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El niño sonrió. Pero Ish no se engañaba. Joey sonreía al sentir el cariño de su padre, no por lo que éste pudiera haberle dicho. A los diez años se vive en el presente, y los años futuros se pierden en una brumosa lejanía.

Inclinado sobre Joey, Ish vio que los grandes ojos parpadeaban con el alcohol y el sueño. Se sintió inundado otra vez por el amor a su hijo. Es el elegido, pensó. Él llevará la antorcha.

Los párpados de Joey se cerraron. El padre se quedó a la cabecera de la cama, con la manita en su mano. Luego, quizá porque el sueño es imagen de la muerte, sintió un repentino temor. Caprichos del destino, pensó. Amar es exponerse a sufrir. Hasta ahora los hados lo habían favorecido. Em… Joey… Aquella manita era tan frágil…; sentía bajo sus dedos un pulso débil y rápido. Cualquier cosa podría detenerlo. Un niño tan débil, con un alma demasiado ardiente, ¿qué posibilidades tenía de llegar a ser hombre?

Sin embargo, de él, y sólo de él, dependía el futuro. Necesitaba crecer en edad y sabiduría… y vivir.

Entre el sueño y la realidad se interpone el azar. Un síncope detiene el corazón, un cuchillo hiere, un caballo tropieza, el cáncer roe las carnes, enemigos aún más sutiles atacan disimuladamente…

Entonces, sentados alrededor del fuego, a la entrada de la caverna, los sobrevivientes se preguntan: «¿Qué vamos a hacer? Ya no está aquí para guiarnos». O mientras doblan las campanas, se reúnen en la plaza y murmuran: «El destino ha sido cruel al llevárselo. ¿Quién nos aconsejará ahora?» O se encuentran en una esquina de la calle y suspiran: «Es una gran desgracia. Nadie merece ocupar su lugar».

Todo a lo largo de la historia esta misma queja: «Si esa enfermedad no hubiese atacado al joven rey… Si el príncipe viviese… Si el general no hubiese sido tan temerario… Si el presidente no se hubiese agotado…»

Entre los sueños y la realidad, la frágil barrera de una vida humana.

Las nieblas se disiparon otra vez, y volvió el calor. Cuántas veces, pensó Ish, ha desfilado ante mí el cortejo de los meses. He aquí otra vez el tiempo de la sequedad y la muerte. El dios Pan ha exhalado su último suspiro. Pronto caerán las lluvias y verdearán las lomas. Y una mañana veré desde el porche que el sol se pone muy lejos en el sur. Entonces todos dejaremos las casas y yo grabaré otros números en la roca. ¿Y cómo bautizaremos el año?

Dick y Bob volverían pronto. Los remordimientos atormentaban aún a Ish, y se reprochaba a menudo haber dejado partir a los muchachos. Aunque había tenido tiempo de acostumbrarse a su ausencia, y su ansiedad se había atenuado un poco. Además, otras inquietudes, otros remordimientos lo acosaban continuamente.

¡Los niños! ¡Sus supersticiones y sus ideas sobre la religión! No será difícil, había pensado Ish, restablecer la verdad. Pero ya había pasado el verano.

¿Tenía miedo de hablar? ¿Deseaba que los niños vieran en Joey a una especie de brujo? ¿No desearía, en lo más hondo de sí mismo, que pensaran en él, Ish, como un dios? Al fin y al cabo, no a todo el mundo se le ofrece esa tentadora oportunidad. Y si no era dios, podría ser al menos un semidiós, o un mago.

Desde el incidente del martillo, observaba con curiosidad cómo se conducían con él los pequeños. A veces dominaban el respeto y el temor. Había mana en él, más aún que en Joey. Podía realizar notables proezas. Conocía el sentido de las palabras más raras, y el secreto de los números. Por algún mágico poder, sabía cómo era el mundo del otro lado del horizonte, del otro lado de los puentes, y sabía también que había islas en el mar más allá de las rocas de los Farallones, que en los días claros se perfilaban contra el cielo.

