Nunca, desde el Gran Desastre, se le había ocurrido cerrar con llave. En la Tribu no había nadie sospechoso. Un extraño no hubiese podido escapar a la vigilancia de los perros. Y he aquí que aparecía un hombre que no era de fiar, y que se había ganado la confianza de los perros. ¿Los habría acariciado con premeditación?
Ish se acostó y comunicó sus temores a Em. Ella no se interesó mucho. Ish pensó, como otras veces, que en Em había una inercia peligrosa.
—¿Y por qué no ha de tener un revólver en el bolsillo? —preguntó ella—. Tú también llevas un arma cuando sales.
—No la oculto, y no temo quitarme el chaleco y quedarme un momento desarmado.
—Es cierto, pero quizá tú mismo lo pusiste nervioso. Te es antipático, y quizás él piensa lo mismo de ti. Está entre gente extraña… solo.
Ish sintió otra vez rabia, casi cólera. Charlie, ese intruso.
—Sí —dijo—, pero estamos aquí en nuestra casa. Él es quien debe adaptarse, no nosotros.
—Tienes razón, querido, quizá. Pero no hablemos ahora. Tengo sueño.
Si algo envidiaba Ish a Em, era su facilidad para dormirse en el momento mismo en que decía tener sueño. El sueño huía de él cuando más lo llamaba, y no podía dejar de pensar. Justamente se le acababa de ocurrir una nueva idea. Se vio envuelto en una pelea con Charlie. Si hubiera habido entre los miembros de la Tribu una unión verdadera o simbólica, la llegada de un extraño, por más fuerte que fuese, habría presentado pocos peligros. Ahora era quizá demasiado tarde. El extraño estaba allí, y se encontraba ante individuos aislados.
Y Charlie no era un adversario despreciable. Ya se había ganado la amistad de Dick y Bob, sin contar los más chicos. George parecía admirarlo. Ezra titubeaba. ¿Qué era ese raro encanto, que parecía apoyarse en la fuerza física?
Era difícil saber por qué casi todos simpatizaban con Charlie. ¿No lo enceguecerían a él, Ish, los prejuicios? Quizá veía en el hombre a un rival. De todos modos, algo era indudable. Habría lucha entre ellos, un duelo quizá, pues la Tribu ignoraba la solidaridad propia de un Estado.
O peor aún, podría ser una lucha entre dos partidos, con dos jefes rivales. ¿Quiénes lo apoyarían? No era verdaderamente un jefe. Pero no había otro. George era demasiado estúpido, y Ezra gustaba de la comodidad. Oh, sí, en inteligencia era superior a todos. Pero en la disputa por el poder el intelectual había perdido siempre. Pensó en los ojos de un azul infantil y engañoso. Los ojos negros nunca podían ser tan duros y fríos.
¿Quién se enrolará bajo mi estandarte?, se preguntó dramáticamente. Hasta Em podía abandonarlo. Se había reído de sus temores y había defendido a Charlie. Ish se sintió otra vez el niño desamparado de los viejos días. De todos los que lo rodeaban, únicamente Joey era capaz de entenderlo. Y Joey era sólo un niño, menudo y débil para su edad. ¿De qué le serviría en una lucha contra Charlie? No, no, pensó de nuevo, no ojos de cerdo. Ojos de jabalí.
Al fin se rebeló contra sí mismo. No es más que una extravagancia nocturna, se dijo. Esas ideas que nacen en las tinieblas en las noches de insomnio. Logró librarse de sus pensamientos, y se durmió.
A la mañana siguiente, al despertar, la situación le parecía, si no color de rosa, por lo menos no tan sombría. Desayunó casi alegremente, contento de ver a Bob en su sitio de costumbre y de obtener más noticias del viaje.
Luego, cuando creía haber recobrado la calma, todo se derrumbó otra vez.
—Bueno, voy a ver a Charlie —dijo Bob.
Ish tuvo en la punta de la lengua un consejo paternaclass="underline" «En tu lugar yo dejaría tranquilo a ese hombre». Pero Em, con una mirada, le rogó que callase, e Ish comprendió que si Charlie se transformaba en algo prohibido sería más atractivo aún. Se preguntó otra vez qué clase de fascinación ejercía Charlie sobre los muchachos.
