Los otros niños eran fornidos gigantes y superaban a Joey en todos los juegos al aire libre. La cabeza de Joey era demasiado grande para su cuerpo, o así le parecía a uno, pues se sabía que estaba atiborrada de conocimientos. Tenía unos ojos grandes y vivaces.
Sólo él, entre todos los niños, sufría de dolores de cabeza y frecuentes indigestiones. Ish suponía que esos malestares eran de origen nervioso, pero no podía recurrir a un médico clínico, o un psiquiatra, y debía contentarse con hipótesis. Pero Joey pesaba menos que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba.
—Esto me preocupa —le decía Ish a Em.
—Sí —convenía Em—, pero te alegra que se apasione por la geometría. Quizás es inteligente porque es débil.
—Sí, quizá. Tiene sus alegrías. Pero me gustaría que fuese más robusto.
—No sé. Me parece que te gusta tal como es.
E Ish reconocía, una vez más, que Em tenía razón.
Sí, se decía, los mocetones no nos faltan. Y aunque Joey sea debilucho, o neurótico o pedante, en él se conservará la tradición intelectual.
Joey seguía siendo, pues, el preferido de Ish. Veía en él la esperanza del futuro, le hablaba largamente y le enseñaba todo lo que sabía.
Las horas de clase siguieron arrastrándose mientras se esperaba el regreso de Dick y Bob. Hasta Ish las encontraba interminables. Aquel verano tenía once alumnos, a los que intentaba inculcar algunas nociones elementales.
Las clases se daban en la sala de Ish, y los niños venían de distintas casas. Se comenzaba a las nueve y se terminaba a las doce, con un largo recreo. Ish había advertido que no podía exigirles más.
No habiendo logrado dorarles la píldora de la geometría, enseñaba ahora aritmética. Pero al enunciarles los problemas tropezaba con dificultades prácticas. «Si Pedro levanta una cerca de nueve metros…» decía el viejo libro. Nadie levantaba cercas ahora, y había que explicarles para qué habían servido las cercas… algo bastante complicado. Pensó en seguir los métodos de la escuela progresiva e instalar una tienda donde los alumnos comprarían, venderían y llevarían cuentas. Pero ya no había tiendas y hubiese sido necesario explicarles todo el viejo sistema económico.
Trató entonces de interesarles en la matemática pura. Fracasó, pero se convenció por lo menos a sí mismo de que la matemática era la base misma de la civilización. Aunque no podía expresarlo claramente, la relación que había entre los números le parecía maravillosa. Dos y dos eran eternamente cuatro, y nunca cinco. Eso no había cambiado… aunque los toros salvajes pelearan ahora en las calles. Hacía juegos con progresiones aritméticas, encadenando números. Pero, excepto Joey, ningún niño parecía interesado, y las miradas de reojo a las ventanas demostraban la inutilidad de sus esfuerzos.
Probó entonces con la geografía, materia que dominaba. Los niños se divertían en dibujar mapas de los alrededores. Pero nadie se interesó en la geografía del mundo. ¿Quién podía acusarlos? La vuelta de Bob y Dick despertaría quizá su curiosidad. Pero por el momento sólo se interesaban en un área de unos pocos kilómetros. ¿Qué importaba la forma de Europa, con todas sus penínsulas? ¿Qué importaban las islas diseminadas en el mar?
Tuvo un poco más de éxito con la historia y la antropología. Les habló del desarrollo del hombre, ese luchador que lentamente, durante miles de años, había creado y aprendido, y a pesar de sus errores, sus crueldades, había llegado, antes de la catástrofe, a ofrecer el espectáculo de una magnífica victoria. Los niños escucharon con cierto entusiasmo.
Ish insistió entonces en la lectura y la escritura, llaves del saber. Pero sólo Joey era aficionado a leer, y dejaba atrás a todos sus condiscípulos. Entendía rápidamente el significado de cualquier palabra, y hasta el significado de los libros.
