geométricas. El propio Ish talló con su cuchillo una vieja y gruesa rama de pino.

Pero el entusiasmo se apagó pronto. Mover la hoja del cuchillo a lo largo de una regla de acero para obtener una línea recta, era fácil y aburrido. Seguir el contorno de un círculo era más difícil, pero uno se cansaba pronto de ese trabajo maquinal y monótono. Una vez terminadas —Ish mismo debía reconocerlo—, las esculturas parecían malas imitaciones de los adornos que en otro tiempo se hacían a máquina.

Los niños decidieron volver de nuevo a la fantasía y la improvisación. Era más divertido, y las esculturas tenían mejor aspecto.

El escultor más hábil era Walt, que leía a trompicones. Con mano firme, grababa un friso de animales sobre la lisa superficie de una plancha sin necesidad de medidas ni de principios geométricos. Si sus tres vacas no cubrían el espacio disponible, añadía un ternero. Y la obra guardaba, sin embargo, un perfecto equilibrio. Trabajaba con igual habilidad en bajo relieve, medio relieve, o alto relieve. Los otros niños no le escatimaban su admiración.

La estratagema de Ish terminó, pues, en un fracaso, y se encontró otra vez a solas con el pequeño Joey. Joey no tenía ningún talento para la escultura, pero era el único que se había entusiasmado con las eternas verdades de las líneas y los ángulos. Un día, Ish sorprendió al niño que cortaba triángulos de papel de diversas formas, les recortaba luego los vértices y los ponía uno junto a otro para formar una línea recta.

—¿Resulta? —preguntó Ish.

—Sí, tú dijiste que siempre resulta.

—Entonces ¿por qué pruebas?

Joey calló, pero Ish comprendió que el niño rendía así homenaje a las verdades inmutables y universales. Era un desafío a los poderes de la casualidad y el cambio. Y cuando estos tenebrosos poderes se declaraban vencidos, la inteligencia podía atribuirse una nueva victoria.

Ish se quedó a solas con el pequeño Joey… en el sentido literal y el figurado. Cuando los otros escolares huían lanzando gritos de alegría, Joey se inclinaba sobre algún libraco con mayor aplicación aún, y hasta con un aire de superioridad.