Bob se fue, y los otros niños, terminadas las tareas matinales, lo siguieron.
—¿Qué los atrae tanto? —le preguntó Ish a Em.
—Oh, no te atormentes —dijo ella—. Es sólo la novedad. No me parece raro.
—Podemos tener dificultades.
—Es posible —admitió Em. Era la primera vez que ella se mostraba de acuerdo. Pero en seguida desvió el curso de los pensamientos de Ish, diciendo—: Pero no empieces tú.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ish irritado, aunque nunca discutía con Em—. ¿Piensas que vamos a disputarnos la jefatura de la Tribu?
—Ve a ver qué pasa —dijo ella sin responder a su pregunta.
El consejo le pareció bueno a Ish, quizá porque sentía realmente curiosidad. Pero cuando cruzó la puerta, titubeó y se quedó un rato en el porche. Sentía las manos extrañamente vacías, se sentía indefenso. Pensó en buscar un revólver. En los alrededores de las casas, las armas de fuego eran inútiles, pues bastaba la vigilancia de los perros. Podía pretextar una excursión. De todos modos, un revólver equivaldría a una declaración de guerra, y sería también admitir su debilidad. Sin embargo, no se decidía a salir sin nada.
Entró en la casa y vio el martillo sobre la repisa de la chimenea. Bueno, pensó encolerizado. No eres mejor que los niños. Te dejas arrastrar por sus ideas estúpidas. A pesar de todo, tomó el martillo y se lo llevó. Su peso y su solidez eran tranquilizadores. Ya no sentía en la mano derecha, que asía el duro mango de madera, aquella rara sensación de vacío.
En la loma donde la noche anterior había ardido la hoguera se oían ahora gritos y risas. Se dirigió hacia allí. No había nadie cerca y sintió de pronto el peso de la soledad.
Le faltaban fuerzas para seguir adelante. Una vez más era la hormiga perdida, lejos del hormiguero; la abeja que no podía volver a la colmena destruida; el niño sin madre. Se detuvo, el cuerpo bañado en un sudor frío. Los Estados Unidos no eran más que un recuerdo del pasado. No contaba con nadie. No sabía si encontraría algún apoyo entre los miembros de la Tribu. No había ya gendarmes, fiscales, jueces a los que acudir.
Apretó el mango del martillo con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. No quiero retroceder, pensó. Y haciendo acopio de valor, avanzó lentamente.
Cuando dio algunos pasos, pasando del pensamiento a la acción, se sintió mejor. Vio al grupo cerca de las cenizas de la hoguera. Estaban todos los jóvenes, y también Ezra. De pie o sentados, rodeaban a Charlie, que hablaba, reía y bromeaba. Era exactamente el espectáculo que Ish había esperado ver. Pero cuando estuvo más cerca, sintió que un frío le nacía en el estómago y le invadía luego el cuerpo. El mango de madera le tembló en la mano.
En el centro del grupo estaba Evie, la idiota, junto a Charlie, e Ish no había visto nunca aquella expresión en su rostro.
Ish estaba entonces a unos diez pasos de Charlie. Se detuvo. Algunos de los niños lo habían visto, pero la historia que contaba Charlie era demasiado interesante para interrumpirlo. Aunque Ish estuviese allí en carne y hueso, su presencia no había sido reconocida oficialmente.
Dejó pasar unos instantes, que le parecieron siglos. Sin embargo, el corazón no le latió más que unas tres o cuatro veces. Ya no sentía aquel sudor frío. Se encontraba preparado para actuar. Era casi feliz. Sus temores se transformaban en realidad, y la peor de las dificultades, cuando adquiere forma visible, es preferible a una sombra vaga y confusa. No se puede luchar contra un mal que es mera apariencia.
Esperó aún, el tiempo de algunos latidos. La crisis había estallado de pronto, como ocurría a menudo en aquella nueva vida. En los viejos tiempos, las crisis se arrastraban interminablemente y uno leía los diarios semanas y meses antes que los obreros se declararan en huelga o que los aviones dejaran caer sus bombas. Pero en esta sociedad minúscula, el drama estallaba en unas pocas horas.