Ish comprendió que aquellos niños eran más simples e ingenuos que cualquier criatura de los viejos días. Ninguno de ellos había visto a más de unas pocas docenas de seres humanos. Eran felices, pero con la felicidad de unas escasas y agradables experiencias, indefinidamente repetidas. No había para ellos cambios imprevistos, esos cambios que en otro tiempo alteraban los nervios de los pequeños, pero que a la vez les aguzaban la inteligencia.

No era raro que creyesen ver en él a un ser sobrenatural, que no pertenecía totalmente a la tierra, y que lo miraran a veces con un temor reverente.

Pero otras veces, más a menudo, sólo era para ellos el padre, o el abuelo, o el tío Ish que habían conocido toda la vida, y que en otro tiempo se había puesto a cuatro patas para jugar con ellos. No les inspiraba entonces mucho respeto. Y los mayores lo consideraban un viejo chocho, y aunque lo temiesen, se burlaban de él.

Ocho días después del incidente del martillo, le pusieron un clavo en la silla: la broma clásica de los escolares. Y otra vez dejaron la clase conteniendo la risa, e Ish descubrió que le habían prendido a la chaqueta una cinta blanca, que colgaba como una cola.

Ish aceptaba buenamente estas bromas, y no intentaba descubrir al culpable. La familiaridad de los niños lo divertía. Pero no podía dejar de sentirse algo molesto. Que lo tomen a uno por un héroe o un dios es siempre agradable. ¿Pero se le pone a un dios un clavo en la silla o se le prenden trapos a la espalda? Sin embargo, Ish reflexionó y comprendió que las dos actitudes no eran incompatibles y sin precedentes.

¡Es raro ser un dios! Los sacerdotes traen a tu altar un buey de dorados cuernos, y lo inmolan de un hachazo. El sacrificio te satisface. Pero luego separan la cabeza, los cuernos y la cola, envuelven en el cuero las entrañas, queman en el altar esas pestilencias y se regalan con los mejores trozos. El engaño no pasa inadvertido y excita tu ira divina. ¿Lanzas entonces tus rayos, juntas tus nubes más negras? No. Piensas: es mi pueblo, un pueblo de hombres gordos, orgullosos e insolentes. ¿Querrías que tu pueblo fuese flaco y humilde? El año próximo, si estalla una epidemia, los sacerdotes quemarán el buey entero… quizá varios bueyes. Y tú te contentas con un débil trueno, que se pierde en la gozosa algarabía del festín. «No soy estúpido» les dices a tus hijos, «pero hay momentos en que un dios debe parecer estúpido». Y te preguntas si haces bien en confesar un secreto. Quizás hubiera sido mejor aplastarlos contra una montaña. Esos dones que tienen a su alcance, son demasiado peligrosos…

Vosotras también, divinidades terribles, que exigís sacrificios humanos, de cuando en cuando cerráis los ojos. ¡Ah, es magnífico y horrible! Los gemidos de la víctima, los gritos de su mujer, y las hachas de los verdugos. Allí yace, cubierto de sangre, con la lengua afuera. Ha sufrido una muerte espantosa. Pero de pronto el muerto se levanta y baila con los otros, y su sudor lava la pintura roja de los muros. Entonces tú, el dios terrible, recurres a tu sabiduría y recuerdas sólo la fingida muerte; aunque hasta los tontos del pueblo se ríen de ti.

No, es inútil prosternarse en el barro y besar la tierra. Una ligera inclinación de cabeza es suficiente.

Sin embargo, no sin aprensión, Ish decidió intentar una experiencia. Quizás había dado demasiada importancia al incidente del martillo. Y bien, ya se vería.

Eligió con cuidado el momento, los últimos minutos de clase. Si ocurría algo embarazoso, podría batirse en retirada. Encauzó la conversación según sus planes, y al fin preguntó con tono indiferente:

—¿Y cómo crees que se hizo todo esto —e hizo un vago y amplio ademán—, el mundo entero?

La respuesta no se hizo esperar. Era Weston quien hablaba entonces, pero expresó la opinión de todos.

—Bueno, lo hicieron los americanos.