Pero al empezar la tarde, su certidumbre se transformó en duda. Los niños jugaban ante la casa, en la acera. Saltaban de una losa a otra cantando a voz en cuello una vieja cantinela.
Ish la había oído a menudo en los viejos días. Las palabras no significaban nada; era sólo una cantinela infantil. Y los mismos niños no tardaban en reírse. Pero ¿no les parecería ahora una fórmula mágica? Era aquélla una sociedad sin tradiciones, y no había posibilidad de que la lectura las resucitase.
Sentado en su sillón, en la sala, oía a los niños que jugaban y cantaban. Observó el humo del cigarrillo que subía en volutas, y recordó otros perturbadores ejemplos de superstición. Ezra llevaba siempre en el bolsillo una moneda con la efigie de la reina Victoria, y para los niños no era sin duda muy distinta del martillo. Molly se pasaba el día «tocando madera», e Ish recordó no sin inquietud que los niños la imitaban. ¿Comprenderían un día que era una costumbre pueril, que no podía conjurar la mala suerte?
Sí, concluyó de mala gana, el problema era grave. En los viejos días las creencias de los niños de una familia, o un pequeño grupo de familias, tenían importancia; pero el contacto con otras creencias traía cierto equilibrio. Por otra parte, había muchas tradiciones —el cristianismo, la civilización occidental, el folklore indoeuropeo, la cultura angloamericana— y nadie, para bien o para mal, podía sustraerse a esas influencias.
Pero ahora aquel tesoro humano se había perdido. Siete sobrevivientes —Evie no contaba— no habían bastado para salvarlo. Y durante mucho tiempo la Tribu sólo había sido un grupo de padres y niños, sin generaciones intermedias. Los padres habían enseñado a jugar a los pequeños. La Tribu era, pues, maleable, y podía cambiar con cualquier influencia. Era una ventaja, pero también una responsabilidad, y un peligro.
Sería peligroso, por ejemplo —e Ish se estremeció—, permitir que actuara en la Tribu alguna fuerza nefasta. Un demagogo no encontraría oposición.
Aunque evidentemente, e Ish sonrió con una mueca, los niños no se habían mostrado muy maleables como escolares.
En cuanto a la superstición, reemplazaría quizás a la religión ausente. Los niños parecían sentir la necesidad de creer en algo sobrenatural, y hasta quizá tenían el deseo inconsciente de encontrar una explicación al origen de la vida.
Algunos años antes, había organizado servicios religiosos que pronto parecieron una absurda parodia. Los habían interrumpido, pero quizás habían cometido un error.
Ish comprendió, más claramente que nunca, que podía fundar una religión. Su palabra era ley. Con un poco de insistencia podía grabar cualquier idea en la mente de sus alumnos. Podía decirles que Dios había hecho el mundo en seis días. Lo creerían. Podía declarar, como en la antigua leyenda india, que el mundo era obra de un viejo coyote. Lo creerían.
Pero ¿qué podía enseñarles sinceramente? Una de las teorías de su profesor de cosmogonía. La aceptarían sin resistencia, aunque la tradición cristiana o la leyenda india fuesen más poéticas y atrayentes.
En realidad, cualquier sistema podía dar origen a una religión. Otra vez, como hacía veinte años, rechazó la idea. No podía renegar de su sincero escepticismo.
Más vale, pensó recordando alguna de sus lecturas, no creer en Dios, que tener de él una idea indigna.
Encendió otro cigarrillo y se hundió en el sillón… Sin embargo, había allí un vacío. Si no se lo colmaba, en tres o cuatro generaciones sus descendientes evocarían quizá los demonios, obedecerían servilmente a presuntos brujos, practicarían los ritos de la antropofagia. El vudú, el chamanismo, los tabúes se extenderían entre ellos.
Se sobresaltó. Sí, la Tribu tenía ya sus tabúes, y sin quererlo, él mismo había sido el instigador.
