Cuando los niños llegaron a clase, a la mañana siguiente, Ish prefirió no tocar el asunto de la superstición. Esperaría el momento propicio, observándolos atentamente un día o dos, o una semana. Y sobre todo sondearía los pensamientos de Joey.
Pasaron algunas semanas, e Ish concluyó que Joey no era como los otros. Había cumplido diez años aquel verano. Su precocidad dejaba a veces una triste impresión. Era, como se decía en otro tiempo, «demasiado grande para sus pantalones». Por la edad se encontraba entre Walt y Weston, de doce años, y Chris, de ocho. Pero buscaba siempre la compañía de los mayores. Le costaba, sin duda, competir con muchachos de mayor desarrollo físico. En cuanto a Josey, su hermana melliza, la hacía a un lado con ese desprecio que los niños de su edad muestran por las niñas. Josey, por otra parte, carecía de dones intelectuales.
De ese modo, Joey, comprobó Ish tristemente, vivía en una continua tensión nerviosa. Sus camaradas no osaban tocar la herramienta, pero habían creído natural que Joey se expusiera al peligro. O quizá lo creían invulnerable. Ish recordaba haber leído que los salvajes atribuían a algunos de ellos una fuerza sobrenatural. Mana, así llamaban a esa fuerza los antropólogos. A los ojos de los niños, Joey estaba protegido por el mana, y Joey se imaginaba al abrigo de todo peligro.
Ish no dejaba de advertir, ciertamente, los defectos de Joey, pero ponía aún en él todas sus esperanzas. Joey representaba el futuro. La civilización era obra de la inteligencia humana, y sólo la inteligencia lograría resucitarla un día. Y Joey tenía inteligencia, y hasta era posible que tuviese, también, aquel otro poder. El mana no era quizá más que una invención de mentes primitivas. Sin embargo, aun los pueblos más evolucionados reconocen a ciertos hombres, marcados por el destino, como jefes indiscutidos. Y nadie había explicado nunca ese misterio.
¿Joey se sabía elegido por el destino? Ish se lo preguntaba a menudo. No lo sabía, pero fue convenciéndose cada vez más, y al fin del verano creía ver ya en Joey el signo de los elegidos.
Pero aunque rechazara la idea de la predestinación, o el mana, sólo Joey, indudablemente, era capaz de alzar la antorcha que alejaría las tinieblas. Sólo él era capaz de recoger el tesoro de tradiciones humanas y transmitirlo a sus descendientes.
Pero Joey no se distinguía únicamente en la adquisición de conocimientos. A la edad de diez años, tenía sus propias experiencias, y hacía sus propios descubrimientos. Había aprendido a leer casi solo. Aunque desde luego, su genio sólo se revelaba en el terreno de la experiencia infantil.
Los rompecabezas, por ejemplo. Los niños, entusiasmados de pronto con los juegos de paciencia, habían desvalijado las tiendas. Ish, que se entretenía mirándolos, comprobó que Joey era menos hábil que los otros. Parecía carecer de sensibilidad para las formas y trataba de juntar piezas que indudablemente no podían adaptarse. Sus camaradas no le ocultaban su indignación. Joey, humillado, abandonó durante un tiempo el juego.
Pero de pronto se le ocurrió algo. No se guiaría por las formas, sino por los colores. Logró armar así su rompecabezas con mayor rapidez que los otros.
Confesó orgullosamente el secreto de su éxito, pero los otros rehusaron adoptar el sistema.
—¿Para qué? —preguntó Weston—. Tu método es más rápido, pero menos divertido. No tenemos prisa.
—Sí —añadió Betty—. No tiene gracia juntar primero los pedazos amarillos, luego los rojos, luego los azules.
Joey no supo qué replicar, pero Ish leyó en el fondo de su pensamiento. En verdad, la rapidez no era una de las reglas del juego; pero Joey se complacía en hacer un trabajo rápido y bien. Prefería correr a caminar. Parecía tener ese espíritu de empresa y competencia que había distinguido alguna vez a sus antepasados. Poco hábil en distinguir las formas, sin vigor físico, había recurrido a su inteligencia. «Usaba la cabeza», como se decía antes.