Ci-vi-li-za-ción. El tío Ish habla siempre de eso. Hoy hay muchas codornices cerca del río. ¿Dos y seis? Ya lo sé. ¿Para qué decirlo? ¿Dos y nueve? Es difícil. No tengo bastantes dedos. El tío George es más divertido que el tío Ish. Nos enseña escultura. Mi papá es todavía más divertido. Dice cosas divertidas. Pero el tío Ish tiene el martillo. Ahí está, sobre la chimenea. Joey cuenta muchas historias del martillo. Me parece que las inventa. No estoy seguro. Tengo ganas de pellizcar a Betty, pero el tío Ish se enojaría. El tío Ish lo sabe todo. Me da miedo. Si pudiese decirle cuánto es siete y nueve, volvería la civilización y podría ver las figuras que se mueven. ¿Las vio papá? Sería divertido. ¿Ocho y ocho? Joey lo sabe en seguida. Joey no sabe buscar nidos de codornices. Falta poco para que termine la clase.
A pesar de los repetidos fracasos, Ish redoblaba sus esfuerzos y aprovechaba cualquier ocasión para estimular el interés de sus alumnos.
Un día, después de una excursión más larga que de costumbre, los niños llevaron a la escuela unas nueces de una especie bastante rara. Ish vio en seguida un pretexto para dar una lección de historia natural, que los niños escucharon complacidos. Ordenó a Walt que fuese a buscar dos piedras para romper la gruesa cáscara. Walt trajo dos ladrillos. En su pobre vocabulario no había diferencia entre piedras y ladrillos.
Ish no lo corrigió, pero pensó que si intentaba romper las nueces con aquellos ladrillos podía aplastarse un dedo. Miró alrededor y vio el martillo sobre la chimenea.
—Tráeme el martillo, Chris —le dijo al niño más cercano.
Habitualmente, Chris inventaba cualquier excusa para dejar su asiento. Pero esta vez no se movió. Miró a sus vecinos Walt y Weston con aire embarazado y asustado.
—Tráeme el martillo, Chris —repitió Ish, pensando que el niño, distraído, sólo había oído su nombre.
—No… no… quiero —balbuceó Chris.
Chris, de ocho años, no lloraba fácilmente, pero esta vez apenas podía retener las lágrimas. Ish no insistió.
—Traedme el martillo, cualquiera de vosotros —dijo.
Weston se volvió hacia Walt, y Bárbara y Betty, las dos hermanas, se miraron. Eran los mayores. Los cuatro abrían mucho los ojos, pero no hicieron ademán de levantarse. Los más pequeños tampoco se movieron. Pero Ish notó que se echaban furtivas ojeadas.
Intrigado, Ish deseó evitar una escena, e iba a dejar su silla cuando ocurrió un incidente singular.
Joey se levantó. Fue hacia la chimenea. Todos los niños lo siguieron con los ojos. En la habitación había un silencio de muerte. Joey se detuvo ante la chimenea, estiró la mano, y tomó el martillo. Una niñita lanzó un grito. Siguió un silencio, y Joey volvió, le entregó el martillo a su padre, y se sentó otra vez.
Nadie había pronunciado una palabra y los niños, contemplaban a Joey con la boca abierta. Ish quebró el silencio rompiendo una nuez de un martillazo. La tensión, cualquiera fuese su causa, se disipó en seguida.
Al mediodía, después de despedir a sus alumnos, Ish pensó en el incidente, y descubrió sobresaltado que era un caso de superstición pura. Los niños veían en el martillo un símbolo misterioso y místico del lejano pasado. Sólo se lo empleaba en las grandes ocasiones, y el resto del tiempo descansaba en la chimenea. En general nadie lo tocaba, salvo Ish. Bob mismo, recordó ahora Ish, se lo había llevado de mala gana el día que fueron a buscar el jeep. Era, a los ojos de los niños, un emblema todopoderoso… desgraciado el imprudente que osara tocarlo. Al principio, quizás, había sido una simple broma; pero luego la idea había sido tomada en serio. E Ish comprendió otra vez que Joey se distinguía de los otros. Joey no podía estar seguro de que el martillo de Ish no fuese como los otros martillos. Pero su superstición alcanzaba un nivel más elevado. Le complacía creer que participaba de las funciones sagradas de su padre. ¿No leía acaso como él? Hijo del gran sacerdote, hijo del elegido, podía impunemente tocar las reliquias que fulminarían a otros. Hasta era capaz de haber alimentado el temor de sus amigos para darse importancia. Sería fácil, pensó Ish, destruir aquella tonta superstición.