El caso de Evie, por ejemplo. Lo había discutido hacía tiempo con Em y Ezra. Los pequeños que Evie podía dar a luz serían siempre una carga para la Tribu. Y ahora ella era para los muchachos algo así como una intocable. Evie, de cabellos rubios y grandes ojos azules, era quizá la muchacha más hermosa de la Tribu. Pero, sabía Ish, ninguno de los jóvenes se había acercado a ella. No temían ser alcanzados por un rayo, no; simplemente, nunca se les había ocurrido. No se necesitaba ninguna ley. Evie era tabú.
Había otro problema parecido. Temiendo que los celos terminaran en desórdenes, habían hecho de la fidelidad conyugal más que una virtud una necesidad. Los jóvenes se casaban en la adolescencia. Ezra, como bígamo, no había tenido discípulos. La fidelidad era ciertamente una ventaja en aquellas circunstancias, pero se la aceptaba más como una cuestión de fe que de razón. La primera infracción —y seguramente la habría— podía conmover terriblemente a la Tribu.
Tercer ejemplo, aunque de menor importancia. La biblioteca universitaria era tabú, y se la consideraba un templo sagrado. Un día, cuando los muchachos eran pequeños, Ish los había llevado a pasear, y habían llegado así al parque universitario. Mientras él dormía la siesta, dos de los niños habían desclavado una madera que reemplazaba a un vidrio roto, habían entrado en la sala de lectura y jugando habían tirado algunos libros al suelo. Aterrado ante esa profanación del santuario del pensamiento, Ish los había castigado de tal modo que más tarde no podía recordarlo sin vergüenza y remordimiento. Su furia y su horror, sin proporción con los destrozos, habían producido más efecto que los golpes. Advertidos por sus mayores, los otros niños habían respetado desde entonces la biblioteca, con gran satisfacción de Ish. Sólo ahora descubría qué clase de temor los alejaba del edificio.
Había un cuarto ejemplo, que lo llevó al punto de partida. Se incorporó y se acercó a la chimenea.
El martillo estaba allí, donde lo había dejado. No le había pedido a nadie, ni siquiera a Joey, que lo volviera a su sitio.
El martillo estaba allí, en equilibrio sobre la cabeza de acero herrumbrado, de dos kilos. Ish lo tenía desde hacía años. Lo había encontrado poco antes que lo mordiera la serpiente de cascabel. Era, pues, su más viejo amigo, anterior a Em y Ezra.
Lo examinó con curiosidad y atención. El mango estaba estropeado. Mostraba las huellas del tiempo y un golpe que había recibido antes que Ish lo encontrase. ¿Qué madera era aquélla? No lo sabía. Quizá fresno o nogal. Más probablemente nogal blanco.
Lo más simple, concluyó de manera impulsiva, sería deshacerse del martillo. Arrojándolo al mar, por ejemplo.
No, eso sería tratar los síntomas, y no la enfermedad. Los niños no se librarían así de la superstición, que podría fijarse sobre otros objetos, y tomar formas más siniestras.
La destrucción del martillo sería quizás una lección simbólica, pues probaría que era sólo una herramienta desprovista de poder. Pero ¿cómo lograrlo? Quemar el mango sería fácil, pero no podría destruir la cabeza. Podía recurrir a unos ácidos, mas los niños pensarían que deseaba librarse de un enemigo peligroso.
E Ish tuvo entonces la impresión de encontrarse ante un objeto de maléfico poder. Sí, aquella unión de madera y acero reunía todas las cualidades necesarias para convertirse en símbolo: solidez, permanencia, entidad. La significación fálica era evidente. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca darle un nombre? Los hombres se complacían en personificar las armas, que son, de algún modo, emblemas de fuerza. Durendal, por ejemplo. Ya se conocía el martillo como atributo divino, Thor, y habría otros seguramente. Y no había que olvidar a aquel rey franco que había rechazado a los sarracenos y al que sus guerreros apodaban Martel. ¡Carlos del Martillo! ¡Ish del Martillo!