Sólo la edad de Joey hacía notable el descubrimiento, pero Ish no dejaba de decirse, complacido, que el niño había intuido las leyes de la clasificación, instrumento fundamental del progreso humano. La clasificación era la base de la lógica, y del lenguaje, con nombres y verbos que agrupaban y separaban objetos y actos. Gracias a la clasificación, el hombre había podido ordenar el aparente desorden del mundo físico.
Y Joey apreciaba realmente el lenguaje. No sólo se servía de él para expresar deseos y sentimientos. Le parecía el entretenimiento más apasionante. Hacía juegos de palabras y buscaba rimas. Las adivinanzas lo fascinaban.
Un día, Ish lo oyó mientras planteaba una adivinanza a los otros niños.
—La inventé yo mismo —dijo Joey orgullosamente—. ¿En qué se parecen un hombre, un toro, un pez y una serpiente?
—En que todos comen —le dijo Betty maquinalmente.
—Eso es demasiado fácil —dijo Joey—. También los pájaros comen.
Los niños pensaron un momento, y luego buscaron otra distracción. Con la amenaza de perder su auditorio, Joey se apresuró a decir:
—Se parecen en que ninguno tiene alas para volar.
En el primer momento, Ish no descubrió nada extraordinario en esa adivinanza. Pero luego, pensando, le asombró que a un niño de diez años le hubieran llamado la atención semejanzas negativas. Una vieja definición le vino a la memoria: «El genio es la capacidad de ver lo que no hay». Claro, esta definición del genio, como tantas otras, no era muy exacta, pues podía incluir también a los locos. Sin embargo, encerraba cierta verdad. Los grandes pensadores habían intuido un mundo que no se revelaba siempre, y lo habían buscado hasta descubrirlo. El primer requisito para hacer un descubrimiento, a no ser que se cuente con la casualidad, es indudablemente notar que algo falta.
Joey tuvo otras aventuras aquel verano. Un día volvió a la casa tambaleándose, oliendo a alcohol. Se descubrió más tarde que había visitado con Walt y Weston una licorería de la zona comercial. Era un peligro ya previsto por Ish. Una vez se había puesto a vaciar las botellas de un depósito. Al cabo de una hora, comprobó que las reservas apenas habían disminuido. La tarea era enorme, y los niños deberían resistir la tentación. Algo similar le había ocurrido a él en su juventud. Su padre había tenido siempre un poco de whisky, coñac y jerez, y a Ish poco le hubiese costado hacer una visita clandestina al aparador. Se había abstenido, y ahora sus hijos y nietos no parecían mostrar tampoco gran interés en vaciar botellas. El alcoholismo era un dios ignorado en la Tribu. La vida era tan sana y simple que no había necesidad de estimulantes. O quizás el alcohol había perdido su atracción por estar al alcance de todos.
Joey, e Ish se alegró, no había bebido mucho, y no parecía enfermo, ni muy borracho. Evidentemente, había alardeado otra vez ante los niños mayores, y había logrado impresionarlos. Walt y Weston no habían salido tan bien de la aventura.
Sin embargo, Joey estaba un poco marcado y no protestó cuando lo mandaron a la cama. Ish aprovechó la ocasión para hablarle de los peligros de la vanidad. El niño lo miraba con sus ojos grandes e inteligentes. Entendía, a pesar del alcohol, y su mirada parecía decir: Nos entendemos. Sabemos muchas cosas. No somos como los otros.
En un repentino impulso de ternura, Ish le tomó una manita. Los ojos de Joey se iluminaron de alegría, e Ish comprendió que a pesar de sus fanfarronadas, su hijo era un niño tímido y sensible, como había sido él. Sí, su temeridad no era más que una forma de la timidez.
—Joey, pequeño —dijo de pronto—, ¿por qué te esfuerzas tanto? Weston y Walt tienen dos años más que tú. No te atormentes. Dentro de diez años, veinte años, los habrás dejado muy atrás.